Lun 29.01.2007
rosario

CIUDAD

Sentirse en casa

› Por Roberto Fontanarrosa*

Me gusta ir al café porque ahí nunca se habla de cosas importantes. Siempre de pavadas. O, digamos, si uno tiene algo importante que hablar con un amigo (un problema de guita, un asunto de mujeres) se va con este amigo a otra mesa y ahí lo arregla. Cosa de no perturbar la liviandad del grupo. Al menos, siempre ha sido así la cosa en la "Mesa de los Galanes", tanto en "El Cairo" como en "La Sede", el paradero actual, el fondeadero. Entonces, usted termina de trabajar y está cansado. Cansado, fundamentalmente, de prestar atención. Porque, convengamos, ninguno de mis amigos de "El Cairo", han sido de ir a hombrear bolsas al puerto. Lo que cansa, he comprobado, es prestar atención. Y usted debe prestar atención si está haciendo un balance, un dibujo, una factura o un plano. Y eso cansa. Como hablar con alguien a quien usted no conoce mucho y, por eso mismo, no puede permitirse la libertad de bostezar en medio de la charla, o quedarse mirando como un idiota por la ventana hacia la calle. Por lo tanto, llega al boliche y quiere relajarse. Hablar pavadas, eso mismo. Me considero un defensor del "ocio no creativo", el ocio inútil, por el ocio mismo. El ocio ocioso. No entiendo porqué el ocio también debe ser utilitario.

Usted se encuentra allá con los amigos, entonces. Y esa es otra buena. No hay cita previa. No hay que llamar a nadie por teléfono para saber si estará o no estará en el boliche. Usted, mi amigo, va al boliche sabiendo positivamente que allí encontrará, uno, dos, cinco o catorce miembros de la mesa, llueva, truene, garúe o caigan rayos.

Y se hablará de fútbol, o de política, o de cine, o de mujeres. Largamente, distendidos, sabiendo que nada de lo que se diga allí podrá ser usado luego en contra suyo. Y uno se afloja. Si quiere escuchar, escucha; si quiere intervenir, interviene; si quiere participar, participa. De repente, usted, mi amigo, decide que prefiere pasarse a otra mesa, donde está alguien (amigo, o amiga, o conocida) que no es del grupo pero con el cual suele conversar. Y se levanta y se va, mi estimado, así como le digo. Ninguno de los muchachos le va a decir, ofendido: "¿Eh viejo! ¿Cómo nos dejas así, con la palabra en la boca?". Nadie se va a sentir en la obligación de explicarle a los demás: "Perdónenlo, es un poco temperamental, pero no es mal tipo", ante lo abrupto de su alejamiento. Después de un tiempo, cuando usted ya agotó su conversación en la otra mesa, cuando ya hizo un par de bromas con alguien que se sienta por el otro lado, usted vuelve, como un señor, tranquilamente. Lo recibirán sin un reproche, sin una sola mirada inquisidora, sin un solo gesto de fastidio. Eso si, de los cinco que estaban sentados antes, encontrará que dos se han ido y que otros tres están recién llegados. Que ya no se habla más de la política sino que se comenta el choque de un mionca con un taxi que pasó la televisión al mediodía. Y usted se vuelve a sentar. Se mete en las bromas internas, habla al pedo, se ríe un poco, tal vez se aburre. Cuando llega el momento, paga su consumición mínima y se va. Al día siguiente, a eso de la tardecita en nuestro caso, el mismo caso. La charla informal, reírse un poco, comentar las noticias, sacar mano. Un cable a tierra. Un recreo. Sentirse más flojo, más liviano. Sentirse bien. Sentirse en casa.

* Texto preliminar del libro Los Bares. Barcos en tierra a orillas del Paraná. (Reynaldo Sietecase-Mario Laus), 1997, Editorial Fundación Ross.

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