LECTURAS
› Por Marcelo Britos
Deslizó las piernas hacia fuera de las sábanas; primero la derecha para apoyarse, luego el brazo, para amortiguar la caída de su cuerpo sobre la alfombra. Todo fue lento, silencioso, planeado desde que el sol había comenzado a agujerear la persiana y marcar con sus hilos la ropa esparcida, el bronce de la cama. Fue despegándose de la piel de Milena, escapando de su abrazo, de su aliento suave y acompasado. El sol ardía contra la casa, lo notaba por el calor que subía por las paredes.
No deseaba saludarla. Para que la noche muriera con solvencia, con dignidad, eran inaceptables las escenas, el pelo revuelto, los ojos alagañados. Debería escapar -y así lo hizo- descalzo, con la campera en la mano, saludando a la mujer que repasaba los muebles con una remera desgarrada; debería empujar el auto por el césped de la chacra hasta llegar al arco de maderos, y allí encenderlo, como un ladrón, sonriendo, marcando en el teléfono móvil otro número.
Bajó la ventanilla y lo inundó la marea áspera del césped que alisaban a los costados de la autopista, un tapiz rasante, de verde y sombra, que terminaba en el reflejo de los lagos artificiales de los countries. Volaba sereno por el asfalto, rompiendo el aire y el silencio. Llegó hasta la colectora y subió; evitó la ciudad, el bullicio del mediodía, la multitud cruzando encimada las calles, atestando los colectivos carrasposos.
Nunca entraba a la ciudad. Con la circunvalación podía conectar todos los puntos de su vida; la fábrica, la casa de su novia, su departamento. La circunvalación lo alzaba por encima de todo: de las casas con antenas, de los basurales que rodeaban las vías. Ahora veía la chatura de los barrios, el calor que nublaba los cordones, la tierra de las calles, las zanjas, todo perdiéndose bajo sus pies.
Llegó al departamento antes de ir a la fábrica. Se duchó y aún mojado cayó sobre el sofá con el teléfono en el pecho. Marcó el primer número de la chacra. Milena estaría recostada al borde de la pileta, pensando en cómo sería su vida cuando fuera abogada, imaginándose vestida con un conjunto gris, botas altas, maletín, llegando al estudio, llamándolo desde su despacho. Marcó el segundo número. Milena se levantaría, ajustaría el corpino de la maya y acomodaría la carne rebosante dentro de las redes mínimas de lycra. Descalza, con un andar imbécil y desordenado, se quemaría los pies hasta llegar al teléfono. Cuarto número. Ella le pediría que fuera, que se quedara a comer para escuchar el reporte de Fisherton que su padre solía ladrar cada noche, atontado por el vino. Colgó.
Los operarios bromeaban con él. Jugaban como si fuera un cachorro, el cachorro del perro grande que los podía morder si quería. Bromeaban en confianza, pero siempre en voz baja, a distancia; los manotazos y las caricias duraban unos minutos, hasta que él subía a la gerencia para recoger el fajo de papeles y oír las indicaciones de su padre. Después, cuando pasaba por los pasillos hasta la salida, sólo lo miraban. Entonces la culpa lo molestaba, la culpa de que ése fuera su trabajo: cinco vueltas por la calle de los bancos, y ellos, en cambio, hasta la noche, fundiendo acero, inyectando plástico, sin poder hablar por las máscaras y el reloj.
Bajó del ascensor y sintió nauseas cuando llegó a su nariz el hedor de las sopas y de las sábanas viejas. No reparó en que era la primera vez que entraba a un hospital. Otros -pensó- ya estaban resignados al asco, acostumbrados. Llegó al final del pasillo y Alejandra dormía en un banco de madera, con los pies colgando y la cabeza recostada sobre una campera arrugada. No la despertó. Se detuvo frente a ella, le miró las manos que se encimaban, una sobre otra, en su estómago. Le aflojó los cordones y le quitó las zapatillas, porque recordó sus pies diminutos y frágiles, lo hizo para que respiraran, pero también para poder verlos, acariciarlos.
Le rozó las mejillas con la llave del auto. Apenas la inquietó. Esperó a que el sueño fuera otra vez profundo y lo volvió a hacer, una y otra vez, hasta que logró sobresaltarla. La dejó dormir un poco más.
Asomó un ojo al interior de la habitación. Podía ver la espalda de un anciano, desnuda, los pies exangües colgando de la cama. No era Don Memo, el padre de Alejandra, que estaba también dormido, con un enjambre de sondas volando sobre su cuerpo, perforándolo. El anciano volteó y descubrió los ojos que lo escrutaban. Pareció no importarle. Hizo pie en el mosaico de la habitación, y eso bastó para espantarlo y hacerlo volver al pasillo.
Ya estaba aburrido y despertó a Alejandra con un beso en la comisura de sus labios; ella lo abrazó por el cuello y se sentó.
Cáncer de páncreas. Le preguntó dónde estaba el órgano que imaginaba lacerado y sangrante, mientras le frotaba los pies. Ella intentó explicarle, pero no la escuchó. Veía los labios moverse, los ojos invadidos por las lágrimas, mientras intentaba llegar con la punta de sus dedos hasta el teléfono para quitarle el volumen. Alcanzó a oír que era terminal, que podían pasar semanas o meses, sólo eso, hasta que la enfermedad acabara por devastarlo. La abrazó y soportó el llanto sobre su hombro.
Cuando llegó la calma, le relató los hechos de un día inventado; porque aunque todo estuviera claro entre los dos, la presencia real de ciertas cosas enfriaban el espacio cálido y brillante que le ofrecía Alejandra. Ella lo miró con desconfianza, incrédula. Pero él sabía que estaba agotada para eso; la muerte la rodeaba, la angustia. Se fue, con la promesa de volver al otro día. Ella le creyó.
Escapó del club a hurtadillas antes de que abrieran la última botella. Subió al auto con una sonrisa inútil, sin dueño, con el deseo de desmoronarse en la cama, con el ardor del alcohol acariciándole los ojos y el dolor dulce, en sus músculos agotados, muriendo con el sueño. Mientras las luces brillantes comenzaron a correr por su parabrisas, pensó en cada una de las recientes complicidades que había compartido en la cena con sus amigos, intentó confirmar la autenticidad de ese cariño. Fue como un repaso de su hipocresía, de cuánto podía borronear la costumbre esas relaciones, de cómo algunos de esos hombres serían más importantes en su vida que cualquier mujer.
Milena toleraba sus viajes. Era una de las cláusulas humillantes del acuerdo. Su padre lo alentaba a hacerlos, y ese día en la fábrica, cuando le contó del viaje a Salta para practicar rappel, no había sido una excepción. Por eso estaba feliz, y volaba otra vez sobre la circunvalación para llegar a la chacra antes del almuerzo. No le iban a molestar las discusiones de Milena con sus hermanas, ni los reportes de Fisherton, ni la música extraña que siempre sonaba en el fondo de las voces, con el zumbido del aire acondicionado, con las risas que retumbaban desde la pileta.
Subieron, como siempre, a la habitación. Aunque fuera siempre así, le excitaba que ella bajara la persiana y que lo recibiera con los pechos desnudos, sentada en la mesa del escritorio, corriendo con un dedo la bombacha a un costado, para que la penetrase. Después, de espaldas, recostada sobre el escritorio, levantaba la cintura y él la montaba, casi en puntas de pies, para después caer en la cama, exhausto.
Le pidió que fuera a buscarla a la facultad, a la noche. No podía negarse, no después de eso.
Lo detuvo el semáforo e impidió con ademanes que le enjabonaran el parabrisas. Soltó algunas monedas de su mano y subió la ventanilla. Un joven, con las botas de goma hasta las rodillas y la remera empapada, tomó las monedas y las apretó en su puño; quedó parado junto al auto, mirando fijamente la oscuridad del vidrio polarizado.
Pensó que de alguna manera esa mirada podía llegar hasta el interior, atravesar la oscuridad, el reflejo del sol en ella. Se sintió incómodo. La luz verde lo liberó y mientras se alejaba, espió con timidez por el espejo retrovisor si la mirada continuaba allí.
Alejandra esta vez lo esperó en el parque. Fuera del hospital todo era como antes, sin dramas, sin intimidad. Se fueron enredando con los brazos. Hablaban cada vez menos, las bocas tardaban en separarse. Cuando se rozaron las lenguas, comenzaron los empujones con la pelvis, la búsqueda de algo palpitante, aún en la claridad de la tarde, desafiando el pudor, las reglas. Intentó convencerla de llevar esa desesperación al baño del hospital. Ella se negó, y él insistió, una y otra vez, como siempre lo hacía, hasta ganar por cansancio.
Cuando salieron del baño, tuvo la necesidad de conceder, se comprometió a comer con ella el sábado, olvidando el viaje. Estaría sola en la casa, le cocinaría.
El sexo con Alejandra era distinto, era tierno, estimulante. Muchas veces, cuando Milena se recostaba a su lado, ansiaba desaparecer. Sólo dejaba pasar el tiempo hasta poder hacerlo de nuevo, disfrutarlo, vaciarse.
Llegó a la facultad y pudo sentir en sus dedos el olor penetrante de Alejandra, dejó la mano suspendida en su rostro para embriagarse. Ese perfume le daba satisfacción, cierta sensación de trasgresión banal, de triunfo sobre Milena.
Estacionó bajo un árbol, a metros de la puerta. Estaba oscuro. Ella recién había salido, no podía verlo. Esperó que todos fueran abandonando la calle, que fuera quedando sola. Primero, con la ilusión de sorprenderla saludando con afecto a algún extraño, consintiendo bromas sugerentes. Después sólo era verla apretando las carpetas contra su pecho, con la impaciencia ganando sus movimientos, el frío haciéndola vulnerable. Cuando resignada comenzó a caminar hacia la calle, puso en marcha el auto y se acercó.
Fue cruzando las sombras de las casas, los túneles de los árboles, hasta llegar a la Circunvalación, para viajar hasta la chacra. No le habló, sólo dejó que la música ocupara el silencio para pensarse en otro lugar, con otra mujer, otra casa esperándolo.
Cenaron, esperaron que todos se acostaran y ahora, frente a la pantalla, Milena estaba inmóvil, atenta a las imágenes y las voces, con el cuerpo flácido, la mano derecha sobre su muslo; él no podía entender por qué esa mujer, tan fuerte y tan frágil, tenía que caer con el cuello contra la banqueta, ante el grito desesperado y vacío de Clint Eastwood, que corría sin llegar hasta ella en el silencio y los flashes que presagiaban algo siniestro, inesperado.
No le importaba la película, acaso era un mensaje complejo para él, o definitivamente sin sentido; lo que no podía concebir era esa escena, esa extraña costumbre de que todo tenía que girar hacia el dolor, hacia la muerte. No lo entendía, y se durmió.
Marcó el primer número de la casa de Alejandra. Ella estaría ennegreciendo sus manos con las papas, escuchando la voz áspera de Goyeneche; sin esperanzas ni convicciones, en la búsqueda del esfuerzo exacto para que todo saliera bien. Marcó el segundo número. Estaría en la ducha, con la cabeza bajo la lluvia, para que el agua caliente se llevara la imagen de su padre postrado, inconsciente. Cuarto número. Estaría saliendo en pantalones cortos y descalza, hacia el almacén de la esquina, para comprar el vino, Malbec. Colgó. Llamó un taxi y fue a buscar la camioneta al garage de su padre para viajar.
El teléfono móvil de Milena tenía una llamada perdida y un mensaje de voz. El número era el de su novio, pero la voz no. Lejana, compungida, extraña, le pedía que viajara urgente para Salta. Milena pensó en tantos kilómetros hechos por la ruta sin que pasara nada, tanto peligro alrededor de ellos, y sin embargo una soga, una trenza de tela que se desgarró con la roca, o simplemente se cortó porque sí, porque no aguantó el peso del cuerpo que estaba ahora tomando del aire pequeños sorbos, inconsciente de la esperanza que debía rodearlo para seguir, luchando -como decía el padre en el mensaje- para no dejarlos solos, para ser lo que siempre fue imposible y ahora era real, absolutamente real.
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