Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
CIUDAD › NUEVE ROSARIAS DAN TESTIMONIO EN UN LIBRO SOBRE VILLA DEVOTO
Por Sonia Tessa
Las seis mujeres no paran de hablar a borbotones. Cuentan una anécdota atrás de la otra, rememoran nombres, recuerdan características de algunas compañeras. Es miércoles a la nochecita, y están sentadas alrededor de una mesa donde circula el mate. Están hablando de sus épocas de prisioneras políticas, y en medio de sus risas, relatan momentos límites. "¿Te acordás cuando Mariana Crespo decía 'Verdugo, deje de maltratar a los presos'? -se dicen, para coser entre todas el recuerdo en retazos-. Cuando les pegaban a los comunes, nosotras lo veíamos subidas a la ventana. Ella tenía un tono de porteña de barrio norte y gritaba. Nosotras le decíamos 'callate, Mariana', pero ella seguía". Y se ríen mientras imitan el tono de la compañera que murió hace pocos años. Estuvieron presas en la cárcel de Devoto durante la última dictadura militar. Muchas cayeron en el gobierno de Isabel Martínez de Perón. Todas fueron concentradas en ese penal a partir del 5 de noviembre de 1975, cuando el Ejército se hizo cargo de la represión. Si el Che hablaba de endurecerse sin perder la ternura jamás, ellas supieron soportar las peores condiciones sin perder la alegría.
La defendieron tanto que se siguen riendo treinta años después, cuando están a punto de tener en sus manos el libro del que participaron, llamado "Nosotras, obra colectiva. Testimonio de 112 prisioneras políticas, 1974-1984". Esta semana, para el 30° aniversario del golpe, estará en las librerías. Saben también que durante la presentación -que será el 4 o 5 de mayo, en el teatro La Comedia-, no podrán evitar las lágrimas, se les quebrará la voz. Fueron encarceladas por su militancia, por haber puesto el cuerpo para construir un país diferente. Y en el encierro tejieron un vínculo inquebrantable. "Más o menos, todas seguimos en contacto. Las anécdotas son para cagarse de risa. Lo dramático, lo cuestionable personalmente, o de organización a organización, eso se borró", cuenta Margarita Irurzun, una de las nueve rosarinas que participó del libro que se presentará en mayo en la ciudad. "Con algunas podemos haber pasado 30 años sin vernos, pero cuando nos encontramos con alguna compañera, hay algo tan fuerte en común", sigue la misma, y sigue Cristina Bolatti: "Hay una cuestión de lazo, de experiencia, de situaciones límite, de sufrimiento". Se hace difícil saber quién dijo cada palabra. Cada una agrega algo, entre todas arman un relato fragmentario, con aclaraciones necesarias para que los de afuera puedan entenderlas, seguir el hilo. Cuentan de las estrategias de resistencia, las formas de comunicación dentro de la cárcel, hablan de los métodos de aniquilamiento de los represores, y de las redes que tejieron entre todas para evitar que cumplieran su objetivo. Sobre todo, en el apuntalamiento de las más débiles, aquellas que los represores señalaban para hostigarlas con más ensañamiento. Después del golpe, llegaron a ser más de 1.200 las detenidas políticas en la cárcel de Devoto. Y si al principio las dejaron acomodarse en las celdas y los pabellones (de 25 a 30 presas) como querían, después vinieron las calesitas, los cambios periódicos para evitar que se encariñaran demasiado. "Nosotras nos fortalecimos en el convencimiento de que la compañera que estuviera al lado era en ese momento la que más queríamos", afirma Bolatti.
De la charla participan también Ana Esther Koldorf, Ema Lucero, Lelia Ferrarese y Charito, la hermana de María del Carmen Sillato. Cuando puede meter un bocadillo, ella cuenta cómo lo vivían los familiares. La requisa, el miedo, los viajes, y la solidaridad de los vecinos del barrio porteño de Villa Devoto. Las rosarinas que aportaron al libro se completan con Laura Ojeda, Marta Bertolino y Liliana Gómez.
Pero es difícil interrumpir la catarata de anécdotas carcelarias. Irurzun recuerda varios episodios de junio de 1977, cuando tres de las detenidas fueron trasladadas a Córdoba como rehenes para evitar un atentado durante el viaje del entonces presidente Jorge Videla. "Vinieron a buscarme a mí para llevarme al chancho (la celda de castigo). Menos mal que el guardia me dijo por mi nombre, porque yo no tenía voz", recuerda la movida que habían armado para resistir la ida de las compañeras. Ante los golpes en la pared que cada celda repetía a la de al lado, sabían que comenzaba el jarreo. Y golpeaban las jarras de aluminio contra las rejas, con un ruido ensordecedor. Entonces, a la otra señal, sobrevenía el silencio. Y entonces, una se dirigía a los "vecinos de Villa Devoto". Ahora, Margarita lo hace en un susurro, pero aquel día gritaba para alertarlos sobre el traslado de tres compañeras. "La gente del barrio siempre fue muy solidaria con nosotras", recuerda. Charito agrega que también con los familiares.
Organizaban resistencia, tenían modos de comunicación de celda a celda, como el tornillo que sostenía las cuchetas en la cama, que atravesaba la pared de lado a lado. Ellas lo aflojaban, y se comunicaban. También lo hacían a través de la letrina, con las del piso de abajo. Durante mucho tiempo -tienen diferencias al recordar si fueron un año, dos, o más- les interrumpieron los recreos en el patio externo, apenas podían salir una hora por día al interno.
El libro comenzó a escribirse en 1998, por una sugerencia del grupo de Antropología Forense de la UBA, que resaltó el valor histórico de las cartas de las detenidas a sus familiares. Algunas iban por la vía oficial, y atravesaban la censura. Otras eran caramelitos, escritos con letra muy pequeña en el papel de los atados de cigarrillo, que antes había sido separado del metalizado. Sobre el blanco se escribía y el otro se utilizaba para una primera envoltura. La segunda era de plástico, para evitar la humedad. Esos mensajes clandestinos se llevaban en la boca, dentro y fuera del penal. "Si los habré escupido para adentro de las celdas cuando limpiábamos", rememora Koldorf.
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