rosario

Sábado, 25 de marzo de 2006

OPINIóN › UNA MIRADA PERSONAL SOBRE EL 24 DE MARZO DE 1976.

ESE DIA

Aquellos susurros de mi infancia

Por Leo Ricciardino

Los años más trágicos de Argentina, coincidieron con los más felices de mi infancia. No es que no lo supiera, sino que recién ahora reparo realmente en eso. El golpe para mi (en realidad, desde la muerte de Perón en 1974 cuando por primera vez nos mandaron de vuelta de la escuela), se resume en mis recuerdos en una advertencia tan escueta como severa de mi madre: "No levantes, no toques, ni patees, ningún paquete que veas por la calle. Por favor". La repetía por lo menos una vez por semana, casi hasta la época del mundial, antes de que yo recorriera las cinco cuadras que separaban mi casa de la escuela Alberdi en Rafaela.

Pero vista desde mis diez años, la real dimensión de la densidad de la situación, estaba en la ciudad de Santa Fe. Las pocas veces que fui por aquellos años, las garitas blindadas frente a las comisarías con un casco que se movía por detrás de la mirilla, eran para mí un elemento contundente que se sumaba a las conversaciones a media lengua en mi casa.

En mi casa no se hablaba del tema, se susurraba. Estaban los primos lejanos Ricciardino. Luis ya había sido asesinado en Córdoba para cuando yo cumplía los 11, y César había sido chupado en la puerta del Colegio Nacional, en un acto en el que era abanderado. Mi apellido estaba bastante connotado en una ciudad que para ese entonces apenas llegaba a los 50 mil habitantes.

"Pobrecito el hermanito de esos dos chicos guerrilleros". Escuché esta frase por lo menos media docena de veces en el almacén, mientras esperaba que me atiendan para comprar el pedido de mi madre. Yo no aclaraba nada, pero en realidad el verdadero "hermanito pobrecito" era Javier "Javito", a quien conocí muchos años después.

Para la guerra de Malvinas yo había llegado a los 15 y entraba al tercer año de la secundaria. Cansado de los dos primeros años en una escuela Técnica con doble escolaridad, decido cambiar al Nacional. Ese año, la secretaria administrativa del Colegio era la misma de 1977. Cuando me fui a inscribir y dije mi apellido, ella soltó la birome sobre las planillas. Todavía estaba fresco en ese establecimiento el secuestro de mi primo, a plena luz del día, en la puerta del colegio. Para agosto o setiembre de ese mismo año, me encuentro por primera vez con César en los pasillos del Nacional. Había salido el año anterior con libertad vigilada y rendía quinto año libre. Había estado seis años preso en distintos cárceles, sistemáticamente torturado.

Esa parte de la historia recién la completé en 1999, cuando una noche aquí en Rosario recibo un llamado de Pablo Ricciardino, el hijo de Luis que yo hasta entonces no conocía.

Pero había más en la familia, otra historia y más susurros. Estaba la prima hermana de mi padre. María Zulema Williner había estado presa en Trelew y fue asesinada en 1974, cerca de Rosario, cuando la balearon junto a Orlando Finsterwald y María Julia Scocco. El comando Montonero que al año siguiente copó un regimiento en Chaco llevaba su nombre. En la fuga de ese operativo los montoneros aterrizaron un avión en un campo cercano a Rafaela.

Yo no me acuerdo de ella ni de su marido, pero sé que ambos nos cuidaron a mí y a mi hermana, una noche del '73 porque mis padres tenían un casamiento. Lo que supe después me lo contó su hermano Quiqui que vive en San Juan y también Arturo Gandolla y Eduardo Seminara, que la conocieron bien. María Zulema está sepultada en Felicia, a pocos kilómetros de Rafaela.

Aquellas voces e imágenes confusas de mi infancia, las certezas posteriores y hasta la real dimensión del horror, las fui completando con el tiempo. Reconstruyendo los vínculos interrumpidos con aquella generación a través de muchos compañeros y amigos entrañables como Tony Riestra, Alberto Menardi, Mariem Haiek, Carlos Borgna, Juan Carlos Tizziani, que hoy comparte conmigo esta redacción de Rosario/12 y Marcelo Marquez.

Retrato de familia

Por Horacio Vargas

Amanece. Y llueve. Una voz extraña se escucha en el living de la casa. No es forma de presionarme para levantarme para ir al colegio, pienso, y hecho maldiciones a la costumbre de mi padre de despertarse con la radio a todo volumen.

Inclina su cuerpo hasta el parlante de la radio para escuchar con más detenimiento lo que acaba de decir La Voz. Alguien golpea a la puerta. Mi madre se sobresalta. Es mi prima, que vive a pocos metros de casa, un poco mayor que yo, que pregunta con candidez: "¡Escucharon lo que dijo la radio!".

"Comunicado Nº 1. Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Firmado: Jorge Rafael Videla, Teniente General, Comandante General del Ejército".

Mis padres decidieron que ni yo ni mi hermanita fuéramos a la escuela. Ella aprovechó y siguió durmiendo un poco más. Y yo, con la valentía de un pibe de 15 años, decidí recorrer el tramo que va desde mi habitación hasta la ventana principal del living. Con lentitud desplegué la cortina cerrada y asomé brevemente mi cara al exterior. Y vi una calle -que en realidad fueron miles- dominada por el silencio y las ausencias.

Después de que mi viejo partió al trabajo, mi mamá salió de compras por el barrio. Al rato regresó con una blanca palidez en su rostro.

Salí del almacén y me crucé con unos tipos con caras de asesinos rondando por la casa de Lucero, tipos con armas largas, vestidos con uniformes del Ejército, y vi a su esposa, la Gringa, parada en la puerta, sola...Y me asusté, pensé: "¡los chicos están solos en casa!". Y pensé qué hago ahora con los libros de Quique, que se los dio a Lito para que se los guardara por un tiempo porque lo estaban persiguiendo....

Y corrió con su bolso de red sujetado a su mano derecha y en el camino, tropezó y cayó al suelo. Y se lastimó la rodilla y como pudo se levantó y recogió el paquete de fideos, el pan, desparramados en la acera, para el almuerzo de la familia, y corrió sin importarle la lastimadura, la sangre derramada.

"Comunicado Nº 19. Se comunica a la población que la Junta de Comandantes Generales ha resuelto que sea reprimido con la pena de reclusión por tiempo indeterminado el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare comunicados o imágenes provenientes o atribuidas a asociaciones ilícitas o personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o al terrorismo. Será reprimido con reclusión de hasta diez años, el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes, con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar las actividades de las Fuerzas Armadas, de Seguridad o Policiales".

Papá volvió del trabajo con cara de malos presagios. Mamá le contó: "¡Lo vinieron a buscar a Lucero!". Y a Carmencita también, su hija, mi amiga querida. Lucero era su amigo vecino diputado. Mi viejo se encerró en su habitación y no salió a cenar. Después, después llegó la noche.

Rosario-Nüremberg

Por Pablo Feldman. Desde Nüremberg

Aquella mañana de 1976 me despertó el padre de mi mejor amigo, Emilio, compañero del Superior de Comercio. Mi viejo había llamado a la madrugada para decir que no me moviera de allí, que pasaría a buscarme a medida mañana. Nosotros cursábamos segundo año, cuatro días antes yo había cumplido 14 años.

Recuerdo perfectamente el momento en que David llegó a la calle Ayolas y yo salí a su encuentro. El 404 gasolero -al que nosotros pretenciosamente llamábamos "Mc.Laren"- estaba regulando fuera, y mi viejo parado a su lado. Me abrió la puerta delantera del acompañante y entramos sin hablar.

No sé qué extraños mecanismos se pusieron en movimiento en aquella cabeza adolescente para que hoy, 30 años después, el recuerdo sea tan persistente como la nieve al costado de la ruta en el camino que recorrí entre Munich y Nüremberg.

Razones profesionales han hecho que este día -uno de esos pocos en los que uno preferiría estar en su patria y no precisamente con espíritu festivo- lo pase en la ciudad que tiene su lugar en las historia por haber sido la sede del juicio a los genocidas tras la segunda guerra mundial. No es buscando un consuelo que sostengo que de no estar en la Argentina, esta pequeña urbe alemana es un buen lugar para rememorar aquellas horas aciagas.

Con la misma convicción con que aquel tribunal internacional condenó a los nazis, la sociedad argentina renueva su repudio a los genocidas argentinos. Desde entonces los crímenes de lesa humanidad se han transformando en imprescriptibles, y el Nunca Más, esa imploración de la Conadep, evocada por Julio César Strasera en su monumental alegato en el Juicio a las Juntas Militares, se ha incorporado a la conciencia colectiva de un pueblo, que aquella mañana de hace treinta años no imaginaba que en su propio país se reeditaría la criminalidad de los oficiales de las SS que parecían tan distantes de nuestras vidas como lo está Rosario de Nüremberg.

Naranjo en flor

Por Fernanda González Cortiñas

Del 24 de marzo de 1976 no recuerdo nada. Tenía seis años, casi la misma edad que tiene mi hijo, que ahora hace la tarea en la mesa de la cocina.

Haciendo un esfuerzo aparecen algunas imágenes que, seguramente, mi madre ha reconstruido para mí en alguna ocasión especial.

Mi viejo que me lleva caminando al colegio y una mujer que lo cruza y lo interpela: "¿Usted lleva a la nena a la escuela? No, hoy no hay clase. Anoche hubo Golpe". Lo demás, aún para ella, se hunde en la neblina del tiempo, en las amables aguas de una premeditada laguna.

Del Golpe recuerdo sí lo que vino después; para muchos argentinos, pero para mí en especial. Recuerdo la urgencia, la vida urgente y una soterrada e inexplicable sensación de clandestinidad: ese hablar rápido, quedo, encriptando figuras cotidianas por teléfono o por la calle, al cruzarse con amigos. Recuerdo el gesto helado de mis viejos al escuchar los comunicados, la tensión que generaba el informativo, algunos con las mismas voces que hasta hace no mucho todavía anunciaban el pronóstico para el fin de semana; la desesperada búsqueda de un nombre conocido en las páginas rojas del diario. Recuerdo -o me recuerdan- las bizarras escenas que se empiezan a ver y a escuchar como cosa de todos los días, la ignominia del "algo habrán hecho" de los vecinos, y con eso recuerdo la decisión última de irse. Recuerdo las despedidas furtivas, los cambios de look inesperados, la improvisada feria americana que incluyó departamento, muebles, ropa, libros, juguetes.

Recuerdo el exilio. El viento helado del invierno mexicano tajeándome los cachetes porque había que andar con las ventanillas bajas para escuchar la voz de alto. Recuerdo las primeras casas, desiertas de muebles, de cuadros, de vajilla, de fotos. Las recomendaciones antes de salir a jugar. Recuerdo las cartas hechas trizas dentro de sobres prolijamente sellados con un orondo escudo militar por todo sello. Recuerdo las horas armándolas a fuerza de imaginación y cinta scotch, esperando una noticia fatal. Recuerdo las visitas a la Villa Olímpica, búnker de argentinidad en donde, para no perder la costumbre, había que dejar el documento en la garita de ingreso. Recuerdo los relatos -sin anestesia ni versión para chicos-, de otros exiliados, argentinos, pero también uruguayos y chilenos, que me perseguirían en sueños durante muchos años -aún hoy suelen hacerlo-. Recuerdo los asados de refugiados, desbordantes de empanadas, tangos y muchas lágrimas. Recuerdo la muerte de mi abuelo, que llegó por carta.

Recuerdo a mi padre buscar yerba como quien busca hierba. Y recuerdo también una inmensa solidaridad; una rara pero cálida sensación de pertenencia que, ya de regreso, no volví a sentir. Después de todo, como dijo el poeta, partir es morir un poco. Siempre me pregunté cuánto muere el que parte dos veces. Seguramente más que el que muere una, pero menos, mucho menos, que el que se muere de veras, y en su tierra.

Recuerdo la parentela vieja de visita, contrabandeando obscenas cantidades de dulce de leche, Taragüí y bolsas de merchandising nacionalista: banderines y pins de "Las Malvinas son Argentinas". Pese a que los noticieros del mundo entero decían lo contrario, estábamos ganando. También recuerdo la sensación de vacío al regreso. Eso lo recuerdo mejor porque ya había cumplido quince, y duele más porque está más fresco. Pero probablemente sea materia para otro recuerdo.

Recuerdo gratamente algunos olores: mate cocido, chimichurri, Heno de Pravia. Y entre esos aromas, del patio se cuela el perfume del naranjo en flor que me trae de vuelta a la mesa de la cocina, donde mi chiquito intenta arrancarle una hache cursiva al cuaderno. Y de repente se me cruza una idea loca, absurda, una idea increíblemente estúpida: después de todo, yo también sería capaz de jugarme la vida por prometerle que mañana todo va a ser un poco mejor. E inmediatamente pienso: ¿y de qué diablos podría servirle un mundo mejor, si no estoy para mostrárselo?

Recordá siempre hijo: nunca más. Nunca más.

En resumen debo decir que no tengo recuerdos dramáticos: no recuerdo gritos, ni llantos, ni muertos, ni sangre, como recuerdan otros. Recuerdo sí, y muy claramente, el dolor sordo de la distancia, la pena inclasificable de las ausencias, el confinamiento perpetuo que impone el destierro, una privación que ofende, que fragmenta, que desarma, que lastima. Para siempre.

Pero no, del 24 de marzo del 76, no recuerdo nada.

El último encuentro

Por Juan Carlos Tizziani

Era un invierno crudo. Vivíamos frente a las Cuatro Vías, en el departamento de adelante, en un pasillo sin luces. Una típica casa chorizo de Santa Fe reciclada para estudiantes del interior. Esa madrugada, el Gordo llegaba desde Vera, nuestro pueblo. Eran más de las tres. Una sombra en la mitad del pasillo lo sobresaltó y lo empujó hacia atrás. El otro se quedó quieto. El Gordo respiró hondo, avanzó hacia la puerta y encendió la luz. Lo reconoció de inmediato. "¿Qué hacés acá?", le preguntó, medio asustado y sorprendido por el encuentro.

-Estoy de paso, acá al lado -le contestó.

El Gordo lo invitó a entrar. "Venite a tomar unos mates", le dijo. Quería saber qué hacía en Santa Fe. Pero él rechazó el convite, con evasivas. El Gordo supuso entonces que trabajaba de noche.

Al día siguiente, nos pasó la novedad. "En el departamento de al lado, vive Guillermo Perot", nos contó. Compartimos la sorpresa. Todos nos conocíamos desde chicos. El Gordo era amigo del barrio y yo su compañero de colegio: hicimos juntos toda la primaria en el Colegio Parroquial "San Juan Bautista", de Vera. Guillermo era uno de los mejores del grado, tenía buenas notas, aunque no tan altas como Pepelo o el Chino. Un poco patadura en el picado -en la canchita de los curas-, pero se las arreglaba bien a las piñas. El era el monaguillo más antiguo, el que tocaba la campanilla en la misa de las 6, antes de entrar a clases.

-Lo invité a tomar unos mates, pero me dijo que no podía -nos contó el Gordo.

-¿En qué anda? -preguntó Miguel.

-No sé, no me dijo.

Esperábamos verlo al día siguiente. O al otro día. Pero no lo vimos más. Nos quedamos con bronca porque ni siquiera nos saludó. El tiempo nos permitió repensar ese encuentro con el Gordo en ese pasillo sin luces: las pocas palabras, su apuro, su negativa a la ronda del mate. Quizás nos estaba protegiendo.

Hubiera sido lindo hablar de los días de la secundaria, cuando era uno de los líderes del movimiento juvenil. El siguió en el Colegio Parroquial, algunos nos pasamos al Nacional. Éramos más de cien, juntos ayudamos a construir una escuela en el barrio Itatí. Guillermo era incansable para cargar ladrillos en un acoplado, al lado del horno; el primero en bajarlos, en abrir cimientos. Después, vinieron los campamentos en la laguna El Cristal y en Espín, donde jugábamos a las cartas por cigarrillos Colmena, negros, sin filtro.

Ya en la Universidad estuvo un tiempo en Santa Fe, pero después se fue a Rosario. Alguien nos contó que se había casado, que tenía una hija, Guillermina. Guillermo era un militante, un hombre con convicciones, que estaba dispuesto a entregar su vida por una causa. Convertirlo hoy en víctima sería quitarle su identidad política. El era un militante montonero.

El 24 de marzo de 1976 nos estremeció el recuerdo de ese encuentro con el Gordo en el pasillo sin luces y su paso por el departamento de al lado. Con el tiempo nos enteramos que cayó la misma noche del golpe, en Rosario. Por ahí leí que lo llamaban "Perro", quizás un nombre de guerra, no lo sé. Y tampoco sé si es cierto. Para nosotros, era Guillermo. Es Guillermo.

La lucecita roja del winco

Por Adrián Abonizio

Mi tío radical decía de la Señora "ya va a caer, esta bailarina copera". Unos amigos mayores, maoístas y trasnochados establecían que su derrumbe iba a agudizar las contradicciones y facilitar la revolución en ciernes. Los comunistas apostaban a los militares democráticos. Los peronistas, como mi papá, movían la cabeza en un gesto de extremaución frente a un enfermo terminal. Yo añoraba, con el desconocimiento inconciente del que cree que la lucha de clases es una historieta del D'Artagnan, la pelea en los montes, mientras escuchaba a Frank Zappa y a Nino Bravo. Ellos, los "buenos" habrían de ganar y los harían por todos nosotros. Algo sabía pero esperaba; olfateaba y en el fondo, temblaba como una hoja. Cuando llegó el 24 ya era tarde para todo y para algunos, demasiado temprano, pues esto "iba a durar apenas un otoño". Seguí mi vida, fui al colegio, tocaba la guitarra y en alguna agrupación inofensiva fueron levantados algunos pibes de mi edad, lo que me obligó a irme de mi casa, de la ciudad y de haber sido posible del mundo. Pero sinceramente, la noche del 23 de marzo me sorprendió llegando del colegio nocturno, sentándome a comer la cena fría mientras oía el disco Artaud de Spinetta en el winco. La lucecita roja del aparato, que temblaba esa noche inusualmente, titilando como desesperada, pudo haber sido una advertencia pero no capté la dimensión del mensaje, como todos, como casi todos y así nos fue.

El Comando, Tito y las dos Lauras

Por Alicia Simeoni

Cuatro meses antes del golpe había llenado mi ficha de afiliación a la juventud comunista, justo después de que una bomba estalló en el local de Pueyrredón entre Tucumán y Catamarca. Fue un sacudón, tanto como para decidirme a transitar el camino para el que había recibido tantas propuestas en el lapso del secundario en el Superior de Comercio. Allí la FJC tenía a varios de sus miembros, mis compañeros y amigos. Sentimientos y principios solidarios, antiimperialistas, revolucionarios encontraron un recorrido de trabajo personal y colectivo con el sueño del socialismo para la Argentina y el mundo. Como tantos no pude ver la falacia del llamado a la convergencia cívico﷓militar que hacía el PC y de la línea que planteaba la necesidad de incorporar una parte de los militares al torrente de la lucha revolucionaria y popular.

Y llegó el golpe genocida. El 24 de marzo de 1976 sentí miedo y busqué explicación, información en la contenedora fuerza partidaria que, por otro lado, me ubicó en las diferencias políticas con los compañeros de la "gloriosa Jotapé" con los que compartía la vida universitaria. ¿Cómo se van a ilegalizar?, ¿por qué pasar a una clandestinidad de la que los comunistas habían luchado tanto por salir?', venía pensando durante meses. En la Cooperativa de Créditos Triángulo donde trabajaba no pasó mucho ese día. No era un espacio muy politizado, los socios iban y venían como siempre y recuerdo algunos comentarios de alivio por el fin del gobierno de Isabel Perón. Estaba apurada por irme, por saber más. Había camiones militares y carriers en la ciudad. Los alrededores de la Jefatura de Policía, cerrado para el público desde 1975, tenían mucha más custodia. Las patotas se afilaban los dientes pero nunca imaginé cuanto.

Las dos Lauras a las que no conocí hasta mucho tiempo después, militantes de la Fede secundaria ya habían sido detenidas: Ojeda, cuando pintaba contra la represión y el encarcelamiento de los metalúrgicos de Villa Constitución, Torreseti, creo que con otros chicos de la UES. No recuerdo qué pasó ese día en la facultad porque ya no había lugar para Comunicación Social y a partir del golpe, durante el decanato de Eduardo Sutter Schneider, se destrozó la carrera. Así apareció ese negro personaje, director de Relaciones Públicas de las fábricas villenses Metcom y Maraton de apellido Di Benedetto para enseñarnos a trabajar en los house organ o cómo vender la imagen pulcra de las empresas mientras se despedía y reprimía a sus trabajadores. Frente al Comando los autos civiles sin patentes rugían en operativos. Todos lo sospechábamos sin saber hasta donde llegaría la matanza, la tortura, la vejación. Aprendimos a caminar contra la dirección en que venían los autos, a tener mucho miedo al salir de la facultad y esperar el ómnibus. También a esconder, enterrar libros y revistas. Conservo la colección de Crisis y la de Comunicación y Cultura que en 1974 dirigieron Héctor Schmucler y Armand Mattelart. El terror y la muerte avanzaron.

Más adelante vendría el secuestro de Rubén "Tito" Messiez, en 1977. Yo lo esperaba con mi querida amiga Maricel, que ya no está, para una tarea partidaria. Tito nunca llegó y lo recuerdo. El era un convencido de la invocación de Pablo Neruda, "la primavera es inexorable".

La casa tomada

Por Sonia Catela

El 24 de marzo del 76 empieza en mi casa de Ceres, tres meses antes, de madrugada. Con el muchacho joven, moreno, de camisa blanca, revólver en alto, a la puerta de mi dormitorio. "La triple A" (flash mental), mientras, como en una comedia de locos, le exigía al tipo que se retirara, que debía vestirme en tanto suponía que podía huir por el patio. Habían tocado el timbre, plena noche, y ahí estaban, de cuerpo presente, los de la triple A. Aunque terminara siendo la policía, o la parapolicía, o los militares, o todos juntos, la casa tomada por ellos, la casa allanada, los placares desalojados, parvas de libros aquí y allá, y cuchillos levantando maderas en búsqueda de subversión, armas, "usted sabrá por qué estamos aquí". De ahí, al interrogatorio, una descubriendo que la ciudad entera ocupada, central telefónica, comisaría, ferrocarril, cuarenta viviendas violadas a patadas, nombres que al no tenerlos: "Te vamos a mandar a descular pingüinos a Trelew", cómo olvidar esas palabras y el destino que me auguraban, levantados todos los Catela, más otros, cargados como ganado en camiones militares hacia Santa Fe, en un trayecto que recolectó cautivos capturados en Tostado, en Rafaela, en la línea. Ahí abajo, sol rajante de mañana de verano, mi hija de seis años que levanta la mano y nos saluda, sola, en la Avenida de Mayo del pueblo de Ceres, sola, mano al aire, como en la peor película del peor gusto y sin embargo hace llorar, una y otra vez, ella y una calle desierta, negadora. En tanto, nosotros presos, apresados, revisados, fichados, de recién profesora arrogante a "usted sabrá por qué está aquí", las mujeres arrojadas en montón al Buen Pastor; mi marido, cuñados, resto de los hombres a una seccional santafesina. No todos volvimos de ese viaje. Lo supimos tiempo después. Y el 24 de marzo del 76, nosotros, los medio muertos sociales, los que ya masticábamos el gusto del terror, nos dijimos sin embargo, "y buéh, otra de militares". Habíamos resistido con Onganía, con Lonardi, con Aramburu, Lanusse, habíamos estado con los rosariazos y los cordobazos, de presencia física o apoyando. Nos hallábamos preparados, creímos; tan equivocados. Porque nos habían soltado de la cárcel pero a nuestro alrededor se alzaba el gigantesco campo de concentración. Donde tu vecino te denunciaba, y tu compañero de escuela participaba de la cacería, y tu alumno grababa tus clases y mandaba una carta anónima, y tu mejor amigo explicaba por qué debíamos dejar de frecuentarnos: el peligro, las malas épocas, y te citaban otra vez a la comisaría y vos alzabas dos tabletas de medicamentos y salías para allá ya se sabe cómo y a qué. El 24 de marzo del 76 pensamos "otra de militares", pero no arañamos siquiera la idea de que esta vez iban a dar vuelta el país como una tortilla, militares y asociados, y los de abajo quedarían aplastados para seguir estando aplastados, abajo, tres décadas después; de la mano de una revolución de pesadilla donde los muertos no acaban de contarse.

Infiernos y purgatorios

Por Guillermo Lanfranco

Fue a mediados de 1981. El general Galtieri ya se aprestaba a mudar su vaso de whisky a la Casa Rosada, en reemplazo del no menos etílico general Viola, por entonces sucesor de Videla en la Presidencia de la Nación. El cronista del vespertino La Tribuna había sido enviado -junto al querido fotógrafo Colorado Dimarco- a un acto en una sede militar de la provincia de Misiones.

Fue en ese viaje que Galtieri se despachó con una de esas frases que no se extinguen con el paso de los años y ayudan como nada a trazar un perfil de quien la pronuncia: "Las urnas están bien guardadas". Quería decir que nadie soñara ver a los militares de regreso a los cuarteles -como los que se inauguraban ese día al borde del río Uruguay, rasgo de paranoia militar ante la "amenaza" brasileña- por mucho tiempo.

Los periodistas insistían alrededor del tema, para tratar de arrancarle alguna otra declaración a la voz aguardentosa del militar, cuando su edecán comenzó a mostrarse nervioso por la intensidad de las preguntas. Primero fueron señas de "corten" hechas con los dedos desde un ángulo que las cámaras no podían enfocar. Como no logró su cometido, optó por otra solución: una a una, comenzó a desconectar las luces de las cámaras de televisión, que por entonces todavía se alimentaban desde enchufes de 220 voltios cercanos a la escena. De nadie valió primero la súplica y después la queja de los periodistas. La conferencia de prensa se había terminado abruptamente, mientras Galtieri se retiraba ofreciéndole una sonrisa cómplice a su responsable de prensa.

Apenas una rasguño, comparada con las heridas de muerte y desaparición que sufrieron decenas de trabajadores de prensa, la anécdota suma otra escena a la narración de la lógica de la dictadura que comenzó exactamente 30 años atrás. La brutalidad como método para transformar en hecho la decisión de que solo se podía hacer lo que ellos querían.

Ahora, dos escenas de estos días, de esta semana. Un quiosquero de un barrio de Rosario se entera que le robaron a una vecina y propone: "Acá lo que hace falta es un paredón de fusilamiento y van a ver cómo se arreglan las cosas". Un hombre sesentón, en una cola del Registro Civil del Distrito Oeste, dice conocer "a muchos desaparecidos que están vivos, con otro apellido, y están robando en el gobierno". Al lado suyo, otro asiente sin saber muy bien porqué.

Treinta años después muchas lecciones están aprendidas. Pero no debe pasar un solo 24 de marzo en que deje de tenerse presente lo que significó vivir en "dictadura", para toda la sociedad, aun en las cosas sencillas y cotidianas, más allá de quienes la sufrieron ferozmente. Ese nunca más, expresado a través de todos los medios disponibles, es la mejor forma de "con-vencer" a los desmemoriados - involuntarios o no- de que el peor infierno fue ese. Un infierno que no merece comparación alguna con los purgatorios que le sucedieron hasta hoy.

Prohibido circular

Por José Maggi

Dos fechas se anclaron en mi memoria por haber roto la rutina de ir a la escuela: la muerte de Juan Domingo Perón y, tiempo después, el golpe del 76. Fueron situaciones distintas, pero marcadas a fuego en la memoria de la primaria, aunque obviamente la segunda llegó acompañada por cambios que fueron rápidamente registrados en mis 11 años. Si bien la tranquilidad de Las Rosas, con 10 mil habitantes, no ofrecía mayores fenómenos urbanos que podían vivirse en ciudades como Rosario y Santa Fe, su ritmo cambió. Y cambió para el mundo en el que nos manejábamos que obviamente pasaba por la plaza del pueblo, rodeada como es costumbre por la iglesia, la escuela y la comisaría. Justamente fue esta última la que marcó los cambios en el barrio: a solo 50 metros de mi casa se desplegaron las clásicas barricadas compuestas de gruesos caños en cruz y unidos por un enorme cartel que prohibía la circulación en el lugar. Así el tránsito de los autos estuvo prohibido durante años, y hasta el paso por la misma vereda de la comisaría vedado para el común de los mortales, a excepción de quienes lucían uniformes. La esquina de la seccional lucía inexpugnable con una garita que custodiaba el paso, hacia un territorio que resultaba inexpugnable.

A los 11, el mundo seguía siendo un juego, y más en un pueblo donde los relatos del horror llegaron con la adolescencia. Pero en aquel sitio, aquel esquina era donde "trabajaba" Raul Salman, el padre de un joven de nuestra edad, con quien compartíamos las tardes en el club. Salman fue uno los quebrados que con la llegada de la democracia, denunció haber sido traicionado por sus pares, que no eran policías de pueblo, sino miembros de la Patota de Feced. Como muchos de los relatos de lo represores caídos en desgracia, los suyos se tiñeron de un color angelical del estilo "me preocupé por dos detenidas que eran de mi zona, dos hermanas solteronas de Montes de Oca, a quienes les encontraron unos panfletos de Montoneros", según reconoció en los primeros años de democracia. Ambas estuvieron en el Servicio de Informaciones de Dorrego y San Lorenzo, curiosamente a escasos metros del departamento donde vivían. La supuesta intermediación de Salman, que las conocía de la zona, no impidió que las vidas de ambas fueran destrozadas.

La marcas de entonces fueron además de la imagen del "prohibido pasar" de la barricada, el desafío por juntarse en las esquinas, los repetidos consejos de las madres para no reunirnos muchos, por llevar el documento en el bolsillo, el de evitar correr sin pasaba un patrullero. La adolescencia siguió su curso, y aprendimos a correr de madrugada desafiando los límites, en una inconsciente forma de resistencia, más propia de la edad que de un militancia desconocida, y ajena hasta entonces.

Los demás fue la sensación de estar controlados, del control cerrado y estricto de lo que veíamos y no. Y lo sentíamos por los insultos de mi viejo, peronista y un apasionado y tozudo defensor de sus ideas, que construyó sus mejores años de vida con varias salas de cine, desperdigadas por la zona. Los motivos de sus enojos no eran otros que las películas que podía pasar y su calificación para menores. Mi padre y su socio, que no por azar era mi padrino, desaparecían algunas noches. Años después supimos de sus ausencias: la jueza de paz los castigaba con ir a dormir a esa comisaría para purgar el pecado de haber encontrado algún menor en la sala o haber proyectado alguna película inapropiada para la moral de la época, que prohibía senos, mientras sesgaba vidas.

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