Vie 23.10.2009
soy

Rosa Shocking

El rey de la asquerosidad libertina, John Waters, hizo de su película Pink Flamingos la máxima oda queer donde la risa es contracultura pura que festeja la diversidad fantástica, la comedia de primitiva fuerza punk. He aquí las claves subversivas que todavía laten en esa revolución de la escatología color de rosa capaz de espantar a tres generaciones.

La prensa amarilla advertía en titulares tamaño Godzilla: “La delincuencia juvenil es la nueva plaga que se extiende por Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial”. Los sociólogos trataron de explicar el fenómeno: alejados de sus padres, que estaban en el frente de batalla, los adolescentes crecían en las calles sin autoridad que les marque la buena ruta a seguir. Y, claro está, eligieron el camino fácil, que siempre, por suerte, es el más divertido. Y Hollywood agradecido. Porque esa adolescencia descarriada se convirtió en un exitoso género cinematográfico: películas de delincuencia juvenil que retrataban patotas, rebeldes sin y con causa, motoqueros violentos que asolaban suburbios y grandes ciudades para convertirse en lxs más atractivxs criminales románticos que el cine haya erotizado jamás. La juventud insurrecta al estrellato: Elvis Presley, James Dean, Marlon Brando, Susan Cabot, Mamie van Doren, Tura Satana; de los ’50 a los ’60, en technicolor o blanco y negro, lxs jóvenes vivieron el sexo, la droga y el rock & roll como la forma sublime de su existencia dentro y fuera de la pantalla.

Aunque las películas de delincuencia juvenil eran moralistas y propagaban como mensaje la necesidad de alejarse de las pandillas callejeras, con una buena dosis de incredulidad y perversión en la mirada se podía notar que la cámara estaba del lado de la rebeldía. Y a John Waters perversión le sobraba.

Nacido en 1946, Waters aprendió más del cine que de la calle. El supo beber de aquel glamour erótico del aura criminal, rebelde, que Hollywood fabricó para consumo de la juventud de posguerra. El autocine terminó de sellar el pacto de la delincuencia juvenil: las noches frente a la pantalla al aire libre se volvían pura revuelta de las hormonas adolescentes, lugar desregulado para el libertino ejercicio del descontrol teen. Yo era un hombre lobo adolescente (1958), la película que metaforiza el cuerpo del púber fuera de control, mutante, sexualmente monstruoso y violento, fue el gran éxito clase B de la era del autocine y la inspiración para toda una generación de jóvenes perversos. Waters fue el hijo más descarriado y pródigo de esa generación: él imaginaba, mientras asistía a misa, que un monstruo al estilo Godzilla destruía el edificio donde se ejercía el santo oficio. A su imaginación vandálica no sólo la había moldeado el autocine catástrofe sino, también, la mismísima religión que supuestamente tenía el objetivo contrario. “Los católicos siempre tuvieron la mejor imaginación, porque todo para ellos estaba mal. Todo es sucio... Incluso antes que vos pudieses pensar en el sexo, ellos ya te contaron todas esas cosas oscuras sobre el sexo. Así que todo lo sexual es un mal camino, lo que hace al sexo mejor... me arrodillo al lado de la cama para dar gracias a Dios por haber tenido una educación católica, por lo que el sexo siempre será algo mejor porque siempre será algo sucio”, dice Waters, con esa perfecta forma de darlo vuelta todo, tanto la moral del cine como la de la religión, del mundo. El inmoralista por excelencia que hizo del sexo sucio un acto cinematográficamente criminal. Waters es el rey del revés y su obra es un arma de destrucción (de la cultura) masiva. Un arma divina.

ANARQUISMO ANAL

Haberse infiltrado, al fin de su adolescencia, en la escena del cine under de Nueva York, entre la Factory de Warhol y la orgiástica mirada del cine–performance de Jack Smith, le enseñó a Waters que para hacer una película queer sólo se necesita la complicidad de una manga de freaks como él. Hay que formar una patota, porque el cine insurrecto es producto de la asociación ilícita: las superstars warholianas eran la prueba caliente de eso. Y su primera figura, su co-equiper criminal, la encontró cruzando la calle. Era su vecino y se llamaba Harris Glenn Milstead, aunque él lo rebautizaría con herejía como Divine, igual que la protagonista de la novela Nuestra Señora de las Flores, de Jean Genet, aunque Waters asegura que no había leído ese libro en aquel momento.

Divine era un obeso afeminado que fue blanco de todas las trompadas que el machismo escolar podía dar, a tal punto que tenía que ser acompañado por la policía del colegio a su casa para que no lo acribillen sus compañeros homofóbicos. Era, sin eufemismos, el gordo puto de la clase, un fanático de Elizabeth Taylor al que le gustaba travestirse y que se convertiría en la máxima encarnación del camp como shock en el cine. Aunque Waters filmó desde los 12 años en cámaras de 8mm, su primer corto más o menos acabado lo dirigió a los 18 años, en 1964, el mismo año en que probó el dulce alucinante de la marihuana y el LSD por primera vez, según cuenta en su temprana autobiografía Shock Value (1980). Y sus películas también fueron un viaje de ida. Su productora se llamó Dreamland y junto a su equipo de marginales sin rumbo encabezado por Divine perpetró la más queer de las batallas contra toda normalidad.

Luego de dos violentos largometrajes en blanco y negro, Mondo Trasho (1969) y Multiple Maniacs (1970), Waters logra con Pink Flamingos (1972) que su poética del shock a todo trapo se vuelva gesta salvaje de una nueva sensibilidad extrema e inédita: el Anarquismo Anal. Sí, eso, lo que leyeron. Aunque fue también bautizado el Pope de la Basura, el Príncipe del Vómito, su seudónimo más cabal es Anarquista Anal, un título de nobleza asquerosa que lo hacía el heredero supremo de aquellos que se oponen a que el arte y la diversidad sexual sean un mecanismo más del disciplinario y civilizador poder expansionista de la cultura institucionalizada. Y frente a tanto gesto provocador que pierde su peso según pasan los años, que la cultura asimila y transforma en un intento demodé de desestabilizar que funcionó dentro una coyuntura perdida, Pink Flamingos es una obra todavía en movimiento, vigente en su fuerza de choque, un esfínter libertario que estalla cada vez que alguien se atreve a proyectar su escatológica imaginación sobre una pantalla blanca. “Es difícil ofender a tres generaciones, pero parece que lo he logrado”, dijo recientemente Waters; y dijo bien.

LA PESTE ROSA

¿Qué hace que Pink Flamingos no haya envejecido y aún sea el máximo exponente del terrorismo queer? La película narra la competencia de dos grupos por conseguir que alguno de sus miembros sea la “persona viva más inmunda”. Ese título, según un diario de prensa amarilla, le pertenece a Babs, el personaje que interpreta Divine, pero es codiciado por los Marbles, una pareja de criminales, tanto o más asquerosa que Babs. Como un match deportivo, las secuencias capturan a estos personajes y a sus secuaces en una inmersión en lo desagradable, lo abyecto hasta la escatología más primitiva y animal. Su genialidad es la visionaria sensibilidad de Waters, una mirada vanguardista a la hora de pensar una narración para romper tabúes: no se trataba sólo de espantar a la burguesía sino también a los liberales, al progresismo, es decir, al pensamiento que a principios de los ’70 creía en ciertas revoluciones. Pink Flamingos irrumpe justo en los primeros años post-Stonewall, cuando el movimiento gay-lésbico salió a la luz para reclamar sus derechos, convencidos de que asimilándose a las reglas del buen funcionamiento de las instituciones sociales había una vía de supervivencia, política que funciona hasta hoy expandida a niveles globales. Específicamente, el año de estreno de la película, Harvey Milk viajó de Nueva York a San Francisco para finalmente encarnar el modelo del gay reformista como programa político, a lo que Pink Flamingos contraatacaba con su estilo queer deformista, la diversidad sexual como forma suprema y perenne del freak revolucionario. Y justo cuando la política asimilacionista adoptaba “gay” como palabra amable para representar a una orientación sexual tanto como a la comunidad diversa, y así planeaba una campaña de visibilidad rosa de las virtudes públicas de los homosexuales, Waters retrató la intimidad insurrecta del primer plano escatológico más obsceno y sus diálogos guarangos que gritaban lo innombrable, haciendo del Flamingo Rosa del título, típico adorno kitsch del color gay por excelencia, un sinónimo de la peste del mal gusto, de lo asqueroso como carnaval excrementicio. Y así, mientras las Drag Queens se multiplicaban en pubs gays como gesto camp calcado, donde el lipsync de canciones de divas clásicas era la performance obligada como nostalgia por una feminidad ideal y puramente glam, Waters respondía con la anti Drag Queen Divine (¿tendríamos que rebautizarla drag kill?) como travestido impresentable, de cuerpo excesivo hasta lo paquidérmico, de gestualidad esperpéntica, de vozarrón en falsete andrógino; pero también, Waters convertía al esfínter anal de un hombre en una forma de lipsync aberrante: sí, como leyeron, el agujero del culo de un personaje hace fonomímica de una canción en Pink Flamingos.

Y si la falocracia gay se multiplicaba en la carne firme y los miembros erectos de efebos y pin-ups del porno chic –esas muestras de carne y hueso de la imaginación de Tom of Finland que clonaba el modelo de belleza falocéntrica de la pornografía heterosexual (1972 es también el año de estreno de Garganta profunda)–, tal vez la máxima subversión de Waters sea que su película es un himno celebratorio y risueño al sexo flácido, a la carne fofa, lánguida, a la pija muerta como contracara definitiva del sexo recio, viril. La escena de una mamada incestuosa de Divine a su hijo, que nunca logra la erección, es el colmo de esta oda contra el miembro erecto que caracteriza a Pink Flamingos.

¿Hay algo más repugnantemente queer que todo esto? Sí, hay varias cosas más, y casi todas están contenidas en esta película: hay exhibicionismo grotesco en lugares públicos, zoofilia necrófila, canibalismo libertario, lesbianas de lo más políticamente incorrectas, etcétera. Y, sí, también está la escena más popular de las profundidades del mal gusto: Divine termina comiendo mierda de perro. Mierda real: la cámara muestra cómo un perrito faldero caga y, sin cortar, sin ningún truco, el soretito es masticado por Divine en un primer plano coprofágico y sonriente que cierra la película. Eso es punk de la estirpe más dura. Sí, porque también a Pink Flamingos se la puede rebautizar Punk Flamingos, Waters también fue un adelantado en esto, fue punk avant la lettre (¿o avant la letrina?), o antes de que esa mala palabra sirviese para nombrar una contracultura estética, callejera, musical de insubordinación.

Las otras películas setentosas de Waters, Female Trouble (1974) y, especialmente, Desperate Living (1977), que se retituló en Europa como Punk Story, siguieron por el camino abierto en Pink Flamingos, pero tal vez con menos búsqueda del shock gráfico, con menos valor documentalista: porque todo lo que ocurre en esa película tiene una instantaneidad tan performativa, tan inmediata y única, imposible de repetir en su grado de pulsión rupturista. Influyente a más no poder, muchas cosas fueron mal paridas por el impulso de Pink Flamingos, caldo de cultivo de toda expresión queer, de toda estética radical, porque con esa película Waters se transformó en el puto que los parió a todxs. No sé si fui claro.

TRAMAS FAMILIARES

Lo que todavía no dije es que el mérito mayor de Pink Flamingos es lograr que toda esa inmundicia sea una forma de comedia. Waters nunca aspiró a una película seria, al modernismo pesadillesco como forma moral (la pesadilla como metáfora del caos del mundo moderno) sino que fue un comediógrafo inmoral: la risa no castiga, más bien celebra la diversidad imposible, fantástica.

A pesar de seguir haciendo algunas películas de shock, Waters sabía que no iba a poder ir más allá de Pink Flamingos, sobre todo porque el punk ya se había impuesto como moda adolescente; así que lo mejor era cambiar. Y lo más perverso que él podía hacer era convertirse en un cineasta independiente apuntando a un público amplio, sin tanto shock gráfico, pero dentro del subgénero que él mismo creó: la comedia como salvajismo libertino. Y, en este sentido, dirigió tramas familiares que se transformaron en delirios tribales (Polyester, Hairspray, Adictos al sexo) o cándidas estampas de la vida adolescente perversamente viradas al infantilismo utópico (Cry Baby, Pecker, Cecil B. Demented). Así, Waters se transformó en icono de resistencia queer, figura de culto a la insurrección sexual, empujado a ser un showman tiempo completo, llegando a hacer giras con conferencias a modo de stand-up basado en su propia vida y obra.

Pero nunca dejó de ser “el director de Pink Flamingos”, la película más prohibida de todos los tiempos, el summum cómico de todos los malos gustos, que sin embargo resistió más de tres años ininterrumpidos en cartel en Nueva York en funciones de medianoche. Y, también sin interrupción, corrompió a muchas generaciones de espectadores. A inicios de los ’90, Waters relataba sobre un juicio que afrontó por la película: “Hace unos años, una familia de Florida paseaba por un videoclub y decidió, ya que amaba Hairspray, ¿por qué no alquilar otra película de John Waters? Uh... Tiempo después, en su testimonio ante la Corte, alegaron que ‘abandonaron a la mitad’ Pink Flamingos antes de decidirse a llamar a las autoridades. Supongo que eso significaba que llegaron a ver hasta el agujero del culo que canta. ¿Por qué no pueden simplemente parar la película, como hago yo cuando no me gusta un video? ¡Oh, no, tienen que llamar a la policía! Me alegro de haber arruinado la noche de esas personas. La película es obscena, sí, pero de una manera muy alegre; y es justo eso lo difícil de probar legalmente. En una función de medianoche, o al ver un video en sus casas, los espectadores tienen la libertad de festejar el mal gusto. Sin embargo, fuera de contexto, en un juzgado, no hay jurado que puede vitorear el sexo con una gallina, ni a un exhibicionista con el pelo del pubis azul y un cuello de pavo atado a su pija”. Hubo una multa de varios miles de dólares, y la película fue retirada de todos los videoclubes de Florida. Y la risa queer de Waters todavía resuena fuera de la ley.

Pink Flamingos se proyecta sin escenas censuradas en el Malba dentro del ciclo Morbo, hoy a las a las 23.55, y el próximo viernes 30 a la 0.10. Más información: www.malba.org.ar

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