Vie 04.12.2009
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SALIO

Sobrinos de la vida

› Por Liliana Viola

En la vida no se recuerda como recuerdan los personajes de las novelas. La memoria no tiene esa tenacidad, esa articulación que hace del pasado una materia compacta y deja al presente como una torpe improvisación. Con esta premisa como condena y también como coartada, todos los personajes de la nueva novela de Claudio Zeiger –periodistas, aprendices, ratas de redacciones o de bibliotecas, aristócratas con pluma y pensionistas con ilusiones– recuerdan algo, una parte de algo, para eso están.

En cada capítulo irrumpe una voz bien distinta nacida y educada en Buenos Aires en alguna de las décadas que van del cincuenta hasta nuestros días. Zeiger no evita la presencia de "la realidad", al contrario, cada personaje aparece fraguado por los males y los bie-nes del momento en que vive. Cada uno habla con el vocabulario que le da su barrio, lo que dijeron los diarios, lo que se comentaba en los suplementos culturales, lo que figura hoy en la historia de la literatura argentina.

¿Cómo se las ha arreglado tan bien Zeiger para condensar tantos años de historia nacional y pasional en doscientas páginas? Será que sus personajes no recuerdan como lo hacen los personajes de las novelas.

Todas las voces parecen responder a una consigna que desconocemos, tal vez la de un obsesivo reconstructor de las redacciones perdidas que forjaron la mitología del periodismo como sobrino favorito de la literatura y como promesa de un ascenso social y moral. O tal vez responden a un melancólico preguntón que quiere saber el porqué de las decisiones intempestivas, del deseo que nace entre dos desconocidos, de la traición, los ideales que sin decir por qué ni cómo se abandonan.

Como en todas las redacciones que se precien, en esta novela hay un suicidio, una muerte trágica, un desencuentro amoroso, un marido engañado, una gran señora carismática y algo reaccionaria, un niño que se escapa de la casa, una tensión homoerótica que se repite generación tras generación y un savoir faire que cuando se transmite no será de padres a hijos, sino en todo caso de tíos (hay una sola tía pero vale por todas las madres que faltan) a sobrinos. Y en este punto tal vez esté la más original operación que esta novela se propone con el ejercicio de la memoria. Los lazos entre los personajes no son directos, siempre hay que hacer un camino oblicuo para entender qué ocurrió entre ellos. No los une el amor sino la admiración. No los unen los lazos sanguíneos sino las afinidades electivas. No los une la verdad sino los modos que ésta tiene de enmascararse para sobrevivir.

Un extraño saber, el de la escritura, va pasando de mano en mano como una brasa caliente. Como todos leen y todos escriben, hay una entrada libre para las crónicas de la época y las novelas del verano. Entre las gemas recobradas, merece atención especial la crónica sentimental que uno de los personajes ha escrito en su momento, ha sido calificada como valiente y lo ha convertido en un bicho raro, algo encandilado fuera del closet que abrieron los nuevos tiempos. ¨Había bares, bares donde se encontraban quienes debían encontrarse. Señores con plata, muchachos sin destino, siempre con esas caras cariacontecidas, esas muecas que empezaban a copiar de los films norteamericanos”. Tipología de una vida homosexual que se respira entre sombras y que termina en calabozo o en un silencio.

Los periodistas son unos buscones, recorren bajo el sopor de una Buenos Aires que va cambiando su cartografía a medida que pasan los años. Al principio, será la Recova de Constitución, la pensión barata y la biblioteca, luego las editoriales multitudinarias y después la editorial montada en un departamentito privado. Zeiger ha construido una formidable novela de un tiempo que huyó y que huye todavía. Tal como se evaporan las noticias calientes en cada nuevo cierre de edición.

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