LECTURAS
Por Ivana Romero y Javier E. Núñez
La Muñeca
Por Ivana Romero*
Está sentada frente a mí, los bracitos con las palmas abiertas, las piernas de loza casi descoyuntadas a la altura de la rodilla. Es inquietante con su pelo fino y desmadejado. Tiene los ojos verdes vueltos sobre las cuencas. La muñeca parece destinada a mirarse sólo para adentro.
Sin embargo, su postura reserva un rastro de dignidad. Con la cabeza erguida de porcelana, es seguro que desciende de alguna estirpe francesa o alemana, porque desde el siglo XIX los franceses y alemanes se encargaron de modelar y pintar esas cabecitas por miles. Luego las enviaban en barcos hacia todo el mundo.
Si no es así, al menos estuvo alguna vez en la vidriera de Marilú Bragance, una casa de vestidos finos en calle Florida, a principios de mil novecientos. Su tapadito rojo desvaído podría ser de Marilú, faldones de terciopelo, cuellito de falso armiño.
Debajo del tapado, la muñeca está pelada como un carozo. Pero lleva unas bombachas domésticas de algodón claro. Le pregunto a mi abuela si ella las cosió. Me responde que claro, que faltaba más, que a quién se le ocurre una pobre muñeca sin calzones.
Mi abuela y sus padres vivían en el campo, cerca de un pueblo llamado Carreras, al sur de Santa Fe. Su única amiga era Hannah Meyer, la hija de unos alemanes que habitaban el campo vecino. Hannah era algo más chica, pero ejercía una rara fascinación sobre ella. Mi abuela se pasaba horas mirando cómo la niña destejía sus largos cabellos rubios bajo el cielo azul de la pampa. La niña tenía ojos azules también.
Sin ser muda, Hannah no hablaba. Pero solía cantar una canción para niños: "Ein Freund ist jemand, der dich gern hat/ Es kann ein Junge sein/ Es kann ein Mádchen sein/ Oder eine Katze,/ Oder ien Hund./ Ein Baum kann auch dein Freund sein;/ Hast du deiner gefunden?"
Cada tanto, la niña desaparecía por horas. Pero pronto sus padres se dieron cuenta de que sólo se trataba de un juego extraño. Hannah se escondía en los roperos y salía cuando su padre le susurraba "Hanni, mein Schatzi". A mi abuela, la palabra "Schatzi" le sonaba a chirlo inminente, pero el padre de Hannah le explicó que significa "tesoro" en alemán. También le explicó que la canción era un legado antiguo de la familia. Decía algo así como que todos tenemos un amigo que nos quiere, que puede ser un joven, una niña, un gato, un perro, e inclusive un árbol. La canción terminaba así: "¿Has encontrado tu amigo?"
Los únicos roperos que Hannah conocía eran el de su casa y el del dormitorio de mi abuela. Prefería este último, porque olía a vainilla y no a naftalina. También, porque estaba casi vacío, y parecía un cofrecito hecho a medida de su cuerpo menudo. En una de las tantas escapadas, el padre de Hannah le habló sobre el significado de la canción a mi abuela. No le había hablado antes, y no volvería a hacerlo. A mi abuela, el silencio espeso de Hannah -un silencio como de miel pura- le gustaba más que el de su padre. Era un silencio cargado de sugerencias.
Una vez, en la estación de trenes dejaron una encomienda a nombre de mi abuela. Venía de Buenos Aires. Su madre le explicó que se trataba de un regalo porque había cumplido doce años. Lo enviaba la dueña del campo donde vivían. Hasta entonces, a mi abuela no se le había ocurrido que ese lugar pudiese tener otros dueños. Nunca había dudado que esa tierra les pertenecía a sus padres, pues ellos cuidaban los maizales del granizo, la sequía y la langosta.
Adentro del paquete estaba la muñeca. Parecía una princesa que, por error, había aterrizado en un lugar agreste y lejano. Su cara era blanca y lustrosa. Tenía ojos de vidrio verde, de un brillo traslúcido como la savia.
Cuando Hannah la vio por primera vez, sentada en la cama de mi abuela, puso cara de espanto ante esa figurita que jugaba a tener algo de humanidad. Pero luego, cada tarde, llegaba hasta allí como quien peregrina a un santuario. Sacaba de entre sus bolsillos unos pastelitos de manzana, los desmenuzaba y los colocaba con delicadeza en la boca roja pintada sobre la porcelana, apretada con egoísmo. Hannah parecía no notar el desplante. Cantaba "Ein Freund ist jemand, der dich gern hat" y luego volvía a sus cosas, a desaparecer en el ropero, a desenredarse el pelo con los dedos bajo el cielo azul de la pampa.
Pronto mi abuela casi olvidó la existencia de la muñeca. De noche, buscaba entre las colchas migas de pasteles para comer. Se humedecía el dedo índice con saliva y lo apretaba contra el colchón. Así se le adherían pedacitos de hojaldre a la yema del dedo.
¿Pensaría la muñeca con nostalgia en su tierra natal? ¿Le consolarían los pastelitos de manzanas verdes? ¿Había decidido, quizás, que Hannah sería su verdadera dueña por bella, por rubia, por alemana, por rara?
El día que mi abuela tuvo su primer sangrado, se llevó un susto tremendo. A veces, su madre cortaba unos trapos blancos y limpios que ponía sobre una repisita del baño. Ante una pregunta de mi abuela, ella había respondido que eran para las heridas. Aunque no explicó para qué heridas, si ella jamás se cortaba nada aunque metiese el cuerpo dentro de yuyales llenos de alimañas. Pero mi abuela descubrió que su hermana mayor también tenía heridas; cada tanto usaba los trapitos de la repisa. Después los lavaba y tendía al sol.
La hermana mayor había tomado la costumbre de recostarse en la cama paterna con una bolsa de agua caliente sobre la panza. Se quejaba de dolores, y ella y su madre cuchicheaban tras la puerta. Les llegaba la luna cada mes, según decían.
Estos recuerdos se le mezclaron a mi abuela dentro de la cabeza, por un segundo, mientras corría a encerrarse a su pieza. Había estado en el patio pelando choclos, cuyas barbas le recordaban vagamente al pelo de Hannah, que estaba dentro del ropero de mi abuela, pasando el rato.
La mancha en el centro de la bombacha tenía el color de las ciruelas maduras, como sí dentro del cuerpo de mi abuela hubiese estado floreciendo un árbol secreto que ahora dejaba caer sus frutos. Cuando pensó eso, mi abuela se tranquilizó un poco, porque a fin de cuentas tener un árbol dentro es más o menos bonito, como tener una luna derramándose en el vientre.
Miró a la muñeca para buscar aprobación respecto de su idea. Pero la otra permaneció ajena, arrebujada dentro del saquito -que también era rojo aunque no rojo de ciruela madura, sino de flor capuchina bola de fuego-, protegiéndose de la impureza y el asco de una sangre que nunca conocería. Los ojos de la muñeca estaban verdes, pero secos.
Hannah abrió sutilmente la puerta del roperito, como quien despierta de un sueño pesado y aún ignora dónde comienza el borde de lo real. Miró a mi abuela, que parada en la habitación permanecía con las bombachas bajas, indefensa.
Salió del roperito en puntillas y tomó a la muñeca entre sus brazos. Le susurraba "mein Schatzi, meiner Puppe, mein Schatzi, meiner Puppe", para que la muñeca se adormeciera. Luego besó los labios tiesos y subió la mano con intención de acariciarlos, pero no lo hizo.
Hannah Meyer recorrió con sus dedos pequeños el contorno de las cuencas. Acarició una y otra vez los ojos de vidrio. Y, tras un instante de vacilación, los hundió hasta el fondo de la cabeza de porcelana.
*La autora nació en Firmat, provincia de Santa Fe, en 1976. Es licenciada en Comunicación Social, trabajó en distintos medios de Rosario y actualmente se desempeña como redactora de la revista Noticias.
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