Vie 04.12.2009
soy

LGBTTI

Hambre

› Por Valeria Flores

Espero el colectivo con la voz de Sandra Rodríguez resonando, trémula, entre los edificios. El clamor de ¡Carlos Fuentealba Presente! sacude las hojas reverdecientes de los árboles de un mediodía primaveral, mientras subo los escalones del micro. Masco con desgano un chicle para entretener el estómago, que ya exige atención. Ubico mi chonguez cerca de la puerta trasera cuando el reojo de una señora me inspecciona sin disimulo. ¿Varón o mujer? Qué cruento es el apetito de la taxonomía. El colectivo arranca, hace su recorrido habitual. En una parada suben dos chicas, llevan pulseras de plástico y su mp3 a la vista. Ya sentadas, me brindan una última ojeada procaz. Mi estómago anuncia su ácida impaciencia. Me agita la urgencia por verla. Nueva parada. Asciende ella. No la esperada, no la de mis fantasías públicas. Sino ella, la que suscita esta vez mi mirada, no lasciva, sino la de estupefacta satisfacción. Su cuerpo se define por la abundancia de carnes, con el pelo recogido en unos cuantos y trabajosos años. Una mochila y un bolso arrugan su deslucida remera roja. Con una mano sostiene la tarjeta magnética sobre la máquina lectora y con la otra, aprisiona un gran sandwich de milanesa. Con un equilibrio envidiable, se sienta con el desparpajo del cansancio. Sin sacarse la mochila, sin pudor, vergüenza ni culpa alguna, el primer mordiscón no se hace esperar. Yo, alucino. Observo la lechuga escabullirse del pan y las migas caer sobre su pantalón azul. Grasa, esgrimirían las paquetas señoras defensoras del campo. Ella, ni decoro ni “buenas costumbres”, esas que invoca la derecha en la mesa ostentosa de mantel bordado con sangre grasa. Ella, sólo hambre. El hábito alimentario signa el estándar de clase, y también de género. La advertencia nutricional, la grasa engorda, se transmuta en identidad social, la gorda grasa. La viejita de al lado, provista sólo de unas filosas encías, no encuentra impedimento para devorar el preciado sandwich. El sol ilumina los dedos aceitosos de la saciedad. Mi estómago replica mi inacción. La ansiedad del encuentro se apodera de mi pie en obsesivo repiqueteo. La velocidad de deglución es tan exacta como para limpiarse las manos sobre sus muslos y tocar el timbre justo a tiempo. Nos vemos después, le dice a la viejita que saborea, radiante, el último pedacito de pan. Abandona el colectivo, con sus dos bolsos, sin pudor, vergüenza ni culpa alguna. Esa mezcla inflamable cría la fuerza que te envaina para dar en la calle ese beso tan deseado, tan prohibido, tan antiguo, tan gozoso. Hay hambre en la ciudad. Y hay gente como ella, como otras ellas, difuminadas en un nosotras, dispuesto a saciarlo. Sin pudor, vergüenza ni culpa alguna.

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