LECTURAS
La única opción
Por Rodolfo Aicardi
Cap. 12Febrero de 1998.
Voy a explicar al señor lector algunas alternativas que se me ocurrieron y por qué las deseché.
Podría haber ido a una pensión que, a lo sumo, me saldría treinta pesos por mes. Pero escuchaba a don Luis hablar sobre la pensión que él tenía, y realmente, esos lugares son una bolsa de gatos. Además, cuando uno se demoraba en el pago, se cierra con candado la pieza con todas las pertenencias del moroso adentro.
Por otra parte para mí, muy sensible a los afectos, el grupo humano del geriátrico ya era como mi familia.
Por otra parte, podría haber comprado un salón de ventas pero ¿dónde viviría? O, a la inversa, comprarme un departamentito de pasillo pero de qué trabajaría...
Elegí la única alternativa que me quedaba: pagar el geriátrico todos los meses y tratar de disfrutar del dinero que me iba quedando.
Los domingos, por ejemplo, en el geriátrico servían fideos con salsa, yo le decía a Angélica: "Mire, voy a comer afuera. No me sirva los fideos". Angélica, siempre con la dentadura móvil, asentía. Era una liberación, era como volver a épocas muy buenas de mi vida. Comía una parrillada en el club Sportivo América que queda en Tucumán entre Oroño y Balcarce. Era tenedor libre, la ensalada no se cobraba y la parrillada consistía en achuras, costilla y patas de pollo. Se servía con la parrillita en la mesa. Tomaba un tres cuartos tinto que se llamaba Cruz del Sur. Cerraba con el postre de mi predilección: duraznos al natural con crema chantilly y, por último, café. Todo me salía doce pesos. Luego, caminaba hasta el parque Urquiza y me tiraba en el pasto.
Tenía un almanaque de bolsillo, lo miraba y siempre me decía a mí mismo: "No llego al 2000".
Cap 13Seguía corriendo 1998.
A la noche, después de cenar me iba al parque Independencia a ver las aguas danzantes. El ambiente era muy familiar. Matrimonios, chicos, todos mirando el espectáculo. Lo que me impresionaba, más que las aguas en sí, era la música y la potencia con que salía al aire.
Quiero aclarar al señor lector que logré que don Luis me diera la llave de la puerta del geriátrico y le hice una copia. De esta manera, me manejaba con total independencia. Salía y entraba cuando quería. Es por este motivo que podía ir a ver las aguas por la noche.
Por esa época, había comprado en Musimundo, cerquita de Sport 78 (la disquería ya no está más, creo que ahora hay una zapatería) un walkman marca Sony con enganche para llevar en la cintura. Los cassettes los compraba muy baratos en la Shell de Córdoba y Oroño. Había un bol de plástico lleno. Yo revolvía y elegía la música que a mí me gustaba, principalmente temas de películas, me acuerdo de una: "La misión". Es impresionante, vi la película.
Había un pequeño problema: otros temas estaban en cd. Don Luis tenía en su casa un equipo en el que podía grabar de cd a cassette. Le dije: Luis, ¿me podés hacer la gauchada de grabarme algunos cd que compré? Accedió.
Compré un cd de mi músico preferido, Julio Cobos, director de orquesta de nacionalidad española. El tema principal, o, mejor dicho, todo el cd, se llama: Caballos blancos.
Mancini me los grababa pero se tomaba su tiempo. Por ahí, una semana...
Con mi equipito musical de excelente calidad, tenía radio AM y FM, me iba al bar Savoy de Urquiza y San Martín (que lamentablemente luego cerraría sus puertas, sé que reabrió recientemente). Todas las mañanas me sentaba en la misma mesa que daba a Urquiza. Me tomaba un cortadito con dos medialunas de Nuria.
Me atendía Flavia, una pendeja flaquita, muy atenta y re simpática. Tal era su atención para conmigo que una mañana, sería más o menos las 8, se acerca a la mesa y me dice: "Mire, Rodolfo, las medialunas todavía no han llegado. Cuando lleguen, le traigo el cortadito y todo junto porque si no, se le va a enfriar". Yo sólo le contesté: "Manejálo vos, Flavia, muchas gracias".
Algunas veces, me sacaba los auriculares y se los colocaba a ella para que escuchara la música de Julio Cobos. ¡Genio!
El Sony lo pagué cincuenta y ocho pesos. Lo tuve que vender, cuando vino la época de las vacas flacas con las pilas y El dólar marcado, cassette que estaba escuchando por esos días.
Con esos doce pesos pude comer un mediodía. Comí, sí, pero lagrimeé por haber perdido mi querido walkman.
Señor lector, estos son los giros de la vida, mi vida.
Cap. 22Sabía perfectamente lo que me esperaba: la calle. Pero prefería la calle antes que morir.
Esto sucedió a fines de marzo de 2000. Recién empezaba el otoño.
Cómo saber hasta dónde iría por el camino que había conscientemente elegido.
Mi mayor preocupación, casi vital, era cómo alimentarme; no tenía un peso, sólo lo puesto.
Se acercaba la peor parte, inesperadamente, del infierno que venía viviendo desde 1993. Comencé a pedir pan, aunque fuera duro, en las panaderías Carola (de Laprida y San Luis) y La Recova (Laprida y Rioja).
Yo seguía bien vestido, así que me presentaba a pedir pan como un señor. Además, con mucha educación.
La barba comenzó a crecerme.
Llevaba un encendedor en el bolsillo del jean. Había leído en el libro "Nicolás y Alejandra" que el zar Nicolás II se arreglaba la barba quemando los pelos que crecían demasiado.
Cuando ya estaba con barba, me iba al baño del patio de comidas del Shopping Palace Garden y usaba el espejo para hacer lo mismo que el zar de todas las Rusias. Me quedaba más o menos prolija.
Comencé a pedir también algunas monedas a la gente (el rosarino es muy generoso, lo comprobé personalmente) para comprarme una pequeña toalla y un jabón.
Yo, cuando chico, había sido socio del Club Provincial, por lo tanto, sabía dónde quedaba el vestuario donde se encontraban las duchas.
Iba al Provincial dos veces por semana y por la mañana ya que en este momento sólo se encontraba una mujer que limpiaba los pisos. Sin llamar mucho la atención, cruzaba el gran salón, tomaba a la izquierda, subía las escaleras y en el segundo piso entraba al vestuario para pegarme una buena ducha caliente. Nunca olí mal. Seguía esta rutina durmiendo donde podía y como podía. Dormía mal. Cuando comenzó a apretar el frío (a mediados de mayo), con el pan tomaba un vaso de agua con bastante azúcar para darme energía y calor. Todo esto lo pedía en cualquier bar de la peatonal.
Además del jean, tenía las Topper y una camisa azul que hacía juego con un pulóver negro.
Al camperón Christian Dior me lo habían robado en el crotario.
El frío cada vez se hacía sentir más, obviamente, a medida que se acercaba el mes de junio. Generalmente, caminaba mucho, para estirar los músculos y darme calor. Iba del centro a Alberdi o a la zona de la terminal de ómnibus donde descubrí dos lugares con calefacción: un putero que estaba por Santa Fe, entre Cafferatta y San Nicolás; el otro, un lugar donde iban sólo hombres para charlar con las minas que trabajaban ahí.
En el primero, recuerdo muy bien, había pendejas en bombacha y corpiño. Era tal la oscuridad del lugar que apenas uno se veía la mano puesta frente a la cara. La iluminación provenía de la fonola. Para quedarse en ese piringundín había que consumir al menos una coca que, en aquel entonces, salía cinco pesos. Yo me hacía el pelotudo, no tenía un mango pero iba todas las noches para calentarme un poquito con la calefacción. Se estaba de bien ahí. En el otro lugar, en la esquina de Constitución y Urquiza (supongo que todavía estará), también había mujeres. Eran mayores sin ser viejas. La música, en un minicomponente era la que me gusta a mí: tranqui.
Le expliqué al señor que regenteaba el lugar mi problema y que necesitaba calefacción. Me dijo: "Amigo, no se haga problema, venga nomás, un cortadito siempre va a tener. Invitación de la casa". Por supuesto, todas las noches caía por el lugar.
Por esa época, se me había dado la onda director de orquesta. Con el índice de la mano derecha, o con un sorbete, seguía como dirigiendo los instrumentos de los diferentes temas musicales. Ya este don me había nacido en el geriátrico cuando aun tenía el walkman. Una noche, hice lo mismo con muchos temas que sonaban en el minicomponente. Al final de la noche, se me acerca una de las mujeres que trabajaban ahí, muy tetuda, de unos cuarenta años, rubia, de ojos celestes, bien morruda; bueno, se me acerca y me da un piquito y me dice con voz muy sensual: "Gracias, maestro". Quedé paralizado. Fue la última vez que una mujer me besó en la boca.
Llegó un momento, sería ya pleno junio de 2000, en que necesité comer bien y tomar algo caliente. Todos con tapados o sobretodos, con bufandas y algunos con guantes. Yo, de pulóver y camisita.
El problema de la falta de dinero, ya no me importaba. Pensé: "El fin justifica los medios". ¡Le pegué para adelante, carajo!
El primer lugar fue un restaurant frente a la terminal de ómnibus por Santa Fe. Me senté a la mesa, viene el mozo, me dice amablemente "¿Qué va a cenar, señor?" Le contesté tranquilo: "Fideos con salsa y pan, por favor". Me vuelve a preguntar: "¿De beber, señor?" Contesto cortésmente: "Una coca, gracias". Devoré el plato de fideos, la salsa estaba riquísima inclusive con un trozo de carne estofada. Mojé el pan... El plato quedó que brillaba. Me tomé la coca. Viene nuevamente el mozo y me pregunta esta vez: "¿Algo de postre, señor?" "No, nada, sólo un cortadito, gracias". Tomé el cortadito despacito, saboreándolo bien. Venía lo peor: pagar.
El mozo vuelve por tercera vez y me entrega la adición. La puerta para escapar estaba un poco lejos de mi mesa. Me hice un ratito el pelotudo. Viene el mozo nuevamente y ya medio impaciente, me pregunta: "¿Va a retirarse, señor? Si es así, ¿podría tener la amabilidad de pagar la cuenta?" Tajantemente y sin muestras de miedo, le respondí: "Mire, pasa algo, no tengo dinero". Ahí nomás terminó tanta amabilidad por parte del mozo. Me gritó: "Si no tiene plata, cómo se sienta a comer, caradura" y me echó agregando: "Si vuelve por acá, hago llamar a la policía, raje!". Salí apresurado del restaurant. Objetivo cumplido: comí después de meses de estar a pan y agua con azúcar. Me sentía muy bien. El frío en mi cuerpo casi había desaparecido.
Pasé unos días pidiendo pan, sobre todo en La Recova, porque el pan es riquísimo y la empleada, una pendeja flaquita, ya me conocía y ya sabía a qué se debía mi presencia en la panadería. La saludaba diciéndole: "Buenos días, ¿cómo te va?". Sin responderme y sonriendo me daba dos panes. Con ese "desayuno" me iba hasta la plaza 25 de Mayo, frente a la intendencia y al palacio de correos. Allí, como un hambriento, devoraba los dos panes.
Bueno, señor lector, la cosa siguió así en diferentes restaurants. En algunos me pegaron, en los más, llamaban a la policía. En la cana, estaba unas horas y me largaban.
No abusé de este método de comer bien sin pagar. Después, entre uno y otro lugar de comidas, volvía al pan y al agua con azúcar. Mi piel ya volvía a tener un color más rosado, mi metabolismo se había regularizado y, sobre todo, no sentía tanto frío.
El 10 de julio de 2000 (esa fecha figuraría en el prontuario que me harían en la jefatura de policía) caminaba por calle San Luis, doblo por Corrientes y entro a la cortada Ricardone. ¡Qué veo! Un Ford Fiesta, nuevito, color rojo (mi color preferido), mal estacionado; allí hay que estacionar a cuarenta y cinco grados. El Ford Fiesta estaba paralelo al cordón. Me acerco para observarlo. La llave puesta y la ventanilla del conductor, baja. A pesar de que el cuidador estaba a metros, toco la manija de la puerta y se abre. Sin pensarlo un minuto, subí, lo puse en marcha y en reversa, salí rápidamente por Corrientes. Puse un cd en la compactera, doblé por Santa Fe, tomé Ovidio Lagos, luego Córdoba y seguí nomás por otras calles hasta el aeropuerto de Fisherton. Estacioné.
Bajé para caminar por los aledáneos del aeropuerto.
Vuelvo al Ford. La policía me estaba esperando. Me subieron a un patrullero y me llevaron a la 2ª de Paraguay al 1100. De ahí un derrotero que me llevaría por muchas comisarías hasta la última: la de Villa Gobernador Gálvez. Allí pasó lo siguiente: me hace llamar el comisario por un cana, me lleva a su oficina y ahí me dice: "Señor Aicardi, ahora en un patrullero lo vamos a llevar a un lugar donde va a estar mejor que aquí". Le contesto: "Bueno, señor comisario, desde ya muchas gracias".
En el patrullero iban tres policías, el que manejaba, otro en el asiento del acompañante y el tercero, en el asiento de atrás, a mi derecha. Por un momento me perdí y no supe por dónde íbamos pero vi que tomaban la autopista Rosario ‑ Santa Fe; en ningún momento pregunté nada. Iba sin esposas. Pasamos el peaje que está en la entrada de La Rivera. Seguimos. Tomamos la ruta 11. Pasamos por Oliveros. A los pocos minutos, dobló hacia una entrada con barrotes. Antes de pasar el portón, el acompañante del cana que manejaba bajó y habló con el portero. Subió nuevamente al patrullero. El vehículo policial hizo unos metros y paró. El acompañante baja y habla nuevamente esta vez con una mujer de cabello color ceniza. Me dejan ahí. Miro hacia arriba. Hay un cartel que dice "Administración". Voy a parar, luego de pasar por un camino pavimentado, a un edificio largo que tenía pintado el número seis. En ese trayecto, me acompañó un enfermero. Entramos, me recibe otro enfermero que me trata muy amablemente diciéndome: "Aicardi, ésta será su cama". Recién ahí pregunto: "Dígame, por favor, ¿dónde estoy?". "En la colonia de Oliveros, este es el pabellón 6" y agregó: "Si quiere acostarse para dormir, acuéstese no más". Se retiró a una oficina. A este lugar había llegado con una remera, un short y zapatillas. Nada más (las Topper ya se habían roto de tanto caminar, las nuevas me las había regalado un compañero de celda en alguna de las comisarías donde había estado detenido). Era 24 de marzo de 2001. Dormí.
Las fotos del casamiento
Por Manuel Quaranta
Mi hermano se casó hace unos meses. La decisión la vino meditando duro y parejo, hasta que aceptó lo inevitable: amaba a su novia, tenía, por fin, que dar el gran salto hacia adelante: "sí, quiero". Esas fueron las palabras que escuchamos, algunos más emocionados que otros, en el registro civil: "sí, queremos". Todos. El lenguaje en su función performativa: el mundo cambia, "los declaro marido y mujer". Luego asistimos a la fiesta, de la que podría dar una gran cantidad de detalles si no fuera por la inmoderada ingesta de alcohol a la que me vi sometido por las circunstancias. Pero lo que yo quiero contar es otra cosa. Una de las cuestiones post‑casamiento fue la mala performance del fotógrafo, a quien mi hermano había elegido a raíz de la descomunal suma de dinero requerida por un verdadero profesional. "Sí, quiero", habrá contestado forzadamente cuando un joven que estaba haciendo sus primeras armas en el oficio le ofreció sus servicios. Lo contrató. Le pagó y, por lo visto, no cumplió con lo pautado. Sin embargo no es éste el inconveniente puntual que me atrae, sino uno más original, en el sentido de originario: ¿para qué les servían a los novios las fotografías? Respondo sin dilación: para recordar. Guardar "hasta que la muerte nos separe" una serie de momentos que más tarde permitirán un "¿te acordás de...?" o "¡mirá cómo estaba Manuel!". Una especie de ayuda memoria para un hecho que en la vida de cada uno resulta más o menos relevante, aunque siempre importante: el casamiento. Querían los novios, sobre todo, recordar; "eres lo que recuerdas" concluye Norberto Bobbio en su ensayo De senectute. Podríamos decir, parafraseando un lugar común, "no somos nada sin memoria" o "no somos sino memoria". Ellos, estoy seguro, pretendían que la película retuviera el frágil instante pronto a desaparecer de una conciencia traicionada por la emoción o el alcohol. Un instante afectivo único, irrepetible: la fiesta de casamiento. Es así, fotografiamos para recordar lo que hemos fotografiado, para apropiarnos de lo fotografiado, para retener una experiencia volátil y precaria ante la indiferente inestabilidad de la memoria. También es posible que saquemos fotos para reforzar la felicidad que provocan determinadas situaciones; para mostrar lo que nos complace, para cubrir una ausencia, para detener (ilusoriamente) el tiempo, es decir, tomamos fotos para conjurar la muerte, "hasta que la...". (Digresión de Susan Sontag: "Las fotografías afirman la inocencia, la vulnerabilidad de vidas que se dirigen hacia su propia destrucción, y este lazo entre la fotografía y la muerte ronda todas las fotografías de personas"). Lo notable del caso es que, en general, y más allá de las clases sociales, coincide la elección de los acontecimientos memorables: ritos, fiestas, celebraciones, viajes, vacaciones, etc. Es, en definitiva, eso que escapa a la cotidianeidad, a lo anodino de la existencia, al hastío de la rutina, a la fatiga del espíritu social. Pero si es verdaderamente así, ¿no sacaremos fotos para olvidar?, ¿para resaltar unos momentos por sobre otros? ¿Qué sucedería si tomáramos fotografías a cada minuto?, ¿cómo separaríamos lo trascendente de lo vano? Lo importante, entonces, cobra valor al ser contrastado con lo insignificante. ¿Por qué, repito, mi hermano y su esposa querían las fotografías? La razón oculta y verdadera sólo la (des)conocen ellos. No puedo arriesgar una respuesta contundente, salvo los discursos contradictorios (¿contradictorios?) recién expuestos. Soy incapaz de responder por qué, quizás no exista una razón única y certera, definitiva (como en general sucede); pero sí, en cambio, estoy en condiciones de sacar a la luz una nueva pregunta, dirigida ahora hacia mí mismo: ¿para qué escribo este relato?, ¿para guardar aquella fiesta o para olvidarla?, ¿para mantener, como se dice, en la retina, esos felices momentos o para intentar alejarlos? ¿Se escribe para recordar, para olvidar, para vivir o para morir? No sé; yo, mientras tanto, escribo, con plena conciencia de que toda escritura (como toda fotografía) es, siempre, premonitoria: anuncia un final irrefutable.
El amor, la escritura y las mujeres
Si alguien (por ejemplo yo) pretendiera saber cuál fue mi primera experiencia como escritor, después de pensar un poco le respondería lo siguiente: tenía alrededor de ocho años (soy capaz de identificar la ubicación espacio temporal de la experiencia casi con total exactitud debido a que en noviembre de 1988 nos mudamos con mi familia desde la casa ‑era un departamento‑ donde nací, ubicada en Catamarca y Dorrego hacia otra de calle Mendoza y Alvear. Los hechos que voy relatar sucedieron, sin ninguna duda, en el hogar ‑como dicen‑ que me vio nacer, por lo que estoy seguro de que tienen que haberse producido antes de noviembre del año recién indicado. Si además tomamos en cuenta que un ser humano aprende a escribir a una edad promedio que ronda los seis años ‑aunque es cierto que mi desarrollo intelectual fue, más bien, tardío‑, podría arribar con bastante certeza al período puntual en el que se desarrollaron: 1985‑1988. De todas formas, mi obsesión por las fechas lejos está de sentirse cómoda con la solución brindada y por eso me exige no un vago período sino, exactamente, un año, y si es posible un mes. Defino entonces: departamento de calle Catamarca y Dorrego, septiembre de 1987), y en mi edificio habitaba una familia que tenía una hija de nombre Eugenia (o Jimena), uno o dos años mayor que yo, Eugenia (o Jimena), es cierto, era muy linda, sin embargo a mí me gustaba una amiga suya (cuyo nombre está, definitivamente, perdido) compañera del colegio que vivía en el edificio de enfrente al nuestro. La había visto, en realidad, pocas veces. Y tal vez ese conocimiento a medias resultaba ser la razón que me inducía a enloquecer (literalmente) de amor. Ella era rubia (y con ese dato me alcanza para volver a respirar hoy el aroma a cereza que envuelve las primeras experiencias amorosas). Yo, por supuesto, no me atrevía a dirigirle la palabra. A dirigírsela de manera oral, ya que en aquella época era un chico tímido (producto de una sobreprotección materna o quizás de un mínimo sobrepeso que constituía para mí una carga insoportable). Por eso se me ocurrió, porque yo quería que ella supiera de mí, porque yo quería que ella, de algún modo, me amara, escribirle una carta. Ignoro los motivos exactos que me llevaron desde niño a otorgarle un valor diferente a la palabra escrita (valoración necesaria, pero no suficiente, para convertirse en escritor), aunque puedo arriesgar (desde el presente) que quizás veía en ese procedimiento una protección ante la tremenda indiferencia del mundo con respecto al cumplimiento de mis (nuestros) deseos. Y entonces me puse a escribir (no quiero ni imaginar la suma de lugares comunes): por amor, bajo la firme creencia de que allí encontraría una vía directa al corazón ajeno. Una vez finalizado el acto amoroso tuve que decidir el mejor modo (existían una serie de obstáculos casi insalvables: ¿cómo logra un chico de ocho años hacerle llegar una carta a una nena de nueve o diez, que vive en un edificio distinto, si él ‑o sea yo‑ desconoce el piso y no se anima a contarle a nadie ninguna de las circunstancias?) de enviar la correspondencia (enviaba correspondencia a la espera de que mi amor fuera correspondido). La cuestión es que logré echar el sobre por debajo de la puerta de entrada de su edificio, sólo con el nombre del destinatario (perdido). Y me dispuse a esperar. Como era obvio (y eso es obvio hoy, pero no cuando yo tenía ocho años) la respuesta se postergaba. Por lo que comencé a elucubrar acerca de las diversas causas que operaron para que la carta no llegara a destino (Lacan dice: "las cartas siempre llegan a destino") o para que ella se abstuviera de contestarme. Fue en aquel punto de la infancia que mi neurosis en ciernes se desató furiosamente. Pero ese es otro tema. Lo cierto es que ahora, mientras estoy evocando mis orígenes de escritor, tomo conciencia de que la escritura representa en mi existencia una especie de compulsión repetitiva que busca recuperar, con ese gesto primario (en cada texto), la inocente esperanza de que otro nos diga, por fin, que nos ama.
Nono
Nunca me voy a olvidar de las palabras proferidas por mi abuelo la vez que lo visité en Italia, extrañas si se tiene en cuenta que jamás escribió nada ‑no hubiera descifrado el modo si lo hubiese deseado‑, premonitorias como las de aquellos que saben algo sin saberlo, en su pueblito, Arnara, en el que también nació mi madre, quien luego de diferentes vicisitudes desembarcó en Argentina y se casó con mi padre, y que más tarde, juntos, hermanos a cuesta, fuimos a Italia, a su pueblito, Arnara, allá por el año 1986: "si querés ser escritor necesitás una genealogía". Nunca me las voy a olvidar, sobre todo, porque al año siguiente, en un accidente automovilístico que se podría haber evitado, como, en general, pueden evitarse la mayoría de los sucesos involuntarios ‑escribo involuntario simplemente por comodidad, luego de tanto tiempo y lecturas ya no sé, a ciencia cierta, el calificativo que merece‑, murió. Era un auto blanco. Un Ford Fiesta que nono Filippo ‑así le decíamos‑ había comprado para que pudiéramos viajar durante los dos meses de estadía. Según tengo entendido mi abuela, su esposa, la madre de mi madre, que había estado en Rosario un par de años antes, no recuerdo ahora si una o dos veces, se había opuesto, con argumentos contundentes, a la compra; sin embargo, la terquedad de la vejez masculina primó. Nunca me las voy a olvidar, decía, porque aquellos meses de 1986 fueron los únicos de mi vida en que tuve contacto directo con él, y esa frase "si querés ser escritor te tenés que inventar una genealogía", nítida, hizo tal mella en mí que aún hoy, tantos años después, la sigo rememorando y escribiendo, quizás, por qué no, para traer a mi abuelo a la memoria que, según dicen, es más terrible que Dios, para no permitir que se me escape su imagen ‑como es probable que suceda‑ o, tal vez, para hacerle caso y cumplir con ese destino que él pretendió ‑sin saberlo‑ imponerme.
Mi abuelo era un hombre alto, flaco, analfabeto y curioso, las mujeres le gustaban más que la música, y la música era su pasión, se llamaba Filippo, usaba sombrero. Si bien con certeza, de los datos que repaso puedo dar cuenta, sin acudir a testigos o fotografías, solamente, de su nombre; yo de él, limpias, conservo dos imágenes. Una es la que acabo de contar, el día o la tarde que me sentó en el escalón de la puerta de su casa, en el que yo esperaba todas las mañanas, todas, puntualmente, sin que nadie me despertara, casi de madrugada en realidad, a que él saliera para ir juntos a ordeñar ‑a ver ordeñar‑ las vacas, y me dijo, sin preámbulos, con un carácter profético, que incluso hoy me desvela, tanto por el contenido de la expresión como por la forma: "para ser escritor tenés que proyectar una genealogía, el destino viene solo". La otra es ‑la otra imagen‑, según desde dónde se la mire, menos importante, sin embargo, a su pesar seguramente, la maldición del tiempo no logra corroerla: mi abuelo, en un momento dado, me pregunta si quería aprender a atarme los cordones ya que había visto que iba con ellos constantemente sueltos: "¿te enseño a atarte los cordones?"; yo le respondí, por supuesto, que sí y manos a la obra me indicó dos o tres movimientos que debía realizar para desde allí en más no perder nunca esa exigua habilidad manual ‑una de las pocas de las que puedo jactarme‑ que, entre otras cosas, me ha permitido, caminar, sin temor, a tropiezos.
* Zona X
Selección de textos: Hernán Camoletto
Zona X es un espacio de cruce de prácticas, estéticas y experimentaciones literarias así como un dispositivo de visibilización y circulación de textos de autores de GUAU! | taller de escritura de la Colonia Psiquiátrica de Oliveros y escritores rosarinos contemporáneos.
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