LECTURAS
› Por Marcelo Britos
No podía pensar. En otra circunstancia, se hubiera dicho que la niebla dibujaba con capricho formas que bien podrían ser humanas, ruidos a los que el terror le daba origen. En otra circunstancia.
Una tarde, esa misma niebla, pared densa blanca impenetrable por la luz y la mirada, caía sobre su cuerpo en el camino que sus borceguíes marcaban con el paso. Fue en el bosque del liceo, y podía seguir caminando porque conocía el terreno, cada hueco imperceptible entre la grava, cada cordón que señalaba dónde vereda y dónde campo, como cuando chico despertaba en la madrugada y volvía del baño en la oscuridad, adivinando el filo de los muebles, las patas de las camas, los sargazos del día que aguardaban esparcidos por el parqué.
Serían así como los recordaba, verdes oscuros interminables, los pinos que solían desfilar apretados por la ventana de la barraca. Sería así el anhelo de sentir en la piel el frío de la atmósfera, después del toque de diana.
Por detrás de ese manto grisáceo, ahora, hundido en la trinchera, Felez presentía que nada era familiar: los montes circulares, la tierra congelada, las matas que arañaban las yemas y dejaban el rastro ingenuo de la sangre, el mismo que dejan los juegos infantiles en los revuelcos por los cardos. Las caídas del horizonte hacia otro abismo, un abismo que no podían acertar sin caer en él. Después el acantilado y el mar, el mar azul profundo y tinte, el océano que escondía en su inmensidad la presencia siniestra del invasor. Y peor aún. El día anterior a esa claridad ciega, los habían bañado de plomo desde ese frente que ahora llegaba hasta un metro de sus caras. Las trazantes nada revelaban, surgían del espacio, del paisaje, insectos luminosos y fugaces; sólo traían la certeza de ese terror. Si bien la noche había aplacado el ataque, horas después extrañaban esa furia, la extrañaban por la inquietud que provocaba el silencio, por la ansiedad que engorda el margen de las cosas que pueden suceder y no suceden. El roce del viento en la piedra, el chasquido de las gotas de agua nieve en esa misma piedra.
Estaba a cargo. El teniente Felez estaba a cargo del hombre que temblaba a su lado, al que había dado su propia comida cuando escuchaba el rugir de las tripas, al que había abrigado con su manta cuando le tocaba la guardia de la madrugada, aunque el frío no diferenciara las horas ni la luz. Estaba a cargo de dos trincheras más, tan húmedas y pequeñas como esa, a cargo de toda la línea que contenía una posición marcada con fibra en el mapa rodeado por el vapor del café, sobre una mesa de Puerto Argentino. Esa línea debía, a como de lugar, detener el abrazo enemigo que avanzaba en pinzas desde la costa, un abrazo voraz, de brazos vigorosos y calientes que latían dentro de los trajes térmicos. Esas eran sus órdenes, y el teniente Felez sentía una responsabilidad paterna y sagrada sobre esos hombres, pero no dudaba de su destino, ni de la suerte que correrían esas órdenes.
Abalos repetía, en el mismo pozo aquel temor por lo que escondía la niebla. También la había visto sobre otra imagen: flotando en la horcajadura de los cerros de la quebrada, cayendo en olas sobre el pucará.
Serían así las sonrisas de las cholitas cuando las cercaban las miradas en el comienzo del carnaval, perdiendo el rencor de los años, los pudores, las caras redibujadas por la harina y la chicha.
El frío lo apretaba, le pisaba los dedos de los pies, las manos, los muslos. Abalos se orinaba y era un problema. Podía hacerlo en un rincón de la trinchera, el rincón más alejado del teniente, que miraba hacia el frente con los binoculares. Pero debía desnudar las manos que apenas se entibiaban en los guantes, sacar el pene, desabrochar la bandolera que por los arrastres se había caído hasta la entrepierna, bajar el cierre con los dedos ateridos. Pensó en los colores, un contraste extraño en esa tierra gris: el rojo, el verde, las polleras, la arcilla. Oyó el lamento multiplicarse en el desierto, un desierto fresco y un sol engañoso, una mujer buscando el favor del viento para que se llevara al valle su música y la pena que se abrazaba a esa música. Escapó un pequeño puñado de orín; no lo pudo contener. Se avergonzó al principio, pero después, cuando el líquido cruzó su miembro hasta la tela, sintió alivio en ese calor y dejó que saliera todo. En el segundo del acto, ya decidido a no contenerse, lo desconcentró una digresión: después podría ser peor, después el orín podía congelarse sobre su ropa y su piel. Pero la duda se fue con el placer hasta la última gota; agua caliente en sus piernas, baño de agua caliente.
El frío es mental. La sensación de dolor que causa cualquier temperatura extrema del ambiente, es absolutamente controlable. El teniente reprende a Abalos porque tiembla y gime, le dice que se controle, lo hace con un grito ahogado y seco. Lo hace para alentarlo, para que focalice su esfuerzo en no sentir ese frío aparente que es sólo un engaño, un placebo para la debilidad y la haraganería de los hombres sin disciplina. El teniente cuando era un niño tenía un perro. Un bóxer que combinaba la ternura de un cachorro y la elegancia de su raza. Lo bañó en el piletón de la casa de campo, una mañana de invierno, los cabos incipientes del cultivo escarchados. El perro enfermó y hubo que gastar en veterinarios y llantos. A la mañana siguiente su padre lo obligó a desnudarse y a sumergirse hasta el cuello en el tanque australiano. No podía hablar. Sentía el corazón golpear hacia fuera del pecho, como si quisiera escaparse de algo que rondaba sus entrañas. No sentía nada desde su mentón tembloroso hacia abajo. Pero podía oír a su padre. Podía ver y oír la boca de su padre sobre el borde del tanque que le decía que no pensara en el frío, que el frío no existía.
Llegó la orden de dejar las trincheras. Era imperioso reunirse con la unidad en la retaguardia -la desesperación en la orden lo delataba-, dejar la seguridad precaria del pozo, el muro de barro que los escondía de la intemperie --como si el frío volara por encima de ellos y no se rezumara de la misma tierra, como si no se filtrara en los huesos como el cáncer-; era hora de exponer la carne al acecho del fuego enemigo. El teniente dudó. Hizo un esfuerzo impostado por creer que esa duda provenía de una sospecha de que había otro camino más digno. Retroceder es un acto de cobardía. Pelear hasta la muerte. Ver pasar, con los ojos nublados y vacilantes, las suelas de los borceguíes enemigos al otro lado de la línea. Imaginó el futuro en una ráfaga: nadie le diría nada, caminaría entre los demás, los que quizá también habían dejado una trinchera, cobijado en esa excusa que ya parecía legítima en el rumor de las tropas. La superioridad del enemigo, los cambios de estrategia que llegaban desde arriba. Miraba a Abalos temblando en un rincón, agachado, con los brazos extendidos por no poder recostarlos sobre las rodillas. La orden se repetía por la radio y urgía actuar. La niebla se iba disipando, nebulosa que manchaba el cielo del horizonte, los pedazos del fondo del cuadro que se quebraban abajo en la aridez del suelo.
En las siestas de la infancia, el teniente cerraba los ojos y planeaba: caía despacio por el borde de la cama, apoyaba la mano y se recostaba en el piso sin despertar a su padre, arrastraba su cuerpo frágil hasta la puerta de la habitación, seguía reptando hasta la luz débil del living y de allí hasta el patio. Cuando abría los ojos, aún estaba en la cama. Las piernas no se movían, un peso invisible sobre su cuerpo lo inmovilizaba. En la trinchera, con los ojos abiertos, el mismo peso lo empujaba nuevamente hacia el fondo de barro.
Se miró los brazos, la mano trémula abierta a nadie. Ya no sentía la entrepierna, el dolor que subía hasta su estómago le daba existencia a la otra mitad de su cuerpo. Se vio fuera de sí, caminando por una de las calles pendientes, saliendo de los pasillos oscuros que en el fondo guardaban el sol de la quebrada, encontrando al hombre sentado en la esquina, esperando con esa mano la limosna.
Serían así, como las recordaba, las calles de su pueblo. Guardarían un misterio y una nueva hora cuando era él quien las cruzaba entre los turistas que guardaban en las alforjas su imagen, la suya y la de los cerros, como si fuera parte latiente de ese paisaje, de esa historia banal y ajena.
La imagen del hombre pidiendo no había sido construida en esas islas al sur, era el hombre por el que una vez había preguntado en su ciudad. Solía pasar días y noches, sentado en la esquina que recibía a los que bajaban del cerro. Una mujer le contestó con la sabiduría de quien conoce la vida de todos:
La está esperando desde hace tiempo --dijo-, se emborracha a la mañana y la espera ahí sentado. Le han puesto monedas y empanadas en la mano y las deja caer a un costado; nadie sabe que es lo que pide. Yo sí lo sé, la está esperando.
Una tarde pasó por allí rumbo a la estación. El hombre no estaba. Había unas personas conversando junto a la esquina vacía, como si hubieran esperado todos esos años que el invasor se fuera para poder ocuparla. Preguntó a la misma mujer dónde estaba. Respondió. Se lo llevó. Quién se lo llevó. La estaba esperando y se lo llevó.
El teniente se acercó a Abalos y pudo percibir el hedor, aun con la nariz congelada. Se dejó caer junto a él y le dio un puntapié en las costillas. Si hubiera podido incorporarse lo habría pateado hasta matarlo. Sólo hay hombres y débiles. Había aprendido a diferenciarlos en el Liceo. Todos los mismos pantalones deportivos azules, las camisetas blancas, el cabello a ras del cráneo. Pero tras la uniformidad había quiénes se arrastraban sobre los charcos como si estuvieran chapuceando en un manantial, y los que lloraban para adentro, los que disimulaban las lágrimas en el agua estancada. Arroyo era el apellido. Tercer año. Todo estaba en la mirada, en las manchas rojizas que le invadían el cuello cuando le gritaban o cuando no podía escalar los muros y quedaba con el culo parado sobre la cornisa. Una noche llegaba de la guardia y descubrió camas vacías, entre ellas la de Arroyo. Escuchó un gorjeo que provenía del baño. Asomó su cara en silencio por detrás de la puerta y vio dos cuerpos blancos, parados, meciéndose contra los mingitorios. Lo estaban cogiendo. Hacían cola detrás del cadete que empujaban contra los azulejos. No recordaba la cara de excitación de sus compañeros, la de Arroyo; sólo a un hombre débil contra la pared.
Le ordenó que saliera de la trinchera. Lo empujó desde abajo, mientras oía el quejido, acaso por no poder mover los miembros entumecidos, o por no querer hacerlo. Abalos intentó, aterrado, volver a la trinchera. Sabía que no podía rogarle porque despertaría su ira, pero arrugaba los ojos y los pómulos, casi sollozando, mientras el teniente volvía a empujarlo hacia fuera con la culata del fusil. Quedó al borde del pozo, a merced del enemigo. El teniente lo miraba con el rabillo del ojo, pero su atención se fijaba en el frente, esperando el fogonazo o el humo. Gritó a las otras trincheras. Dio la orden. Los hombres emergieron de la tierra tambaleándose, pero tomando velocidad hacia el teniente.
Esperaban su guía, pero él los insultaba en murmullos y les señalaba la retaguardia para que corrieran hacia allí, mientras observaba con el binocular desde dónde vendrían los disparos
Abalos se desmoronó. Sus piernas se vencieron y su cintura fue llegando a las rodillas. Hizo fuerza para sacar más orín de su vejiga, reeditar la sensación de calor. Baño caliente. Nada respondía. Iba a sacar las tripas por la boca antes de lograr mover algo allí abajo. Ni siquiera la patada del teniente lo había estremecido, fue como recibir el golpe en la mochila o en el morral. Cuando caía de cara al suelo, sintió los brazos de sus camaradas que lo reconstruían en el aire y lo arrastraban lejos del frente.
Comenzó el viento, veloz, como si nunca hubiera parado. O acaso era una ráfaga que había logrado llegar hasta él, una más hábil o rebelde que giraba entre las demás, que envolvía el aire y se filtraba por las hendiduras del paisaje. Una luz total y débil lo rodeaba, una luz en la que podían brillar los mercurios como si fueran artificios. Sólo unos años atrás, junto a sus hermanos, se sentaban en el tapial que sobrevivía en las ruinas de una fábrica, un tapial que era también el límite del barrio industrial de Manchester, y desde allí veían esa misma luz y las otras más brillantes que comenzaban a sobrar en el alba. Sería así esa imagen que volvía ahora desde tan lejos a esas islas. Serían así todavía las palabras de esa hora, los colores de la noche y la violencia, la amargura refrescante de la cerveza.
Fijó el ojo en la mira. En la profundidad de su visión un movimiento la enrarecía. Unos hombres corrían hasta perderse tras una loma. Dos de ellos arrastraban a otro, se esforzaban con torpeza por alejarse, mirando hacia atrás, huyendo de un acecho que ni él ni ellos mismos comprendían. Descansó un segundo. Se despojó de la tentación de disparar y en cierta forma se creyó piadoso y magnánimo. Un movimiento más cercano lo crispó. Otro hombre surgió de la tierra y se puso en pie. Un hombre con la serenidad y la eficacia del mando, caminando hacia el mismo lugar. Había esperado pacientemente que el enemigo --él- revelara su posición. Nunca supo por qué había comprendido todo, esa duda sólo existió esa misma mañana para después perderse en el bullicio de la guerra. Lo encerró entre las líneas y lo siguió. Respiró con cada paso, con cada sube y baja de los hombros. La nube de astillas y humo. El derrumbe. Quedó el bulto junto a la trinchera. Eso tuvo vida, pensó, tan sólo hace unos segundos. Había un tiempo que iba a transcurrir hasta otros lugares, otros días. Ya no. Se acercó al cuerpo luego de caminar más de lo pensado. Agitado, se arrodilló. Revisó los bolsillos, el morral. Guardó unas hojas arrancadas de una libreta, con números y nombres. Miró a los costados, hacia todos los puntos cardinales, hacia un lado pensó en los confines del hielo, hacia otro en su hogar, sus flancos el mar y una tierra que desconocía, una tierra con sus barrios industriales y sus luces tristes, con la gente bebiendo y risas y palabras. Volvió a sus botas, al hielo que sobrevivía entre las pequeñas matas y las rocas. El viento volvió a rugir, y con ese rugido trajo también voces de otros rincones de las islas: quejidos, susurros que podían haber sido rezos. Luego, escuchó el silencio.
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