LECTURAS
› Por Reynaldo Sietecase *
Pelusa duerme en el sillón. Le gustaría tener una habitación para ella sola. Le gustaría por lo menos tener una cama para ella sola. A los
quince años, le gustaría tener algo para ella sola. Pero le tocó ese sofá que durante el día funciona como trampolín para los saltos de sus hermanitos. Tiene tres. Los mellizos, que ahora duermen en
un colchón junto a la ventana y son como dos monitos. Entre sueños, cada tanto se intercambian un manotazo o una patada y durante el día ríen o lloran por nada, pero siempre juntos y al mismo tiempo. Todavía no cumplieron los dos años. Y está Claudio, que tiene doce. Claudio, que
siempre la está mirando. Como en este instante, en la penumbra del departamento de dos ambientes. El se acomoda en una bolsa de dormir, cerca de la puerta. Y la mira. Desde que Pelu tiene memoria, Claudio no se pierde ninguno de sus movimientos.
En el otro cuarto duerme su madre. Se llama María Rosa. A ella también le pusieron Rosa, pero todos le dicen Pelusa. Le contaron que cuando era bebé tenía poquito cabello, apenas una pelusita y le quedó Pelusa, la Pelu. A Rosa no le gusta el apodo pero sabe que hay cosas que no puede
cambiar aunque quiera.
-Clau, ¿qué te pasa? ¿No podés dormir?
Su hermanito sólo le devuelve silencio. La Pelu insiste.
-¿Tenés miedo?
-No, mirá si voy a tener miedo.
La voz sale desde adentro de la bolsa de dormir. Recostada en el sillón, Rosa apenas puede distinguir los mechones del pelo de Claudio, pero adivina sus ojos negros abiertos y fijos.
-¿Querés que te cuente el cuento de la buena pipa? -propone Pelu.
-No me jodas con eso...
-Yo no te dije "no me jodas con eso", te pregunté si querés que te cuente el cuento de la buena pipa...
-Pelu, por favor...
-Yo no te dije "Pelu, por favor", te pregunté si querés que te cuente el cuento...
Su hermano resopla fastidiado y por eso se detiene.
-Bueno, no te enojes...
Rosa sabe que es difícil hacer reír a Claudio. Además a la noche, cuando su madre los obliga a apagar la luz, parece otra persona. Es como si en la sombra anidaran temores incomprensibles para ella.
-Hay fantasmas acá... -la voz contiene un dejo de resignación.
-No seas idiota, Claudio, los fantasmas no existen.
La conversación se repite dos o tres noches por semana.
-No te digo en este departamento, pero en el complejo hay fantasmas. Yo vi a uno en el nudo 6. Es un gordo pelado que anda en pijama...
La Pelu contiene la carcajada como puede, no quiere que su hermano se enoje.
-Acá hay de todo menos fantasmas. Tenemos chorros, drogones, putas, travestis y vos te asustás de los fantasmas.
-Hoy lo vi otra vez. Estaba sentado en la escalera. Me apuntó con la mano como si fuera a dispararme y dijo: "Bang, Bang... estás muerto".
Entonces salí corriendo...
-¿Querés venir acá conmigo?
La invitación hace que el chico salga disparado de la bolsa y de un salto termine abrazado a su hermana. La escena se reitera tan seguido como la conversación sobre los fantasmas. El final también es similar: después de defender la veracidad de sus visiones, Claudio se duerme enseguida.
Los miedos de su hermanito se habían disparado con la llegada a Buenos Aires, hacía tres años. En Pergamino, donde habían nacido, no sabían
de terrores ni de hacinamiento aunque también vivían con lo justo. De una casa de material con fondo de tierra, limoneros y gallinas, habían
pasado a un pequeño departamento en el barrio Ejército de los Andes, el sitio al que todos llaman Fuerte Apache por su parecido con el Far West.
El barrio fue rebautizado por un periodista después de cubrir un espectacular tiroteo entre policías y ladrones. Está situado en el partido de Tres de Febrero, en Ciudadela Norte. Formó parte de un plan destinado a la erradicación de villas miseria. Fue diseñado y construido por la dictadura de Onganía en un terreno de 26 hectáreas que el Ejército le donó al Estado Nacional.
Originalmente constaba de veintidós edificios distribuidos en tiras de planta baja y tres pisos. Después vinieron sesenta y cuatro más. Las torres más altas, de diez pisos, conforman los denominados "nudos", que están unidos entre sí por pasarelas. Estaba previsto para veintidós mil personas pero viven noventa mil.
Los primeros vecinos llegaron de la Villa 31. Apenas se instalaron, comenzaron a llamar al complejo Barrio Padre Mugica. Era un homenaje
al llamado sacerdote de los pobres, un cura que trabajó con ellos en el asentamiento de Retiro hasta que lo asesinaron los militares, pero el nombre no quedó. Padre Mugica no pudo contra Fuerte Apache. Todo esto se lo contó a Pelusa la señorita Doris, su maestra de la escuela Nº 2 de Villa Real. Muchos pibes del barrio iban a esa escuela ubicada del lado de la Capital Federal, cruzando la avenida General Paz. Incluso algunos de sus compañeros de curso mentían cuando les preguntaban en qué barrio vivían. "No hay que culparlos, también los pobres son prejuiciosos", le decía la señorita Doris.
Cuando recién llegaron al complejo todo era alegría para la familia Medina. Todavía no habían nacido los mellizos, y para Pelusa y Claudio
el departamento parecía un palacio. Su madre limpiaba casas y su padre había conseguido un aumento de sueldo con el traslado a una comisaría
de Vicente López. Pelusa no recuerda cuándo cambió todo. Con la crisis de 2001, su mamá conseguía cada vez menos trabajo y a su padre tampoco
le fue mejor. Tuvo problemas con un chico baleado en un enfrentamiento y durante varios meses estuvo suspendido. "Me colgaron un muerto", decía. "Esos hijos de puta me colgaron un muerto". A Pelu le costaba entender esa frase, lanzada con odio por su padre. Enseguida pensaba en alguien colgado por el cuello a la rama de un árbol, como se ve en las películas del Lejano Oeste. Tal vez en el Fuerte eso fuese posible.
-¿Por qué te creés que estoy en este puesto, Medina?
-No sé, comisario...
-Hacé un esfuerzo... pensá, boludo, pensá...
-Porque hace las cosas bien...
-Ahí me gusta más. Hacer las cosas bien, ese es el secreto de este laburo, Medina. O vos te creés que nunca me tuve que ensuciar las manos.
Que nunca maté a nadie. Claro que lo hice. Y en situaciones más confusas que las del operativo que hicieron ustedes en Tigre. Pero tomé mis precauciones, Medina. Cada vez que tuve que meter las manos en la mermelada, me las limpié con mucho cuidado. Me cubrí el culo, ¿entendés? Eso es lo que no hicieron ustedes...
-Pero el pendejo nos había mejicaneado, jefe...
-¡Parece que no entendés nada, negro de mierda! Te estoy explicando que el problema es la forma en que se cargaron al tipo, no que lo hayan
boleteado.
Medina se quedó en silencio, avergonzado. La Bonaerense había sido su vida durante veinte años y él siempre había cumplido ese código no escrito que aventaba problemas.
-Ahora hay que esperar. No creo que por esto se queden afuera de la Fuerza pero hay que cumplir el reglamento. Hay muchas presiones del
gobierno. Por ahora están en disponibilidad y se la tienen que comer doblada.
El suboficial Medina siempre había tomado mucho, pero desde el problema con el muerto no podía salir de su casa sin unas copas en el cuerpo.
Por lo menos un par de días por semana no volvía a dormir al departamento de Fuerte Apache. Decía que no soportaba estar allí y que tenía que viajar a Pergamino, donde pensaba abrir un negocio. Varias veces llegó a golpear a su mujer a la vuelta de alguna borrachera. Claudio y los mellizos se ponían a llorar cuando empezaban los gritos
y la Pelu los ubicaba a todos en su sillón y los tapaba con una frazada hasta que terminaba la pelea.
Su padre parecía otra persona. Cuando volvió al trabajo la vida de todos mejoró, pero sólo por un tiempo. Medina igual pasaba la mitad de la semana fuera de la casa. Una tarde Claudio lo siguió. Era un pibito, pero conocía la calle mejor que la mayoría de los chicos de su edad. Pagó el pasaje con sus ahorros y tomó el micro en Retiro, justo después de que lo hiciera su papá.
-Tiene otra casa...
Estaban acostados. La voz de su hermano, como siempre, brotaba de la bolsa de dormir.
-Claudio, no digas boludeces -trató de disuadirlo.
-Tiene otra mujer y un hijito, yo los vi -insistió Claudio.
-Sí, y pasean en pijama por el nudo 6...
Claudio permaneció en silencio. Fue su hermana la que volvió a hablar.
-Está bien, perdoná. ¿Cómo lo sabés?
-Fui a Pergamino. Tiene una casa cerca de las vías. Va todas las semanas, cuando no viene acá.
Pelu permaneció callada un rato largo y después intentó tranquilizarlo.
-Tal vez sea mejor. Cuando no viene todos estamos mejor... ¿o no?
Su hermano no respondió y Pelu pensó que se había dormido.
La primera vez que Claudio vio al gordo pelado, fue un día de lluvia en el quiosco que está ubicado en la entrada del nudo 14. Pidió veinticinco
centavos de caramelos masticables y cuando se dio vuelta, el tipo estaba parado allí, rascándose la cabeza y mirando los paquetes de cigarrillos como si estuviese a punto de pedir uno. Claudio esperó unos minutos y se dirigió al quiosquero.
-Don Juan, ¿no lo atiende al señor...?
-¿A qué señor, pibe?
No dijo nada más y giró la cabeza despacio.
El gordo ya no estaba detrás de él. Se alejaba por el pasillo arrastrando los pies. Estaba en pantuflas y pijama.
Otro día se lo cruzó en una de las escaleras. El ascensor no funcionaba y se decidió a subir hasta su piso a la carrera. El corazón casi le dio un vuelco cuando se topó con el tipo en uno de los descansos.
-¿Viste a mi hijo? -le preguntó el hombre.
-No, no sé quién es su hijo -respondió Claudio, cuando pudo sobreponerse del susto.
-Le dispararon -dijo el hombre-, le dispararon por la espalda, pobrecito.
Claudio se disculpó por no tener ningún dato para darle y salió corriendo escaleras arriba.
Los días siguientes le preguntó a varios de sus amigos por el gordo pelado, pero nadie sabía nada. Ramón, el cartero que vive en el quinto B del nudo 6, le dio una pista.
-El único gordo pelado que vivía por acá era Santiago Roncaglia, pero se murió hace dos meses. Le dio un ataque al corazón cuando le avisaron
que a su hijo lo había matado la policía. Tenía dieciséis años el pibe. Como era viudo se quedó solo y ya no pudo reponerse. Se dejó estar.
Algunos días ni se podía levantar de la cama. Hasta abandonó su puesto en la fábrica. Para mí que se murió de pena.
Cuando Antonio Medina se deja ganar por la ginebra, se vuelve violento e imprevisible. En esos días es mejor que no esté en ninguna de sus dos casas. La mano se le pone fácil y el sexo ardiente. Necesita demostrar quien manda. Necesita demostrar que controla su suerte. Tiene una sed que ningún alcohol logra saciar. Pelusa lo sabe más que nadie. En esas noches, entra al departamento tratando de no hacer ruido. Se mete en el baño y al rato la llama, suavemente.
-Rosita, vení -susurra.
La Pelu no se hace esperar. Abandona el sillón de inmediato tratando de no despertar a sus hermanos. Su padre ya está bajo la ducha.
-Traeme una toalla -le indica, mientras termina de bañarse.
La Pelu va hasta el armario de la habitación y comprueba que su madre duerme o finge dormir para evitar una nueva pelea. Toma un toallón
y vuelve al baño. Su padre está desnudo, parado frente al espejo. Parece cansado. Tiene los ojos enrojecidos y aliento a vino.
-Secame -le pide.
El ruego suena como una orden. La Pelu comienza la tarea que ya hizo otras veces. Le seca el cabello, la espalda, el pecho, la barriga, las nalgas y las piernas con un cuidado propio de María Magdalena ante la figura de Jesús. Trata de no hacer ruido. Sabe que la tarea tendrá el resultado de siempre. Su padre, el suboficial Antonio Medina, tendrá una erección. A pesar de la borrachera que le nubla el corazón y la cabeza, tendrá una erección. Y ella se dejará dar vuelta. Levantar la camiseta,
bajar la bombachita rosa que su madre le compró en la Feria de La Salada y se dejará penetrar, llorando bajito, procurando que nadie escuche los gemidos de su padre.
-Es como si se me metiera el diablo en la sangre, hermano, pierdo totalmente el control -dice Medina, y llora-. Llora con hipos. Llora
como si fuera un chiquillo arrepentido.
-Tenés que comprar el Manto de la Salvación y venir el próximo sábado a la ceremonia del Perdón. Es la única manera de que puedas recuperar
a tu familia, hermano...
La voz resuena en el templo vacío con un tono solemne. Fernando Arantes Da Silva nació en un pueblo del interior del Estado de Santa Catarina.
Durante veinte años vendió chucherías en las calles de Río de Janeiro, hasta que Dios y la Iglesia de la Salvación le cambiaron la vida. Llegó
a la Argentina con el rango de reverendo hace diez años. Desde entonces, se convirtió en el principal guía espiritual de las atormentadas almas de Fuerte Apache.
-Aquí estaré -promete Medina, mientras saca del bolsillo del uniforme algunos billetes arrugados y los deja sobre la silla.
No sabe bien qué lo despertó. Si el ruido de la puerta del baño al cerrarse o las voces que salían de allí. Enseguida le pareció reconocer el llanto de su hermana. Para Claudio, la bolsa de dormir es un refugio. Una casa dentro de la casa. El único lugar más apacible que ése son los brazos de Pelusa. Ahí no tiene miedo. Cuando era más pequeño, ante cualquier susto corría a la cama de su mamá, pero eso fue hace mucho, cuando la habitación de sus padres no se había convertido en un campo de batalla. Sacó la cabeza para escuchar mejor. Sobre la mesa pudo ver la gorra de su padre y la pistola reglamentaria enfundada en la cartuchera de cuero. Miró hacia el baño y vio cómo la luz encendida se colaba por el marco de la puerta mal cerrada. Se incorporó de un salto y caminó descalzo hasta la mesa. Tomó el arma y le quitó el seguro. Había visto muchas veces cómo su padre liberaba la pistola de su encierro. Se acercó al baño. Parado junto a la puerta, pudo escuchar mejor.
-No es nada, chiquita, no es nada, no llores...
Empujó la madera con el caño de la nueve milímetros, que sostenía con las dos manos. Cuando la puerta se abrió, jaló el gatillo una, dos,
tres veces. El suboficial Medina no alcanzó a sorprenderse. Los primeros impactos lo arrojaron contra los azulejos. La Pelu salió del baño gritando. Claudio se acercó al cuerpo que se desangraba abrazado al inodoro y siguió disparando.
* Cuento publicado en el libro "Pendejos" (Alfaguara, 2007)
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