Domingo, 19 de abril de 2015 | Hoy
OPINIóN › SíSIFO ES OBLIGADO PARA SIEMPRE A ELEVAR UNA PESADA ROCA POR UNA PENDIENTE.
Un hombre inicia una investigación para esclarecer un crimen masivo. Concreta una denuncia pública y ocasiona un estrépito. Pero algo falla, unas pruebas se revelan incompletas, un material esperado finalmente se malogra, aparece una foto. Queda entonces a las puertas de un formidable naufragio, del escarnio masivo.
Por Juan José Giani*
Repasemos por un instante la mitología griega. Sísifo, Rey de Corinto, hijo de Eolo y Enareta y marido de Mérope, en su afán de acumular riqueza perjudica a propios y ajenos; y en su petulancia de conocerlo todo pretende engañar a los dioses para escapar de la muerte. Zeus, soberano del Olimpo, termina por fastidiarse, y lo condena al peor de los castigos. Sísifo es obligado para siempre a elevar una pesada roca por la pendiente de la montaña, sabiendo que cuando llegue a la cima la gran piedra volverá a caer y el deberá interminablemente empujarla. Un esfuerzo inútil pero inevitable como enconada represalia divina.
En base a esa referencia mítica, Albert Camus traza una metáfora de su filosofía existencialista. Sabemos por cierto que el término "existencialismo" remite habitualmente tanto a un sistema de conceptos como a una disposición de ánimo. En un caso, expresa un humanismo radical, por el cual no hay esencias por fuera de la historia que nuestra propia praxis deba reverenciar, sino proyectos que en su devenir libre construyen un mundo a nuestra medida. Y en el otro, describe un escenario de conciencias desgarradas, una intemperie vital en la cual la subjetividad transita en situación de tormento. Efervescencia de la voluntad y agobio moral entonces, yuxtaposición en apariencia incompatible que amerita ser mejor explicada.
Para ello es aconsejable internarse en una obra que Camus destaca con especial ahínco, "Los hermanos Karamazov" de Fedor Dostoievski. En ese texto, cuatro hermanos (Iván, Aliosha, Dimitri y Smirnakov) discuten acerca de la legitimidad de asesinar a su propio padre, un personaje execrable a quien todos abominan por diferentes razones. Iván (el protagonista que encarna la conciencia filosofante de Dostoievski) postula el ateísmo, afincado en la convicción de que frente a un mundo tan injusto a Dios solo cabe negarlo o destronarlo.
Ahora bien, el punto dilemático y abrumador es: Si no hay Dios, ¿Quién fija la Ley Moral? Si el parámetro del buen proceder no emana de un Ser Superior, ¿cómo fundar una ética estricta universalmente aceptable? Pues si no hay Dios ni Ley Moral todo está permitido, incluso matar a un padre despótico. En plena polémica con uno de sus hermanos que intenta atemperar su latente nihilismo, y ante el concepto de que es dable soportar cierta cuota de Mal en aras de acceder al rostro magnánimo de Dios, Iván replica: "No hay verdad que valga el sufrimiento de niños inocentes". Para él, la muerte de un niño es la versión extrema del Mal. Si Dios es bueno, ¿para qué otorgar vida a un ser angustiosamente efímero?
En la formulación del existencialismo, a la impotencia metafísica frente a la vulneración del inocente absoluto se le suma un contexto histórico más inmediato; que no es otro que la Segunda Guerra Mundial. Allí al espeluznante escándalo ético que supone cualquier acontecimiento bélico de esa escala, se le agregan los hornos de Auschwitz y el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Expresión monstruosa de una humanidad que se autodestruye, perversiones de la razón técnica como crudo testimonio de un curso histórico que dinamita cualquier esperanza. Ahora bien, la impugnación de Camus es contra toda forma de teología. Esto es, si por un lado se constata un vaciamiento moral del mundo amparado en el imaginario de un Dios espiritual que falta sistemáticamente a la cita, es igualmente fatuo suponer que la redención vendrá de algún maximalismo revolucionario. Es conocida en ese punto su polémica con Jean Paul Sartre, quien en nombre de una verdad luminosa del cambio social está dispuesto a disculpar campos de concentración en la Unión Soviética y explosivos que truncan la vida de civiles franceses en la guerra de liberación argelina. Para Camus por el contrario en la historia rige la incertidumbre y el sinsentido, y es inaceptable que apelando a un pagaré teleológico se agredan principios básicos de la dignidad humana.
Cuando nuestro autor escribe su ensayo "El mito de Sísifo" nos habla un poco de todo esto, para postular lo que en definitiva es una antropología del absurdo. Estamos condenados a actuar en un mundo que sin embargo no garantiza que el rigorismo moral encuentre recompensa. Cierto intuicionismo de la fraternidad nos impulsa a congraciarnos con el otro pero la devastación y el exterminio están todo el tiempo a un tris de materializarse. Vivimos en el terreno de la rectitud ética con un fundamento en suspenso, del combate contra un sufrimiento que no obstante a cada momento reaparece. Conciencia de la finitud pero vocación insatisfecha por revertirla. Cuando el fervor sacro es un candoroso simulacro y la grandilocuencia de las grandes utopías políticas incluye la tentación totalitaria sólo resta el valioso resabio de un hombre rebelde.
Pues bien, en el texto que venimos comentando Camus pronuncia una sentencia impactante que interesa particularmente aquí. "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena ser vivida, es contestar a la cuestión fundamental de la filosofía". Es fácil advertir lo desafiante de esta aseveración, pues el suicidio ya deja de ser la insólita dislocación de una conciencia perturbada, para convertirse en una opción racional de un sujeto sobrepasado por la contumacia del absurdo. Si bien conserva en parte su carácter de episodio extraño, dicha extrañeza no es el resultado desquiciado de un agobio incomunicable, sino una fatiga ontológica que no admite ningún tipo de condena. Cuando alguien decide quitarse la vida sus seres queridos se sumergen en la incredulidad, pues se resisten aceptar tamaño renunciamiento; siendo que para Camus el límite que divide la tenacidad para el esfuerzo inútil y la rendición existencial es precario y borroso.
Desde el punto de vista de la incumbencia filosófica, esta definición es igualmente inquietante, pues para el francés esta disciplina que sería territorio exclusivo de los expertos, es ejercida ahora a cada momento por el más simple de los mortales. Cuando perseveramos en nuestro ser ya hemos tomado una tácita decisión filosófica. Seremos un Sísifo más.
Ahora bien, hablamos en definitiva de modos de la conciencia. La conciencia apabullada de quien ya no soporta elevar la piedra, la conciencia templada de quien se mantiene aferrado a una ética de la fraternidad posible y la conciencia apacible de quien trabaja para obtener su sitio en el paraíso (sea éste el reino de los cielos o el comunismo pagano). En un punto, estos dilemas nos remiten a una disyuntiva primordial, la que establece el vínculo entre la conciencia y el mundo, entre nuestras certezas y la objetividad que nos rodea, entre el saber y sus trabas, entre aquello que sostiene nuestro andar firme en esta tierra y los secretos que súbitamente desestabilizan esa enraizadas convicciones.
La razón moderna sobre esto no tolera dudas. Una transparencia final de las cosas siempre es alcanzable, si el método es el adecuado y los datos que faltan finalmente se obtienen. Buena parte de las refutaciones genéricamente denominadas posmodernas se fundan en replicar estas arrogantes presunciones. El mundo es un reservorio de misterios, un mapa sospechado de contener incontrolables sorpresas, un teatro de imprevistos que obstaculizan la omnipotencia de la razón. Auschwitz o Hiroshima y Nagasaki fueron el rostro más horrendo de esa voluntad de saberlo todo. Tecnologías macabras para purificar la raza y pulverizar a los cuerpos sobrantes.
Recuerdo a propósito de esto una gran película de Costa Gavras llamada "La caja de música". En ella, un hombre muy mayor, exiliado rumano en los Estados Unidos, es acusado inesperadamente de haber sido un feroz criminal de guerra nazi. Todos los que lo tratan se muestran azorados pues el hombre es encantador, buen vecino y mejor abuelo. Su propia hija (Jessica Lange) indignada y en su condición de abogada, decide defenderlo en tribunales para salvar su honor abruptamente mellado. A lo largo del juicio escucha estremecedores testimonios de cuan horrible sujeto era ese que (no) era su padre. Se esmera, demuestra su inocencia y todos tranquilos. Pero en la última escena, cuando ya llegan los créditos, cuando el espectador se apresta a retirarse, en una caja de música aparece una foto que trastoca todo. El anciano encantador era un brazo remanente del Holocausto. El horror siempre puede residir a nuestro lado. Desplome absoluto de las certidumbres que deja a las personas en situación de trágico desamparo.
Para terminar expongo una historia. Un hombre inicia una investigación para esclarecer un crimen masivo. Dedica a eso sus más afanosos años, es por lejos la empresa más importante de su vida. La realiza consecuentemente apuntalado en datos que se acumulan y le parecen consistentes. Concreta una denuncia pública y ocasiona un estrépito. Debe ahora sostenerla, soportar el asedio de toda palabra que perdió la privacidad del expediente. Pero algo falla, un declarante se retracta, unas pruebas se revelan incompletas, un material esperado finalmente se malogra, aparece una foto. Queda entonces a las puertas de un formidable naufragio, del escarnio masivo. Su existencia extravía el sentido, la nueva transparencia de las constancias acogota su conciencia. Y se suicida. ¿Para qué seguir levantando la piedra?
*Filósofo.
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