Miércoles, 11 de noviembre de 2009 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS
Por Pablo Gavazza *
La entrega era irreversible. El auto viajando en la lluvia. Un reflejo en el vidrio empañado. El pelo de Ella balanceándose y enseguida ?de nuevo? la viva mujer dominando, doblegándolo todo, irguiéndose sobre su cintura otra vez y haciéndolo entrar con fuerza. Todo iba a estallar. No era posible el equilibrio. No era posible detenerse sobre el filo. Había que caer. La recibía contra sí resistiendo las embestidas cada vez más fuertes de su pelvis. El pelo negro sacudía sus puntas con cada movimiento. Todo encajaba. No existía otra cosa más que lo incontenible. El instinto natural de recibirlo todo, de darlo todo, irrumpió derribando los últimos reparos. Había que desbordarse. Nada estaba quieto. La conciencia estallaba: fue primero un temblor leve y un estremecimiento. Después una pausa. Un nuevo movimiento y otro colapso de los cuerpos. Todo existía al mismo tiempo. El presente, solo el presente y su naturaleza imparable. Enseguida un nuevo y definitivo derrumbe en medio de la deformidad de los gestos. Y luego un deslizarse. Una lenta caída hasta lo satinado. Un descenso suave de las cabezas juntas. La luz tenue. La justificación de las cosas. La liberación de los objetos. El abandono. Las espaldas dejadas a su suerte. La humedad persistente de los labios semiabiertos. La desprotección y los ojos cerrados.
* Fragmento del libro El Taunus verde (Ciudad Gótica, Rosario, 2009)
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