Dom 14.02.2016
rosario

OPINIóN

El acontecimiento Macri

› Por Juan José Giani

La filosofía contemporánea ha quedado seducida por la idea de acontecimiento. Circula en ella la invitación a pensar el devenir histórico priorizando lo imprevisible por sobre lo esperado, lo incierto por sobre lo pautado, lo insólito por sobre lo estructurado. Si las filosofías de la historia, sean tanto la cristiana, la liberal como la marxista, habían quedado apresadas por la convicción de que los hechos responden a una lógica irreversible que los hombres deben detectar y acompañar, nuevas teorías vinieron a explicar lo castrante y peligroso de estas aseveraciones. Castrante, pues datos se acumulan para advertir acerca de la reiteración de aquellos instantes dislocados en los que nuestra desprevenida razón queda sumida en la intemperie; y peligroso pues en nombre de un curso imperioso de las cosas se plasmaron fanatismos religiosos, imperialismos del dinero y formas totalitarias del socialismo.

La polémica por supuesto queda abierta, pues legítimamente no se llaman a silencio aquellas voces que señalan que lo inédito siempre alberga cuotas de lo fenecido, que los ecos del pasado se infiltran en las palabras de hoy día y que desdeñar el peso de las continuidades puede auspiciar la torpe fascinación por lo misterioso.

Se trata entonces aquí de nutrirnos de este bagaje conceptual para adentrarnos en el acontecimiento Macri. Un Presidente que a simple vista concentra tres sorpresas. Ideas de derecha sustentadas por votos y no por tanques, la primera magistratura para alguien que no representa ni a la Unión Cívica Radical ni al justicialismo y la consiguiente recomposición del sistema político con el ingreso de un tercer actor duraderamente influyente.

Contemplados no obstante sus dos primeros meses de gestión, la tentación inicial nos lleva a pensar cuanto de imágenes ya transitadas se vislumbra en el programa en ejecución. Acercamiento acelerado a los EE.UU, transferencia de recursos a sectores del capital más concentrado, brusca devaluación para reducir el costo salarial de las empresas, eliminación de restricciones al movimiento de los capitales financieros, estigmatización del empleo público y acumulación de despidos, buenas migas con el Fondo Monetario Internacional, etc. Un combo socialmente nocivo, cuyo esperable efecto será una espiral inflacionaria, caída del consumo popular, recesión y aumento del desempleo y la pobreza.

Ciertamente esta perniciosa orientación debe ser firmemente denunciada y los derechos que amenazan desterrarse ser enconadamente resguardados, pero siempre prestando esmerada atención a las singularidades de la época. Señalemos algunas. La lógica política del macrismo trabaja a partir de dos antimodelos. Uno, más obvio, es el de Cristina, y de allí un conjunto de gestualidades que apuntan a dinamitar su incidencia (austeridad sobreactuada, escenarios de diálogo y contactos asiduos con la prensa). Pero el otro, y esto resulta más interesante, es el de Fernando De La Rúa, como sinónimo de impericia, impotencia y falta de una mínima gobernabilidad. El abuso de los DNU o el intento de colocar a dos jueces de la Corte Suprema mediante una flagrante trapisonda institucional buscan mostrar a un mandatario que tiene brazo firme frente a un parlamento y un elenco de gobernadores en donde su fuerza es absoluta minoría.

Veamos otra singularidad relevante. Contra su prédica engañosa, la herencia recibida por el gobierno entrante es la más próspera desde la dictadura militar a la fecha. No sólo en cuanto a gratificaciones para con el mundo popular, sino además en lo que refiere a la consistencia macroeconómica del modelo desarrollado hasta el 9 de diciembre del 2015. Ya en otra oportunidad apunté en estas páginas que la causa principal de la derrota del Frente para la Victoria el 22 de noviembre fue un desempeño económico que estuvo bien por debajo del de sus dos primeros administraciones, lo que revelaba por tanto tareas pendientes y correcciones que no fueron hechas en tiempo y forma. Pero de ninguna manera se anidaban allí situaciones explosivas ni desembocaduras traumáticas. Como el propio Ministro de Hacienda ahora admite a regañadientes el nivel de reservas del Banco Central, el déficit fiscal o las cifras de desempleo oscilan entre lo manejable y lo virtuoso.

Pues bien, este diagnóstico arroja dos conclusiones sustanciales. La primera es que Mauricio Macri no es De La Rúa, pero no porque sea más intrépido o guapo sino porque no hay ningún régimen de convertibilidad a punto de estallar (origen primordial de la crisis del 2001). Y la segunda es que Mauricio Macri tampoco es un neo Carlos Menem, pero no porque no simpatice con muchas de las medidas que a su tiempo implementó el traidor de Anillaco. Sino porque la sociedad que el macrismo recibe no proviene de la anomia y la desesperación que dejó la hiperinflación de 1989, sino de la autoestima y la incorporación de conquistas que se verificaron durante los 12 años y medio de kirchnerismo.

Frente a esta complejidad que se inaugura, atendibles temperamentos disconformes convocan a la resistencia, a la impugnación frontal de la restauración conservadora en marcha. La palabra "resistencia" tiene en este contexto dos acepciones posibles. Aquella por la cual un grupo que se considera impertérritamente minoritario se autoconfina a contener lo que indefectiblemente avanza en su contra; o aquella otra que describe a quienes se apresuran a erosionar un poder ilegítimo pronto a desmoronarse.

Ni una ni otra parecen recomendables en la hora que atravesamos. En el primer caso, porque el desafío del opositor fructífero consiste no en el abroquelamiento defensivo sino en construir su propia riqueza a partir de exhibirse como garantía de un porvenir superador. Y en el segundo, porque el éxito de Cambiemos emana de una correcta lectura de disconformidades apiladas que no mutarán rápidamente y a su vez recoge la entusiasta adhesión de corporaciones del privilegio que no quieren nunca más al kirchnerismo en el manejo del estado.

Por lo demás, si algo hay de incierto en política es el punto exacto en que un colectivo social percibe que sus expectativas han quedados irrevocablemente defraudadas. Acciones antipáticas o afectaciones a la dignidad pueden ser leídos como transitorios o definitivos según una tolerancia comunitaria que no es fácilmente cuantificable, y para la condición humana siempre resulta más agradable el recién llegado que esgrime buenaventuranza que el desplazado que funge de aguafiestas.

"Hay que darle tiempo al nuevo gobierno". Frase que se escucha asiduamente cuando despunta la controversia política. Ese pensamiento se difunde no sólo en la Recoleta o en algún otro enclave de gente adinerada, sino también en boca de la cajera de un supermercado o el colectivero de la línea 115. Sorprende tal vez esta perspectiva a los hombres densamente politizados o curtidos en la puja ideológica, pues la trayectoria de los funcionarios y sus primeras medidas prefiguran un destino nítidamente ingrato. Pero la vida popular es más intrincada, y la conciencia no se desplaza allí abruptamente ni sólo movida por imperativos de doctrina; sino también en base a sensaciones y sentimientos organizados en torno a la esperanza. Es un despropósito tratar a esas personas con petulancia, pues la única forma de acercarlos a una propuesta mejor es respetar una lógica que opera con tiempos más paulatinos que los que el militante habitual tolera.

¿Cómo oponerse eficazmente? He ahí la cuestión. Frente al legítimo triunfo electoral de una fuerza de centroderecha circulan dos clases de voces. De un lado, los que se escandalizan por los derechos que raudamente se vulneran, reclaman radicalidad y presencia en las calles, predican la resistencia activa frente a lo intolerable. Del otro, los que aún en el disgusto sugieren prudencia, modular los tiempos políticos hasta que madure un malestar que aún no se incuba, lucha institucional que supone algún nivel de transacciones. Entre los primeros suele estar ausente la autocrítica respecto de los desempeños fallidos del kirchnerismo, entre los segundos el exceso de introspección puede codearse con el renunciamiento ideológico. Entre los primeros algunos alientan la escenografía del helicóptero, el abrupto final que permitiría un inminente retorno. Entre los segundos, no faltan los que avizoran un nuevo ciclo que, de tan prolongado, invita al silencio cómplice.

Se trata entonces de buscar el equilibrio, el punto justo en el cual el combate contra el proyecto neoliberal no implique la mera prédica entre los ya convencidos ni el aventurerismo político. Que se escuche nuestra voz cada vez que haga falta, pero también entre aquellos que el 22 de noviembre prefirieron a Cambiemos. Fuera del debate quedan los que no se oponen de ninguna manera, los que amparados en el escudo del Partido Justicialista invocan modernización para concluir como furgón de cola de la trama conceptual instaurada por el macrismo.

El kirchnerismo tiene por delante un enorme desafío, tensionado entre la estrategia de desgaste a la que lo someten el PRO y sus aliados, una venerable trayectoria de logros que no puede descuidar y la necesidad de repensarse para no meramente repetirse. La pregunta infaltable es la que refiere al futuro rol en esto de Cristina Fernández. Ella es sin dudas la constancia mítica de un proceso de cambios benéficos ahora bombardeados, la reserva ideológica dentro de un peronismo que trastabilla y rediscute riesgosamente su identidad, y la única dirigente con predicamento social que despierta escozor entre las clases dominantes y el poder imperial.

Su meditado silencio, apenas veteado con oportunas y escuetas reflexiones sobre aquellos derechos que deben aguerridamente preservarse, parece hasta ahora razonable. Ese voluminoso capital simbólico no exime sin embargo a la compañera de hacer pública cuando corresponda una autocrítica sobre su propio desempeño, de ejercer una conducción estratégica que no puede limitarse a algún sector interno del kirchnerismo y a construir instancias de debate y decisión que incluso contengan a algunos dirigentes de los que en parte se desconfía. Tendrá que caminar el país, escuchar la opinión de todos los que sinceramente la respetan y someter inteligentemente las reivindicables banderas que caracterizaron su presidencia al escarpado escrutinio social de una población que el 22 de noviembre le dio la espalda al Frente para la Victoria.

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