LUX VA A NUEVA YORK
Convocadx para disertar sobre los avances nativos en materia de derechos civiles, nuestrx cronista, expertx en retrocesos, no encuentra un lugar donde dejarse caer, ni mucho menos donde alguien lx quiera levantar.
Me llamó la Beto y me dijo: “Preparate el bolso que te vas a Nueva York a hablar del casamiento gay”. Por suerte me esperaban en el JFK, porque no hubiera sabido cómo llegar a la isla. Me metieron en unos trenes que se volvían cada vez más sofisticados, mientras me iban instruyendo: para allá está Brooklyn, que es como lo más cool del momento (“no es para vos”, me dijo la Cubana, no sé si en serio). Nos bajamos mismo en donde estaban las Torres Gemelas, que ahora se llama Ground Zero y es como una obra en construcción gigantesca llena de chongos que ponen cara de estar participando de algo importante.
“Lo primero”, me dijo la Peruana, “es lo primero”. Me llevaron al Ejército de Salvación y me hicieron vender todos mis trapos, salvo un par de bombachas, por un puñadito de dólares. De ahí fuimos al Century 21, la tienda de ropa con precios ridículos que da exactamente al Memorial del 9.11. “¡Ay Dios mío!”, gritaba cada vez que me cruzaba con un Dior que salía menos que un almuerzo.
Una vez que reaprovisioné mi maleta con tesoros impensados, salimos raudamente a la NYU, la institución patrocinante, donde me estaban esperando las militantas pro-argentinas con pancartas que proclamaban la supremacía moral de nuestra patria. Henchido el pecho y atenazado el corazón pronuncié las palabras memorables que había preparado en el avión y pedí abucheos a Bergoglio y la Michetti que hicieron temblar el arco de Washington Square.
A las 3 de la tarde ya todo había terminado y me llevaron al hostel, que quedaba en Bedford y estaba regenteado por una pareja de lesbianas letonas. Tardé como una hora en reponerme de tanto trajín sin pausa y en acicalarme para la que imaginaba la “gran noche de Lux”.
Cuando salí del baño, la Cubana y la Peruana roncaban a pata suelta. Las desperté a los gritos, ya montada, para salir de marcha. Me miraron con tristeza, se miraron con sorna y estallaron en sonoras carcajadas. “Pero mi amor”, me dijeron, “si en Nueva York ya no se coge”.
Como insistí en mis planes locos, me sacaron sin ganas a la calle y me contaron lo mal que le había hecho a NY el alcalde republicano que iba ya por su tercer mandato. “Acá lo único que quieren las locas es casarse”. “Les prometeré matrimonio si hace falta”, insistí.
Y allí nos fuimos (noche cerrada, a la seis de la tarde). La primera parada fue Monsters, en plena zona rosa del Village. Allí nos encontramos con unas locas monstruosas que, alrededor de un piano, cantaban hits de musicales bajo un cielorraso tachonado de mariposas de papel maché. La Cubana sugirió bajar al sótano, donde las cosas suelen ponerse más calientes. Calor hacía, pero la pista era tan parecida a Contramano que me negué a quedarme. Quería exotismo, negros, rumba, cuerpos ebrios de deseo, lujuria americana, jadeos y gemidos: “¡Quiero ir adonde fue la Lorca!”.
Rumbeamos para la calle 4, en la zona del Alfabeto, donde me metieron en un bar ochentoso con billares y una señora fina despistada que paseaba a su perro labrador, unas locas bien vestidas mimaban viejas canciones de Madonna y una tortas jugaban al pool sin mucha idea. Me tuve que morder los labios para no gritar.
Seguimos viaje. No había visto todavía un solo espécimen (de ningún género o sexo) que despertara mi lujuria o en quien pudiera suponerse alguna propia. Me explicaban: las casas de recreo cerraron todas, hay unos peep shows pedorros a los que no va ni el loro y fiestas privadas a las que se ingresa, sin ropa (¡Dios me libre!) con invitación personal (las más famosas son las de Dimitri, pero estaba afuera por Acción de Gracias).
En la avenida 4 entramos a un tugurio de paredes negras pero donde no había más que señores rubios en bermuda caqui acodados en el mostrador, mirando el fútbol. Al Eagle no nos iban a dejar entrar, montada como estaba.
La Peruana recordó un rumor que le había llegado de labios de una Cordobesa (tenía que ser), ausente de la ciudad por razones familiares. “Es en Queens”, me dijo. “Por Astoria hay un cine donde pasan un festival permanente de películas de Bollywood.” Detuvo el cachetazo que estaba a punto de darle y terminó la frase. “Pero parece que si te metés por un pasillo no señalizado, llegás a un sex-club multiétnico, donde te dan té con cookies.” “Te dejo el tecito a vos”, le contesté, “y a mí dejame todos los bizcochos”. Y allí nos fuimos, en sucesivas combinaciones de subtes y buses que nos dejaban cada vez más lejos del Empire State y de Manhattan.
Hora y media después, entramos en un cine más bien mugriento y descubrimos una puerta más bien descascarada que comunicaba con una serie de cuartos mal iluminados y peor ventilados donde, naturalmente, el olor preponderante era el del curry. A esa altura de la noche (eran como las once, pero para Nueva York es como decir las cinco de la mañana), ya no me importaba nada.
Después de un licuado de curry servido muuuy burocráticamente me preguntaron de dónde era (porque mis urgencias despertaron tanta curiosidad como mis pericias). Contesté con la verdad y recibí una lacónica respuesta: “Es el lugar para estar... Sudamérica. Acá, no pasa nada”. El fin de semana no hizo sino confirmar el veredicto: salvo salir de compras, ir al teatro y defender derechos civiles, no hay otra cosa para hacer en el Centro del Mundo.
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