Domingo, 4 de marzo de 2012 | Hoy
Por Luciano Trangoni
Este relato comienza en un bar de calle Corrientes y Pellegrini.
Son las once de la mañana y en el bar hay dos viejos desayunando frente a una mesa y el café con leche les chorrea por las comisuras de los labios sin que puedan percatarse de ello. En otra mesa, más apartada, un hombre de lentes mastica una medialuna mientras lee el diario. En otra mesa, junto a la ventana que da a la calle, hay cinco hombres. Uno de ellos deja su placa sobre la mesa y desenfunda su pistola mientras los otros cuatro levantan las cejas y evitan mirarse a los ojos. Y hay una última mesa ocupada por dos hombres, en un rincón, junto a la pared donde cuelga una foto de Gardel.
Ahora ingresan al bar dos mujeres que se acercan a la barra y piden un vaso de agua.
-¿Viste esa cara? - dice uno de los dos hombres que está sentado bajo la imagen de Gardel.
-¿Cuál cara? -dice el otro. ¿La de la gorda?
-No, compadre, la cara de la vieja, que, dicho sea de paso, también es gorda.
-Sí, la vi. Era una cara grasosa.
-¿Graciosa?
-No, cabrón. Dije grasosa, de grasa. ¿Acaso estás sordo? ¿Qué tiene de graciosa esa cara gorda y vieja. Esos ojos perdidos que parecen acabar de abrirse luego de un prolongado letargo. Como si de pronto comprendiera que la derrota de su pueblo habría de multiplicarse en la eternidad?.
-Usted sí que es un poeta, compadre. No se le entiende una sola palabra.
-Ma' qué poeta ni poeta -dice el otro, si ya ni siquiera leo un puto libro.
Se acerca el mozo y les deja sobre la mesa un café y un cortado.
-¿Y cómo es eso de que ya no leés, compadre- dice uno.
-No levantes la voz, cabrón -dice el otro. Ya no leo y punto. Así de sencillo.
-¿Nada de nada?
-Nada de nada. Ni un solo libro en casa.
-¿Ni un librito de poesía siquiera?
-Ni un librito de poesía siquiera. Nada de nada.
-Me parece muy bien, compadre. Cuánto tiempo hace que te lo vengo advirtiendo: hay que cuidarse.
-Sí, tenías razón, hay que cuidarse.
-Claro que sí, compadre.
-Además, últimamente se me estaba haciendo muy difícil concentrarme. Imposible, casi. Yo quería concentrarme en la lectura y no podía. No podía concentrarme con tanto llanto de fondo.
-¿Llanto? No me vengas conque te está dando por llorar, compadre.
-No, a mí no. La que llora siempre es mi vecina.
-Ah, bueno, compadre, ahora sí que no te entiendo un carajo.
-Mi vecina. Mi vecina llora todo el tiempo. Llora a moco tendido o moco suelto, como dice mi suegra. Y yo puedo oírla todas las noches a través del tapial que nos separa.
-¿Y a vos qué te importa, pregunto, lo que le pasa a tu vecina?
-No es que me importe.
-¿Y entonces?
-Es que nunca soporté el llanto, las lágrimas.
-Espero que no te me estés volviendo marica, compadre.
-¿Qué estás diciendo, cabrón, no seas estúpido?
Ahora los dos revuelven el café como si se vieran en un espejo.
-¿Y por qué llora tu vecina, si es que se puede saber? -dice uno.
-No lo sé -dice el otro. Pero, además de llorar, pega unos gritos que se te ponen los pelos de punta.
-No me jodas, compadre.
-Es la pura verdad. ¿Por qué habría de mentirte?
El hombre que ha desenfundado su pistola en la mesa junto a la ventana, la carga y la descarga frente a los otros cuatro que lo miran con las cejas en alto. Ahora apunta a la cabeza de uno, ahora a la cabeza de otro, y luego a la cabeza de otro. Todos ríen aunque en el fondo sienten que se cagan encima.
-Quiero ir a tu casa, entonces -dice el que está sentado bajo la imagen de Gardel. Quiero oír ese llanto...
-¿Acaso te volviste loco? -dice el otro. ¿Desde cuándo disfrutás el sufrimiento ajeno?
-No lo disfruto, compadre. Nunca dije que lo disfrutara. Sólo me intriga el misterio.
-Acá no hay ningún misterio, cabrón. Sólo hay una mujer que llora con más vehemencia que el resto de los mortales, y eso es todo.
-Sin embargo quiero oírla.
-No sé.
-¿Qué es lo que no sabés?
-No sé si estoy de acuerdo con tu idea.
-Escucháme, si alguien llora tanto como vos decís que llora tu vecina, es porque necesita que alguien la escuche.
-Pero si yo la escucho, te estoy diciendo.
-Y yo también quiero escucharla, compadre. No sea terco, hágame caso.
-No sé.
-Esta noche voy a tu casa.
-No sé. Esta noche jugamos la final contra Holanda y quiero ver el partido. ¿Por qué no lo dejamos para otro día?
-¿Otro día? Creí que habías dicho que lloraba por la noche.
-Es una forma de decir, cabrón. Lo dejamos para otra noche.
-Como quieras, compadre, pero te advierto que te voy a hacer acordar de esto.
-No hay problema, cabrón -dice y tantea la billetera en el bolsillo trasero de su pantalón.
-No, no -dice el otro. Yo invito el café.
-Como quieras, cabrón.
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