Viernes, 25 de septiembre de 2009 | Hoy
SON
Para Ian McKellen el activismo y la actuación no son sólo sus dos pasiones, sino una forma de sostener una performance artístico-política en defensa de los derechos de la comunidad lgbtti. Esta semana recibió el premio Donostia en el Festival de San Sebastián.
Por Diego Trerotola
”Fue difícil crecer como gay en la posguerra inglesa. Para empezar, en un país donde la homosexualidad era ilegal tuvimos que aceptar las leyes y el idioma de los demás para definirnos a nosotros mismos. Eramos criminales y putos y, en consecuencia, mentirosos e infelices. En la década de 1940, el único reconocimiento público de nuestra condición estaba en el sensacionalismo de la prensa amarilla dominguera. Incluso famosas maricas como Noël Coward, Dirk Bogarde, Benjamin Britten, entre otras, mantenían en secreto su sexualidad. Y más allá de ellos, en la historia, el puto incontrovertible Oscar Wilde era una vergüenza y una advertencia”, escribió Ian McKellen en el prólogo del flamante libro Queers in History, de Keith Stern. Y tal vez sea McKellen el único actor verdaderamente autorizado a escribir ese prólogo, porque él es una figura central en el cambio histórico de Inglaterra en relación a la diversidad sexual. Cuando en la década del ’70 McKellen se había transformado en el máximo referente en la moderna interpretación shakespeareana, encarnando esa elegancia dramática del teatro inglés, estuvo a punto de ser uno de esas “famosas maricas” en el closet, pero la realidad lo sacudió definitivamente y no dudó en convertir su carrera en una cruzada por la diversidad sexual. “A menos que alguien haya estado hibernando, debe estar informado sobre la Cláusula 28, una ley que inhibe siquiera a las decentes autoridades locales de apoyar a lesbianas y gays dentro del régimen ignorante y anticuado de Thatcher. Hace un año, yo era uno de esos hombres hibernando, estaba contento de ser gay, pero no sabía que yo podría tener alguna importancia para otros homosexuales, cuyas vidas son más vulnerables que la mía a causa de la homofobia. Nunca había ido a una marcha del orgullo gay, ignoraba incluso la importancia de la palabra ‘Stonewall’”, escribía Ian McKellen en 1988, poco tiempo después de salir públicamente del closet en un programa de radio de la BBC y convertirse en uno de los primeros actores protagónicos de popularidad internacional que asumían su orientación sexual para ser un activista tiempo completo. Y pocas, muy pocas, salidas del closet fueron tan políticas, porque su primer acto fue una declaración contra esa ley que combatía cualquier forma de visibilidad oficial de la comunidad glbt. Mientras que la mayoría de los pocos actores masivos fuera del closet quieren —y creen poder— separar claramente su sexualidad de su trabajo, McKellen sostiene que “actuar es activismo” y desarrolla a través de sus papeles y sus intervenciones públicas como actor un activismo radical, sosteniendo una performance artístico-política como fusión de las dos pasiones de su vida. Y así puede ir con su novio a la entrega de los Oscar, hacer campañas con su organización Stonewall en contra del acoso a niñxs diversxs en las escuelas, o denunciar en una conferencia en el Festival de Berlín que es “muy, muy difícil para un actor estadounidense que quiere tener una carrera ser abiertamente homosexual. Y todavía más difícil para una mujer si es lesbiana. Es muy triste que aún sea así”. Si Y la banda siguió tocando (1993), Bent (1997) y Dioses y monstruos (1998) terminaron de convertirlo en ícono queer y lo reivindicaron como pionero de la unión de política, estética y visibilidad del activismo de los ’90, no hicieron que McKellen se encasillara en un tipo de cine, sino que su particular sofisticación pudo trascender. Dos sagas, demoledoras en su manera estruendosa de entender el cine, construyeron un nuevo milenio dominado por la fuerza actoral McKellen, ahora reconvertido en titiritero de universos de impacto planetario: la sensualidad etérea del mago blanco Gandalf de El Señor del Anillos y, sobre todo, la política mutante del Magneto en los XMen fueron la confirmación de un talento para sugerir, activar, cautivar, proyectar y hacer visible una sensibilidad. Esta semana, este caballero Inglés recibió el premio Donostia en el Festival de San Sebastián, y el cine y el mundo reconocieron una vez más su valentía.
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