Domingo, 6 de enero de 2013 | Hoy
Por Beatriz Actis
"Todo hombre es como el cónsul/ de alguna patria que lo ha olvidado".
Juan José Saer.
El automóvil recorría lento el malecón, el mar que destellaba a nuestro lado me pareció, a través de la ventanilla, de un verde irreal, demasiado luminoso.
-Aquí no se nada -me dijo-. Hay tiburones.
-¿Eres cubano? -pregunté al chofer, que hablaba una especie de dominicano exagerado.
-Hace cuatro años me vine para Santo Domingo, pero me queda el acento, todavía.
Era muy joven; no quise preguntarle cómo había sido la salida de su isla, motivo de conversación obligado con todos los cubanos que conocía. Me quedé pensando en su primera frase: el "no se nada" era de nadar y no de "no saber nada". Cambié de tema de modo repentino y pueril, llegábamos a mi hotel, pronto abandonaría el aire acondicionado del auto y enfrentaría el clima irrespirable de la calle al menos por un momento, antes de entrar de nuevo a un lugar con frío artificial.
-¿Cuál es el nombre de esta calle?
-30 de Mayo.
-¿Alguna fecha patria?
-El día que ajusticiaron a Trujillo.
Yo había estado investigando durante toda la mañana en la Biblioteca Nacional sobre Diego de Trujillo, hombre de Pizarro, tutor de los nietos de Atahualpa y autor de una relación sobre la Conquista en el Cuzco por encargo de Toledo, el virrey. Por supuesto, ahora hablábamos de Rafael Leónidas, el dictador, el Tigre del Caribe, nada menos. Bajé; me esperaba un breve rato de descanso en la habitación; después saldríamos hacia otra universidad para otra conferencia.
En Dominicana podía encontrarse la más detallada información sobre la Conquista de Indias, incluso la de Sudamérica, como en el caso de Trujillo y el Cuzco, aunque el centro de atención eran sin duda los Colón: Cristóbal, Diego y Bartolomé, quien la fundara con el nombre de Santo Domingo de Guzmán, primera ciudad de América.
A la casa de Diego Colón, el Alcázar, la habíamos visitado hacía apenas unas horas, por la tarde, en una recorrida por la ciudad colonial, junto al chofer cubano que ahora me traía de vuelta -entonces yo no sabía que era cubano, casi no hablaba- y que durante el paseo caminaba unos pasos detrás de nosotras, cuidándonos las espaldas, y a Daisy, la norteamericana dueña del colegio bilingüe que me había contratado para dar aquellas conferencias sobre el español en América en auditorios diversos de la capital y de dos o tres ciudades pequeñas de la isla.
La norteamericana había estudiado en Londres y juraba que en el 69 había estado en la calle enfrente de Apple, viendo el concierto de Los Beatles en la terraza -creí siempre que aquello había ocurrido en el 70.
En la escuela, a sus espaldas, la llamaban Eleanor Rigby (a simple vista no parecía ser, sin embargo, como en la canción, una persona solitaria).
Las maestras de inglés me lo habían contado y ella misma lo repitió ante mí; lo sabía y le divertía alimentar el mito dejándose nombrar en voz baja como el personaje de aquella canción famosa.
Describía "el tejado ventoso un día gris a la hora de comer" que todos habíamos visto en "Let it be" hasta el hartazgo, justo en lo alto del edificio del 3 de Saville Road, y sin embargo su relato, al escucharlo a pleno sol, en la siesta eterna del Caribe, me sumió en una nostalgia también gris de tiempos perdidos, de la cual aquel último concierto de Los Beatles, era, claro, la más acabada de las metáforas.
Durante el reciente paseo por la ciudad vieja también habíamos visitado la catedral y los museos, después nos sentamos a beber en una mesa en una ancha vereda que se extendía hacia una plaza arbolada (Eleanor Rigby relató que ese hábito era herencia de los franceses, contagiado de Haití, ya que había un pasado común de invasiones y cruces de frontera entre los dos países que ocupaban la isla).
Hacia arriba, observamos los balcones coloniales con rejas y macetas cubiertas de flores; hacia abajo, las tapas de las alcantarillas que todavía llevaban inscripto el nombre de Ciudad Trujillo desde hacía seis, casi siete décadas.
La ciudad que había sido de Trujillo se adormecía ahora bajo la luz malevolente de la tarde: para seguir recurriendo a los ingleses, recordé a Graham Greene y a aquellas novelas con personajes atrapados o al menos desorientados en Haití, en México, en Panamá o en Cuba.
Tomé una copita de licor.
A la mesa se acercaban vendedores de absolutamente todo: piedras semipreciosas, maracas, café, guayaberas bordadas, hamacas con los colores de la bandera dominicana, petacas de ron.
Me llamaron la atención unas máscaras de carnaval: algunas representaban la vida y la muerte, otras la esclavitud, otras el infierno.
Eleanor contó que los porteros de su escuela se disfrazaban en febrero de "roba la gallina", una tradición nacida como castigo a los ladrones de gallinas, que eran cubiertos de brea y de plumas y paseados como escarmiento por toda la ciudad.
En carnaval, el "roba la gallina" era un hombre vestido de mujer al que lo seguía un grupo detrás haciéndole el coro, mientras desfilaba por las calles y pedía regalos o propinas a los transeúntes y a los dueños de los negocios por los que atravesaba en su marcha.
Eleanor narró después que la gente en la calle de Londres, aquel mediodía, miraba hipnotizada para arriba y muchos se subían a los tejados de los edificios vecinos al de Apple para ver el concierto mejor, y que al final la policía los desalojó a todos, a los apostados en la calle y a los trepados a los edificios, por el escándalo.
Su relato iba y venía de Londres a Ciudad Trujillo con naturalidad, porque sí no más.
Un ciego se acercó ofreciendo unos cigarritos rústicos.
Eleanor contó que Balaguer, heredero de Trujillo, en sus últimos años -murió casi a los cien- estuvo sumido en la ceguera y aun en la sordera, y gobernó el país en el esplendor de su decrepitud, hasta hacía algunos pocos años.
Había inaugurado un monumento en memoria de Colón que era el sueño inconcluso de Trujillo, a modo de faro gigantesco que por la noche iluminaba con sus luces láser el cielo de Santo Domingo y en donde descansaban -decían- los restos del almirante ("Desgraciado almirante", escribió Darío, siempre leía yo aquella poesía ante los alumnos en mis clases de español).
Pregunté a Eleonor Rigby, llamándola Daisy, esa misma tarde, cómo es que había venido a vivir a la isla.
Contó que formaba parte de los Cuerpos de Paz norteamericanos (¿antes o después del concierto en los tejados de Apple? No me pareció cortés, no sé bien por qué, preguntárselo) en una comunidad rural -dijo su nombre, no lo recuerdo- y que allí había conocido a Carlos Bienvenido, un director de escuela que se convertiría con el tiempo en su marido.
Habían tenido tres hijos dominicanos, habían fundado juntos en años posteriores la escuela bilingüe de Santo Domingo, progresaron, compraron incluso un rancho en las afueras, Carlos Bienvenido había muerto después, demasiado joven, de una enfermedad cardíaca repentina.
Eleanor hablaba mientras sorbía una bebida fría con naranjas y leche que ante el mozo del bar había llamado: "Morir soñando".
Después comenzó a preguntarme por caballos -"caballos de las pampas argentinas", dijo-. Ella había nacido en Iowa, en una granja, rodeada de animales, y ahora junto a su hijo mayor -el más parecido a su padre- criaba caballos en el rancho, camino a Boca Chica.
Poco sabía yo sobre caballos criollos, arriesgué algo sobre el polo y el turf, como ideas seleccionadas caprichosamente entre mis recuerdos o entre mis escasos saberes, casi al azar, y ella contó que criaban, en cambio, caballos de paso.
Recordé con una vaga melancolía la infancia pasada en un pueblo de campo que, por lo visto, poco me había enseñado sobre animales.
Fuimos caminando por la calle empedrada hasta la ribera del río Ozama, entramos a La Casa del Ambar para probarnos anillos y pulseras que por supuesto no compré, las empleadas de un negocio de regalos para turistas gritaban piropos al joven chofer, que avergonzado caminaba con la cabeza baja y apenas las miraba, como huyendo, apenas espiando, ajeno al parecer a la idea de que lo cortejasen en público, ¿no sería así acaso en la mismísima Habana Vieja?, pienso ahora cuando conozco su origen.
Debí haberle preguntado a Eleanor Rigby no sólo por qué vino a vivir a la isla sino por qué, muerto su marido, definitivamente se había quedado aquí, como varada: el chofer -el cortejado-, las maestras de su escuela, los vendedores, los mozos, todos seguían tratándola como a una extranjera (aunque hay gente -lo sé, como nosotros- que siempre estaremos de paso).
El chofer se apoyó contra una baranda, de cara al río, a pasos escasos de nosotras.
La norteamericana y yo, en cambio, nos sentamos en la escalinata del Alcázar, de cara a la ciudad. Me dijo:
-A veces extraño a Carlos Bienvenido de un modo que a los otros -incluso a mis hijos- les parece exagerado. Quizás crean que es poco natural que no me acostumbre a su muerte.
Me sorprendí por sus palabras y después sonreí compasiva, como un gesto de consideración ante sus confesiones.
Concluyó:
-Recordarlo me da un dolor?.
Pensé: "Insoportable".
El viento que venía del río nos despeinaba apenas en medio del calor de la calle, bajo aquel cielo enmudecido de repente.
Tararée sin pensar: "All the lonely people/ Where do they all come from?/ All the lonely people/ Where do they all belong?".
Daisy le hizo señas al chofer para que fuera a buscar el auto y nos llevara de vuelta, a ella, primero, hasta la escuela y a mí, después, al hotel: terminaba el paseo y con él, la oportunidad de revelarnos algunos secretos.
Los tres nos alejaríamos de allí -del pasado propio, del pasado de la ciudad- y nos iríamos acercando al mar con sus destellos, heridos por alguna nostalgia, casi en silencio, por la avenida del Malecón.
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