Domingo, 4 de febrero de 2007 | Hoy
Durante 56 años, el Mercado Central de Rosario -donde ahora están la plaza Montenegro y el Centro Cultural Bernardino Rivadavia- fue el principal núcleo de abastecimiento de la ciudad, asimilable a lo que hoy es un hipermercado. A principios de la década del `60 -durante la gestión del intendente Luis Cándido Carballo, tan afecto a demoler- inexplicablemente fue echado abajo. Con él se fue un símbolo de la ciudad, peor aun, una construcción que era punto de referencia de todo barrio dedicado al comercio, del que ahora quedan jirones por calles San Juan y San Luis. "Bati" Bertozzi, antiguo vecino, recordó y homenajeó a "su" Mercado con un libro.
Por Bautista "Bati" Bertozzi*
* Dos mundos cercanos y distantes a la vez. Apenas a una cuadra de mi Mercado existían manifestaciones claras de otra realidad, diferente de la que nos "cacheteaba" día a día.
En la esquina de San Juan y Maipú, una enorme mansión, majestuosa, me enseñó que las cocheras de caballos, los valets de librea, los sirvientes uniformados que veíamos en las películas, podían ser reales.
A 50 metros de esta casa, el "Gran Hotel Italia" se elevaba imponente en su estructura. La despampanante riqueza del mundo se representaba allí, a puertas cerradas, mientras que en la cortada, en un teatro al aire libre con entrada gratuita, actores de raza en una función de 24 horas me hicieron comprender que sólo los puros de corazón son los verdaderos "ricos" en este mundo.
Mi querido viejo, aquel librepensador de la década del 30, cuando filosofaba en la sobremesa nos decía que un rey, en su época, no gozaba de todas las comodidades que nosotros teníamos en ese momento. No había conocido el cine, ni el agua con "rubinet", ni el tranvía, ni la luz eléctrica, ni la maravillosa radio.
¡Nosotros sí! Con qué simpleza nos hacía ver que teníamos más de lo que un rey hubiese podido imaginar, a pesar de que nosotros éramos gente humilde.
Mis ojos eran testigos del encuentro de esos dos mundos tan distintos y tan cercanos a la vez.
Junto con los que disfrutaban de todas las "comodidades" de la época, desfilaban personajes de Gorki, Payró, del mismo Horacio Quiroga, cuenteros, "lumpens", desplazados y hasta criminales.
Tuve ante mí, desde mi niñez y hasta la adultez, imágenes que me demostraron que hay siempre dos rumbos, dos direcciones, una izquierda y una derecha.
Mis viejos, los libros, los laburantes, todo me ayudó para que yo eligiera un camino, de acuerdo con mis ideales pero apoyándome en todo lo aprendido, esperando que conduzca a un mundo mejor y poniendo todo de mi parte para que así fuera.
Entre dos realidades, un habitante de un Mercado como yo, aprendió a vivir. La vida me regaló cachetadas y alegrías, todo ayudó a que mi espíritu se formara sobre la base del respeto, la solidaridad, la igualdad y la libertad. No hay fortuna que pueda pagar estas cosas.
Hoy, mirando hacia atrás, comprendo que si la vida me diera a elegir, haría prevalecer mis principios.
* La cúpula del Mercado. ¿Quiénes, de los paseantes, no elevaban la vista para contemplarte, si eras toda belleza?
Eras el paseo obligado para habitantes de otras ciudades y provincias cuando visitaban Rosario.
Las cientos de parejitas campesinas de recién casados se llenaban los ojos con el Glorioso y, al pasar debajo suyo, era el alma que obligaba a los cinco sentidos a elevar la mirada y contemplarlo, admirando su perfección, su armonía de obra irrepetible.
¡Toda demolida!
Sería tomado por "un loco lindo" un ingeniero, arquitecto o lo que fuere, del arte o de la construcción, que propusiera repetirte.
Estabas rodeada de muchas otras que quizás miraron tu destrucción, preguntándose: ¿Por qué, por qué? Si eras nuestra hermana mayor que sobresalías por tu humildad y te contemplaba todo Rosario...
¡Cómo te mirarían la cúpula del Palacio Fuentes, la de la tienda La Favorita y todas las que te rodeaban. Sobre ellas no presencié un solo martillazo!
¡Cúpula: no fuiste distinta, solamente más distinguida!
¡No eras el Vaticano, pero sí la más admirada!
Pertenecías a la muchachada del centro, pero naciste en el Mercado.
No nos lamentemos y valga el consuelo: lo mismo le pasó al Teatro Colón y a otros tantos más, todos destruidos por la piqueta.
Hay habilidosos gobernantes que destruyen para dejar baldíos.
Muchas veces pensé: ¿por qué no un simple lavado interior y exterior... conservar las mayólicas españolas, los inmensos ventanales vidriados, las columnas que llevaban inscripto "Talleres Vassena", la metalúrgica de la cruenta y sangrienta huelga del año 1917?
Dejarte las escaleras semicirculares, de mármol de Carrara, que conducían al primer piso donde alguna vez estuvieron los gallineros polleros y luego quedó como herrería y mantenimiento del Mercado.
Yo hubiera dejado, por lo menos, la oficina de don Enrique Hoyo (el comisario) y la campana que pendía a un costado; la alegría del cafébodegón de los hermanos Blanco y "La Cantábrica" de Fermín (San Martín 1070), el "Café Rivadavia" (San Martín 1030) y al resto llenarlo de cultura... ¡"minga" de locales comerciales! ¡Qué Centro Cultural podrías haber sido!
Los balcones inmensos que daban a la calle San Martín podrían haber sido convertidos en jardines colgantes.
El país y el mundo turístico se acercarían a contemplarte, así reciclado y vos, cúpula, incólume...
¡Voltear tu cúpula!
¿Quiénes, de los miles de paseantes, no elevaban la vista para contemplarte?
¡Si eras toda belleza!
* Las tormentas eléctricas. No sólo terrenales fueron tus visitantes, también el cielo fue tu emisario.
Cuántos rayos recibiste como si fueran una bendición.
El firmamento te hablaba quizás para saludarte a su manera, porque el sacudón de inmensa alegría que vos experimentabas era pavor para nosotros.
Recuerdo que, al pasar los primeros momentos de terror y angustia, compartíamos toda tu alegría, mezclándola con nuestros ruidos y gritos apoteóticos.
Cuando renacía la calma y volvía el júbilo, los sabihondos decían: "Cayó en el pararrayos del Mercado". Lo tenías en la cúpula.
No sólo terrenales fueron tus visitantes, también el cielo fue tu confidente.
* Las olorosas maderas. Glorioso Mercado, fuiste el amigo que mi alma nunca olvida.
Siempre estás en mis recuerdos, vivo la alegría de las cuatro décadas juntos; todo era regocijo y jovialidad bajo tu techo de zinc. Te recubría un cielorraso de madera, circundando a tu ampulosa cúpula.
¿Qué madera sería? Rafael Baccaro, que presenció el arranque de las alfajías y listones, dice que se olía la dulce fragancia que despedían cuando las desclavaban o eran destrozadas por la odiosa demolición.
"La hermana lluvia" como la llaman los indios, el ruido de las fuertes lluvias que se reproducía al golpear sobre tu inmenso techo de chapas, era toda alegría para nosotros y como siempre se oían los gritos, la algarabía y el abucheo: era cuando el Mercado se convertía en miles de niños barriales alegrándose con el encanto que la naturaleza nos regalaba, la lluvia.
Si la lluvia era imprevista, la gente de la calle corría a refugiarse en tu interior. Eran cientos de personas que esperaban el cese del temporal. Mercado, estuviste en todas...
¡Qué rosarino o habitué no tiene un recuerdo tuyo! ¡Eras un espectáculo permanente con entrada libre y gratuita!
Los piqueteros de turno (piqueta de demolición, de albañiles), los funcionarios, los mandamás, pueden integrar cualquier aparato destructivo de la belleza humana, desconociendo completamente el humanismo.
Don Ata decía que había que aprender a escuchar el murmullo del bosque y el silencio oloroso de los árboles. Bien sabía Don Ata que el hombre pone a disposición del silencio sus cinco sentidos.
Y refiriéndose a las olorosas maderas, agregaba Baccaro: ¿de qué especie de árboles serían? Porque la sensación que tenía era la de encontrarse dentro de un aserradero trabajando a pleno con el silencio trayendo las dulces palabras que sólo el corazón recibe.
El Mercado, la cúpula y las olorosas maderas seguirán viviendo en el museo de mi memoria. Los que hicieron estos destrozos fueron ciegos que nunca pudieron verte, como tampoco pudieron escuchar las dulces palabras que trae el viento. Porque no tenían corazón.
A los destrozadores quizás la vida los perdone. Pero yo no...
* El deslumbrante balcón interior. Es para vos este recuerdo, despampanante balcón interior, que te cobijabas dentro del Mercado.
Te apoyabas sobre las espaldas del brillante frontal que tenía el Glorioso, frente que poseía elegantes ventanales, mirando al poniente y al que nunca le conocí un vidrio roto.
¿De qué material estaban hechos? ¿Serían cristales? Porque en aquellos tiempos no se fabricaban los irrompibles.
Elegante balcón interior: el frente fue tu hermano... ¡Si comieron en el mismo plato! (Los unía la pared).
El Mercado fue mi hermano mayor; mi reminiscencia obliga a la memoria de estos cálidos recuerdos.
Fachada: yo contemplaba tus marquesinas, tus figuras alegóricas, tus esculturas, tus relieves, que eran todas bellas. Puedo jurarte que no conocía nada de arte, pero no por eso ignoraba tus encantos.
Los libros, sus lecturas, muchas preguntas y respuestas me enseñaron la respetuosa cautela y atención al mirar y admirar, como decía y pedía el sabio Tomás Alva Edison (en el almendro florecido).
Yo venía de un barrio pobre y tenía códigos de pibe de barrio, era... un muchachito de barrio.
Mucho pensaba en la inspiración llena de suave y dulce lirismo que la ficción se representaba en alegóricas metáforas.
¿Cuánto ignoraba? ¿Cuántas dudas tenía?
Le hacía preguntas al escultor y arquitecto don Angel Guido y él, con una comprensible charla académica, me brindaba los conocimientos y la luz que me hacían falta. El autor del Monumento a la Bandera admiraba al Mercado, sentía alegría al desarrollar el tema.
¡Cuánto le agradezco a don Angel Guido, pues profundizó en mi alma y la llenó de Mercado!
Ahora sigo con vos, despampanante "balcón interior".
Mi aliento, mi ánimo, quieren evocarte (si me parece que te estoy mirando).
Superabas los cien metros de largo, con siete de espaciosa amplitud. Unías las calles San Juan y San Luis y lucías, bellamente, a la altura del primer piso.
Mirabas al este y por algún tiempo tu espacio fue ocupado por los gallineros, con sus puestos de venta al público.
Confieso que yo no los conocí en ese lugar; cuando llegué, en el año 1926, ya ocupaban la planta baja.
A menudo subía a visitarte, te ojeaba y me alegrabas.
Contemplaba tu revestimiento que era igual en todo el Mercado, las miles y miles de mayólicas importadas cuya terminación eran dibujos y colores esplendorosos.
Admiraba tu baranda de rejas forjadas que resguardaba el piso, tu pasamano de bronce de forma redonda, bien grueso, cuyo comienzo era en la planta baja, desde donde partían tus dos blancas escaleras de mármol de Carrara.
¡Qué emoción sentía al contemplarte!
Cierro los ojos, balcón hermoso, y la mente recuerda esas espaciosas escaleras contorneadas, esbeltas, exquisitas, primorosas.
Las repitieron en la Tienda La Favorita (hoy Falabella), en la Bolsa de Comercio y me atrevo a decir que también en el Jockey Club.
¡Qué algarabía la convivencia entre los dos pisos, el subir y bajar de los parroquianos, vecinos, clientes, locatarios y gente conocida!
Un Mercado siempre es jubiloso y optimista. Es un teatro con muchos escenarios giratorios, donde los actores usan las máscaras de las carcajadas, de las risotadas, inventando bromas y buen humor, aunque la comparsa ande o camine por dentro. Agustín Magaldi, la voz sentimental, lo dice cuando canta el tango Disfrazado.
Como mirabas al este, estabas siempre a la espera de la aurora.
Qué emocionante sería para vos mirar la salida del sol.
¡Qué gozo, qué embeleso envolvente de fantasía y euforia a plena labor! (Dostoievsky describió ese estado como nadie.)
Era emocionante ver, a través de tus vidriados ventanales, huracanadas tormentas acompañadas de estrepitosos truenos y relámpagos.
El genio avasallante de Beethoven convirtió ese espectáculo en belleza sinfónica en La Pastoral.
* El comienzo de un día cualquiera en el Mercado. Recuerdo a aquel muchacho que levantaba "quiniela". No usaba papel ni lápiz, tenía una prodigiosa memoria, evitaba pruebas a la policía, recitaba versos del Puñal de los Troveros, de El rosal de las ruinas, La página blanca de Belisario Roldan o del Martín Fierro.
En una oportunidad, y lo recuerdo, recitó El borracho de Joaquín Castellanos, que después se conoció como El temulento. Su preferida era Setenta balcones y ninguna flor de Baldomero Fernández. ¡Qué dulzura emocional ponía al hacerlo!
Cuántas madrugadas el Mercado era ciertamente invadido por artistas de teatro, poetas, intelectuales, tipógrafos de los diarios (había varios, La Capital, La Acción, La Tribuna, Crónica, Democracia, La Tierra), chicas y artistas de los varietés, dancing, cabarets, mozos y ayudantes y algún trasnochado cantor que, como artista, también era aplaudido.
Era una necesidad para muchos de ellos. Cambiaban de aire, se oxigenaban; los gritos, el barullo, el movimiento, el trabajo nuestro, la alegría y las bromas que se hacían eran provechosas e importantes para estos laburantes de la noche.
Era un cable a tierra y sentían atracción por el Mercado, se alegraban de vernos, igual que nosotros, y algunos se iban a dormir con un paquetito de regalo.
¡Cuántas vivencias, mañana, tarde y noche!
Comencé a leer y llegué al delicioso delirio cómo no nombrarlo así, si cuando nos cruzábamos con algún obrero la pregunta obligada era: ¿Qué estás leyendo? Te recomiendo tal libro, leélo que te va a gustar.
Tito (decía que él era un ácrata) me recomendó que leyera Los bajos fondos de Máximo Gorki, o el Don Quijote de la Mancha que me regaló Edmundo, grandioso amigo, gran ajedrecista. Nos intercambiábamos libros y también nos hacíamos recomendaciones.
Muchas madrugadas coincidíamos frente a un tablero de ajedrez y, a pesar del inmenso cariño que nos profesábamos, terminábamos cabreros... enojados. ¡Qué amor le tenía! Lo lloré y lo sentí, como dice la canción de Cortez "Cuando un amigo se va..."
Casi todos éramos hijos de inmigrantes que venían de los más lejanos países con el idioma único y universal: trabajar.
Arrancábamos con la misma cartilla, la pobreza en mi casa la había, pero a la miseria no la conocí.
El Mercado era mi otro barrio y compartía ambos.
Recorría sus calles, sus pasillos. Fue mi mejor escuela, aprendí de todo el mundo de acuerdo con lo que escuchaba o preguntaba.
Conocí mucha gente, conocí al hombre por sus costumbres, sus cantos, sus alegrías, sus penas, sus comidas.
La Feria de las Colectividades sería un grano de maíz comparándola con el Mercado.
¡Y no sé si no me achico!
* Más de 40 años de mi vida. Soy consciente de que no era posible que el Mercado (1904-1960) siguiera tal cual, pero con normas de higiene y bromatológicas podría haber continuado funcionando.
También soy consciente de que hubiera sido imposible conseguirlo: nadie lo hubiese aceptado.
Hubiera sido una ficción proponerlo; lo digo porque viví más de cuarenta años allí adentro. Pero podría haber sido posible si lo hubiesen actualizado con los conocimientos de higiene y refrigeración alimentaria moderna.
Las multinacionales (supermercados) lo sabrán: pidieron su demolición, la consiguieron y nosotros, los nacionales, la autorizamos...
Al centro lo liquidaron al dejarlo sin la vivacidad que representaba el Mercado Central. De la noche a la mañana desaparecieron 80.000 personas que lo transitaban a diario.
¿Quién desmiente esta realidad?
Quise mucho al Mercado; la parte económica, mi sueldo, quizás fue importantísima pero mi amor, mi cariño, mi romanticismo, mi vida interior y exterior está llena de aire de Mercado, de gente del Mercado, de vecinos del Mercado, de personajes del Mercado...
"Pataqueno", "Papas fritas" y el "Poeta" Aragón que, aunque histriónico, fue de los pocos que le escribió unos versos que aún conservo, tienen aires de Mercado, olor de Mercado. Se merecería una placa que lo recuerde.
De Amicis y Berni "caminaron" allí adentro. . En la actualidad existen sitios en los que abundan los carteles de "Se alquila" o "Se vende"; sin señales de vida, abandonados, sucios, indecorosos, en pleno centro de la segunda ciudad de la República Argentina.
Los grandes capitales hicieron su negocio; nosotros, en cambio, hicimos lo que no correspondía hacer.
Qué bien lo explica Edmundo Rivero cuando canta el tango "Bronca":
Ay qué bronca me da...
métanle que son pasteles
y así queman los laureles
que supimos conseguir...
¡Viva la pepa!
Esa obra que fue el Mercado Central es irrepetible. Los ingenieros y arquitectos que lo diseñaron ya no están... y los profesionales actuales lo diseñarían con estilo moderno. Tampoco estarían sus herreros, sus albañiles y artísticos artesanos, sus obreros...
En su adyacencia existía la joyería "La Central", ubicada en la esquina de San Martín y San Luis. Tenía dos relojes laterales traídos de Suiza, de los cuales se decía que eran únicos en el país, no existiendo copia. ¿Qué destino habrán tenido?
Como en los versos de Bandoneón arrabalero parece encuadrarse este caso: como un purrete que la madre abandonó... Hubo desidia de nuestra parte; tal vez pensábamos más en la pérdida económica que en la belleza que durante tantos años habíamos disfrutado, tal vez no sabíamos dónde estábamos parados y después lloramos lo perdido. Pero creo que algunos ni eso hicieron.
El Mercado pudo haberse reciclado, como la Galería Pacífico de Buenos Aires, pero entonces nadie pensó en esa solución.
Creo que ni defendimos la fuente de trabajo, ni siquiera el desalojo, y lo que sucedió conformó a todos, los de adentro y los de afuera.
Repito que el poeta Aragón fue uno de los pocos que le escribió unos versos.
El Glorioso se merece una placa que lo recuerde... y si eso ocurriese, quizás no seríamos muchos los que iríamos a presenciarlo, pero valdría el intento de hacer una invitación.
* Capítulos escogidos del libro "Había una vez un Mercado. Recuerdos y vivencias del Rosario de ayer" (Homo Sapiens Ediciones, 2006)
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