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Domingo, 16 de noviembre de 2014

LECTURAS › ROSARIO/12 ANTICIPA EL PRIMER CAPíTULO DEL LIBRO SOBRE FONTANARROSA.

El negrito

El Jefe de Redacción de Rosario/12, Horacio Vargas escribió el negro Fontanarrosa (la biografía), cuya producción periodística demandó más de un año, con entrevistas a Joan Manuel Serrat, Crist, Daniel Divinsky, Daniel Rabinovich, Daniel Samper, Jorge Valdano y la Mesa de los Galanes, entre tantos otros. Este jueves, el libro publicado por Homo Sapiens se presenta a las 19.30 en el Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, San Juan y San Martín, con la participación del biógrafo oficial (que lo parió) y tres amigos entrañables del biografiado: Ricardo Centurión, Colorado Vázquez y Rafael Ielpi.

 Por Horacio Vargas

El apodo lo acompañó desde su más tierna edad. Propios y extraños lo llamaban por el seudónimo que remite a moreno, negruzco, atezado, renegrido pero también a esos perros que no tienen raza. Tuvo un perro real que se llamaba Hugo (por su amado Pratt) y tuvo otro, más popular, que se llamó Mendieta. Él era el negro Fontanarrosa, con la n inicial del alias en minúscula, subvirtiendo la regla ortográfica. Así firmaba sus cartas, sus autógrafos, sus correos electrónicos o cuando se identificaba por teléfono.

Nació el 26 de noviembre de 1944 en una maternidad que estaba a la vuelta de la esquina donde vivía la familia, en Catamarca 1421, a cinco cuadras de Córdoba, la calle principal, cuando no era peatonal, y cuando el centro no era el centro de hoy. Sus padres, Roberto Fontanarrosa Voelklein y Rosa Lac Prugent decidieron ponerle de nombre Roberto Alfredo. "Mis dos hijos nacieron un domingo", dijo la madre, como una revelación, al recordar que otro domingo pero de 1942 nació Perla, la primogénita. Otros domingos pero de fútbol serían especiales para él.

Berto y Rosita -como se los conocía a sus padres- eran dos jóvenes basquetbolistas rosarinos que se conocieron, obviamente, en una cancha de básquet: en el club Huracán, muy cerca de donde vivirían. Cuando se casaron ella tenía 20, él 27.

Roberto Alfredo vivió toda su infancia y adolescencia en el 2° piso, departamento L, de Catamarca y Corrientes, en el edificio Dominicis, con ascensor Otis con su clásica puerta de pequeñas rejas, que aún se preserva al ser declarado de valor patrimonial. En una Rosario más barrial, más pequeña, creció sin ver el río Paraná aunque estaba a pocas cuadras de su vivienda pero los altos paredones del ferrocarril y el puerto lo impedían. Las noticias del mundo llegaban tarde. En ese mundo acotado creció.

La enorme terraza del edificio era naturalmente la zona de juegos en conjunto, fundamentalmente de fútbol y fiesta de cumpleaños. Aún hoy puede percibirse el vidrio roto en un viejo ventanal que comunica con la terraza. Los memoriosos dicen que fue obra de un pelotazo del chico para desviar, con vehemencia, el avance contrario.

"La barrera", un breve cuento incluido en su primer libro Los trenes matan a los autos, da cuenta de ese tiempo:

(...) para que ese fulbo describa una rara comba sobre la cabeza de los asombrados defensores, sobre el despeinado pirincho del helecho de la segunda maceta y se cuele entre el travesaño, el poste, el postrer manotazo de la lata de aceite Cocinero que se ha lucido hasta el momento. ¡Tiró Tornino...! y... se hizo mimbre en el aire el arquero ante el latigazo insólito de curva inesperada y con la punta de los dos dedos allá voló la lata a la mierda, carajo que ladra el Negro, sí mamá... sí la guardo... está bien... pero mirá vos cómo la viene a sacar este guacho".

Los Fontanarrosa eran de clase media. Aunque los tiempos eran difíciles, vivían sin sobresaltos. Tampoco sobrababa nada. Su padre vendía seguros de vida. No tenía una gran vocación de sacrificio, pero tampoco una codicia económica en una época donde la ambición no era una virtud si no un pecado capital. Su madre cumplía con el mandato de ama de casa, mientras Berto, siempre trajeado, muy dado socialmente, animador de fiestas, muy ocurrente, que impresionaba por su físico grandote, de ojos azules, era más distante con sus hijos.

"Mi papá era un tipo muy de club, cuando dejó de jugar hizo el curso de director técnico, fue entrenador de varios equipos de basquet de Rosario, vistió la camiseta argentina", recuerda Perla, quien remarca que hubo tíos que fueron también basquetbolistas. Berto jugó en Huracán, jugaba muy bien, era full-back, en una época en que los partidos terminaban 12 a 8 y se sacaba del medio cada vez que había un tanto. Se jugaba a cancha llena, en barrios difíciles, con el público que gritaba a centímetros de los jugadores, apenas separados por una valla endeble. Luego fue entrenador de Velocidad y Resistencia, Sportivo América, Gimnasia y Esgrima, todos de Rosario, y Alba Argentina de Maciel.

El negro tenía pocas fotos de su padre basquetbolista. Hay dos, integrando la formación de dos equipos, colgadas en una de las paredes de su estudio en el departamento que compartió con su última mujer, y otra haciendo dribling ante un adversario. Puede observarse los parejos que eran los jugadores en altura. Su padre era apenas un poco más alto que él. O casi tan bajo como él. No como ahora que el básquet se ha convertido en un deporte para gigantes. Intentó influenciar al hijo para que siguiera su camino, lo quiso hacer probar en alguno de los clubes de la ciudad. Pero el pibe -apenas medía 1,52 metros- se plantó y le dijo que lo suyo era el fútbol. Y Berto lo aceptó y aunque no era un apasionado hincha de fútbol, estaba más cerca de Central que de Ñuls, los rivales tradicionales en Rosario. Tal vez tuvo que ver con que fuera un "peronista emocional". Su madre también era "canaya", como la mayoría de los tíos. En esos tiempos Central era el equipo del pueblo y Ñuls, de las clases acomodadas. Haberse hecho hincha de Central fue, en definitiva, un proceso natural.

El negrito -como lo llamaba su madre- era extremadamente tímido y su hermana todo lo contrario. Se llevaban bien pero no compartían los juegos. Los niños de los años 50 jugaban a los soldaditos de plomo, coleccionaban botones a los que se les ponían nombre de jugadores de fútbol listos para el torneo de fútbol imaginado. "Nos llevábamos bien, cada uno tenía sus relaciones, sus actividades, no éramos hermanos pegoteados", enfatiza Perla. Tampoco se parecían a sus padres. Un Berto extrovertido y una Rosita alegre. "No heredamos esos rasgos, al contrario somos melancólicos", apuntó.

La abuela Alicia Woelklein, la madre de Berto, vivía con ellos. El dormía en la sala comedor y su hermana con la abuela. Perla recuerda haberse despertado más de una vez, de madrugada, abruptamente, cada vez que la anciana exclamaba que le dolía el pecho: "Yo creía que se moría. Para una criatura es difícil de olvidar". Cuando tenía 10 años, Roberto, por su sola condición de niño tranquilo, tenía permitido jugar a la hora de la siesta. Entonces, se las ingeniaba para jugar en el patio con sus soldaditos de plomo, imaginar guerras, simular explosiones. Un día se le rompió la cabeza de un soldadito, juguete ya maltrecho de tantas guerras perdidas y ganadas. Además el pegalotodo ya no podía solucionarlo todo. Tomó la decisión de incinerarlo. El funeral consistió en meterlo dentro de un tarro de aluminio. Fue a buscar la caja de fósforo a la cocina y regresó al patio a cumplir con el ritual. Pero como había viento, la llama se apagaba rápidamente. Entonces decidió que fuera el vestíbulo el lugar de entierro. Al principio costó que la llama tomara altura, pero inesperadamente el fuego tomó una cortina hermosa, al croché, como de piolín, hilada, con flecos, que la abuela Alicia tanto quería. El nieto huyó despavorido, el griterío se hizo terrible en el edificio, la abuela se despertó sobresaltada de la siesta. "¿Qué pasa?", preguntó Alicia.

-"¡Mis muebles!", alcanzó a gritar la abuela cuando vio el fuego en el vestíbulo y cayó muerta de un infarto.

"Mi hermano quedó mal, sentía que se había mandado una macana", recuerda Perla. Para él todo se hubiera arreglado con un sifón de soda, un balde de agua y chau, pero cundió el pánico. Por mucho tiempo tuvo miedo a la noche y al fuego. En esa época, los niños buenos no iban a los psicoanalistas.

Si la introspección y la timidez son el común denominador de los humoristas, Fontanarrosa no fue una excepción. No se atrevía, por ejemplo, a entrar a un kiosco a comprar caramelos. Su inseguridad era tan grande que recién estuvo tranquilo cuando vio que había algo que hacía bien: dibujar. Si el dibujo es una de las primeras expresiones de una persona, a cualquier pibe que se le da una tiza, un pedazo de carbón, dibuja, garabatea, antes de hablar, antes de escribir. Para él fue algo natural hacer dibujos pequeños en un cuaderno o en hojas sueltas, que guardaba en una caja de zapatos. Su primer entretenimiento fueron las revistas de historietas, y del gusto por leer pasó a recrear sus propias historias.

No recuerdo una época mía que no haya dibujado.

La primera historieta que copió fue "Pepe Dinamita", que publicaba la revista El Tony, de un extraordinario dibujante norteamericano: Roy Crane. Se pasó una siesta copiando prolijamente el estilo Crane. Mucho tiempo después supo que era un verdadero maestro de la historieta mundial. Le llamó la atención el estilo expresivo que tenía, a medio camino entre lo serio y lo humorístico.

Lo que a mí me asombraba eran los ojos de Dinamita. No eran de esos ojos con párpados, pupilas y pestañas que todos habíamos aprendido en Harold Foster (el primer dibujante de Tarzán y luego del Príncipe Valiente). No. Eran dos puntitos que, con el temor o la sorpresa, se alargaban o contraían.

También copiaba a "Johnny Hazard" de Frank Robbins, otro yanqui que hacía una historieta de aventuras al estilo Indiana Jones. Era un dibujo simple, limpio y caricaturesco.

"Otro que me tenía loco. Metía los negros sin lástima. Hay que ver que Robbins trabajaba a pincel y no ahorraba disgustos a la Pelikan. Le daba duro a las arrugas de la ropa. No era fácil ni para copiar. Y siempre las figuras blancas sobre el negro y las oscuras sobre el blanco. Y cómo dibujaba los aviones. Casi como Crane. No eran réplicas. No era dibujo técnico. Tenían gracia".

Todo eso lo empujó definitivamente hacia el dibujo en una familia donde no había un estímulo cercano. Devoraba las revistas Rayo Rojo, Puño Fuerte y Misterix -que religiosamente compraba todos los miércoles en el kiosco del barrio- pero también leía Patoruzito y Rico Tipo. Hasta que aparecen en la Argentina Hora Cero y Frontera, fundadas por Héctor Germán Oesterheld, uno de los grandes guionistas argentinos, donde presenta un nuevo tipo de historieta: los malos no eran tan malos y los buenos no eran tan buenos. Pero también fueron parte del hito de la historieta, un grupo de dibujantes, donde sobresalía, el italiano radicado en el país Hugo Pratt -el maestro, una influencia decisiva en la historieta argentina de los años 50, creador del Corto Maltés, Sargento Kirk y Ernie Pike-, tanto como Alberto Breccia. Descubre que había otra forma de narrar, de escribir, empieza a tener puntos de referencias, donde ya no se podían leer las cosas tan lineales.

"Como notable creador de oficio, hecho en la fragua semanal de los medios masivos, Oesterheld fue un narrador que entró en la literatura por la puerta de servicio: el cuento infantil, el relato de aventuras y la ciencia ficción vehiculizada a través de la historieta. No es necesario decir que Fontanarrosa -con otra modulación, centrada en el humorismo- pertenece a la misma raza de creadores", escribió Juan Sasturain.

Lamentablemente no han quedado vestigios de las primeras historietas que yo perpetrara, unos larguísimos combates entre dos espadachines, dos monigotes en verdad, que sólo se diferenciaban por tener uno un sombrero negro y el otro un sombrero blanco. Eran historietas que transcurrían mudas, en silencio, como cuadra a dos duelistas de honor y a un dibujante que, tal vez, aún no había aprendido a escribir demasiado bien.

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Fontanarrosa empuñando un revólver en la terraza de su casa.
 
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