OPINIóN
› Por Roberto Retamoso
Esta mañana estaba en el bar de la esquina de la facultad, después de la clase, tomando un cortado.
Leía el diario del bar, cuando escuché una vocecita que me decía: "eh, amigo, ¿me compra que me quiero ir para mi casa?".
Levanté la vista, y vi una nena de cuatro o cinco años, no más. Pequeñita, era la poseedora de esa voz finita y queda que me hablaba. Le pregunté qué vendía y me mostró unos paquetes de pañuelos de papel.
"¿Cuánto cuestan?", quise saber en ese momento.
"Dos por diez", me respondió. "Y cuatro por veinte", agregó, tratando de convencerme.
Dispuesto a ayudarla, saqué un billete de cinco pesos y se lo di. Le dije que se lo daba pero que no me diera nada, que era simplemente una ayuda para con ella. La nena tomó el billete con una mano, y con la otra puso un paquete de pañuelos sobre la mesa. "No", fue todo lo que dijo como respuesta a mi propuesta.
Esa reacción me hizo sentir profundamente avergonzado y conmovido. Avergonzado porque había intentado darle una limosna, sin comprender que Melody tal era su nombre no estaba pidiendo limosnas sino trabajando: su trabajo consistía, precisamente, en vender esos pañuelos de papel, a dos por diez o cuatro por veinte. Avergonzado además, porque al no haber comprendido que estaba trabajando honradamente, había sido incapaz de aceptar su oferta de "cuatro por veinte", como un pequeño burgués miserable y tacaño.
Y conmovido por descubrir que la pequeña Melody, con sus cuatro o cinco años, ya sabía lo que era ganarse la vida dignamente, en vez de andar pidiendo limosnas.
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