1971. En la España franquista, Barcelona empezaba a rebelarse, cobijando los primeros movimientos gays, feministas y libertarios. Y Nazario Luque, el primer historietista queer, empezaba a aportar en forma de viñetas y también con sus performances callejeras una estética anarcomaricona que desafía hasta hoy cualquier forma de regulación del deseo, cualquier límite a la orientación sexual y a la identidad de género. A punto de editar un libro que recopila una biografía que no reconoce tampoco límites con la ficción, abre las puertas de su casa sobre las ramblas barcelonesas para mostrar tanto su trayectoria de dibujante como las últimas orgías grabadas entre él, su compañero desde 1978 y algunos de los nueve amantes que comparten.
› Por Diego Trerotola
En el corazón de la Barcelona actual, lustrada con esmero para ser una maqueta reluciente para turistas, todavía la Plaza Real –a un paso de la Rambla de estatuas vivientes, puestos de postales y souvenires kitsch–, irreductible a cualquier purga, funciona como una experiencia límite. Una fuente rodeada de palmeras y galerías dan la sombra justa para enrarecer el ambiente placero que, si bien tiene algo de escenario prefabricado con restó caza-euros de paseantes consumistas, también tiene bancos y columnas perfectos para que se instale y se esconda el dealer, el borracho, la gitana, el lumpen, la puta y demás merodeantes inclasificables. Sabiendo que iba para allí, alguien en un pub gay de la parte chic de la ciudad me había advertido que tuviese cuidado, que la cosa se ponía peligrosa, que se llena de drogones y “chorizos” dispuestos a lanzarse contra turistas. Cuando llegué a la Plaza Real alguien me recibió con cortesía, ofreciéndome hachís, una gran bienvenida que me aseguraba la calidez que buscaba. Así que elegí un banco con sol de primavera, que no era tan top como la luz púrpura que la canción de Cole Porter describe del verano español, pero casi. Me había reservado leer in situ el final de Plaza Real Safari, el libro que Nazario ilustró y escribió mirando por una ventana que ahora yo podía ver desde ese mismo banco donde leía. Y con Nazario, el historietista que había definido la contracultura española de resistencia libertaria, tenía cita una hora más tarde. La cita la había conseguido gracias a atreverme, unos días antes, a tocar el timbre del “corral de los maricones”, el piso que alguna vez Nazario había compartido con Ocaña, el pintor y performer ramblero travestido que hizo del strip-tease callejero un acto de provocación anarcomarica en la transición democrática. Había ido a la Plaza Real sabiendo perfectamente la dirección de su casa, pero una placa en el número 12, recordando el paso de Ocaña por ahí, igual hubiese delatado el lugar que definió la revolución cultural marica de los ’70. Mientras terminaba de leer el libro de Nazario, publicado cuatro años atrás, que describía esa misma plaza, en el banco al lado mío dormía una siesta de vino barato un croto gigantesco, mientras detrás los turistas con ropa de diseño picaban mariscos en un restó y sacaban fotos con cámaras pocket obscenamente caras. En las páginas del libro, Nazario define el doble filo de Plaza Real: “Para unos es un oasis en medio de la ciudad, un remanso de paz, un seno materno; para otros es lo más parecido al patio de la cárcel Modelo”. Esa dualidad de sofisticación y rusticidad, de tranquilidad y descontrol, es tal vez lo que define también el estilo artístico de Nazario, una frontera entre mundos atrapada en las viñetas de sus historietas, en las telas de sus cuadros.
Cuando finalmente me recibe, Nazario Luque está fascinado frente a su computadora con las imágenes que capturó en su Sevilla natal, donde días atrás se había realizado una festividad para la que casi todos los habitantes del pueblo de su madre habían decorado las calles con un barroquismo artesanal. Las fotos eran estampitas recargadas de la fiebre andaluza por la alegría, por las flores y por la fiesta popular. Callejuelas cubiertas por artificiosas guirnaldas floridas enmarcaban el pueblito como el manto profanado de una virgencita de provincia, dándole un mismo halo de corrompida santidad paradisíaca. El brillo de la mirada de Nazario, su intensidad algo irónica, le adosaba un espesor marica a tanto adorno de papel, y cada vez que ampliaba con un clic alguna foto para mostrarla mejor en la pantalla, parecía que un documento rural se abría a una dimensión estética transformadora. A los 66 años, Nazario sigue probando nuevas formas de experimentación estética, recientemente comenzó a hacer ilustraciones a modo de collages digitales con fotos, pinturas e historietas, ensamblando fragmentos para crear una narrativa visual híbrida, como un puzzle abierto que no se deja resolver. Su estética mestiza, como él la denomina, nació profundamente híbrida, cuando llegó a Barcelona en 1971 y creó una comuna de dibujantes para comenzar a desplegar su mirada de la gran ciudad catalana con ojos de sevillano ardiente. “Me vine a Barcelona, como mucha gente, porque ésta era la ciudad más cosmopolita de España. Acá, en los últimos años de Franco, había montones de bares gays, había como veinte, más que en París. Estaba minado de bares gays con cierta tradición, a lo Genet, todo un ambiente de mariconeo, de travestis. Y Madrid, al ser la capital, siempre ha sido más facha que Barcelona, donde había una tradición anarquista durante la República. Aquí empezaron los movimientos de gays, el movimiento feminista y el libertario”, explica para entender el contexto donde Nazario comenzó su revolución gráfica a partir de historietas escatológicas y libertinas que, publicadas inicialmente en Francia o clandestinamente en la España franquista, se enredaron en las piruetas del barroquismo andaluz, la monstruosidad goyesca y el esperpento de Valle Inclán para poner sistemáticamente en ridículo a los “dos valores morales fundamentales instituidos en la sociedad española tradicional, la virginidad femenina y la abstinencia sexual”, como bien marca Eliseo Trenc. El primer historietista diverso de España desafiaría hasta hoy cualquier forma de regulación jerárquica del deseo, cualquier límite de la orientación sexual y de la identidad de género, para plantear su estética anarcomarica. Después vino el Almodóvar kitsch de Patty Diphusa con su desenfreno, pero antes de la movida madrileña, un sevillano con sandalias de plataforma verde loro, las uñas pintadas de violeta y una melena teñida se paseaba por las Ramblas barcelonesas y, en los tiempos libres, nunca como profesión ni como trabajo, dibujaba con la misma libertad con que se vestía para ir a yirar. De hecho, el personaje más popular que creó Nazario, su alter ego ramblero, se llama Anarcoma, es la improvisada detective travesti a la que le dedica dos álbumes de historietas, fue traducida a varios idiomas y sus aventuras todavía están entre las más sofisticadas formas del comic europeo. En el mundillo de Anarcoma –entre una trama que parece de ciencia ficción, con robots sexópatas y máquinas del placer– hay un espíritu de saga porno-documental, retratando la prostitución, la promiscuidad y la vida marginal de una Barcelona muchas veces silenciada. Anarcoma tal vez sea la máxima historieta trans: nadie a fuerza de trazos pateó más lejos esa barrera ridícula que quiere separar lo masculino de lo femenino, una androginia seductora se apropia de las aventuras de esa travesti amplificada como heroína magnánimamente vulgar, deseante, indestructible. También algunos relatos de Mujeres raras, libro misceláneo de Nazario, pueden competir por ser la más esperpéntica visión del cruce genérico, del mestizaje estético, sexual y conceptual, como aquella historieta titulada La hija de Copi, divertidas aventuras de una siniestra niña con “polla”, dedicada a la obra del genial escritor e historietista argentino Copi, quien se había comprometido a escribir el prólogo a uno de los álbumes de Nazario, pero su muerte se lo impidió.
La insubordinación genérica se tradujo no sólo en la obra de Nazario sino en su forma de vida, haciendo de su biografía un modo de celebratoria guerrilla maricona, de resistencia urbana a la higiene heterosexista que todavía quiere limpiar el espacio público de supuestas lacras, malos ejemplos para la ciudadanía. Recordó de aquellas épocas: “Ocaña llegaba a mi casa con un ‘Nena, ponte este vestido que a ti te quedará divino y yo me pongo este otro y nos vamos...’ a las fiestas de Gracia; a las Jornadas Libertarias; a presentar tal o cual festival o, simplemente, a dar una vuelta por las Ramblas y reírnos un rato con las mariconas amigas del Café de la Opera. Lo pasamos muy bien, incluso los tres días que nos tuvieron encerradas en la cárcel Modelo por hacer en las Ramblas lo que siempre hacíamos”. El incidente de la cárcel fue un 24 de julio de 1978, cuando Ocaña y Nazario salieron a celebrar travestidos la noche de la verbena de San Jaime, cantando en el Café de la Opera, cerca del lugar donde fue quemado un homosexual en la Inquisición, y la policía los reprimió brutalmente, acción que fue denunciada como “represión selectiva” a quienes “se salen de los bares y zonas que el sistema tolera” porque son “un rentable negocio”. Ideólogo del antisistema y el pensamiento libertario, Nazario es uno de los que todavía pone el cuerpo para transgredir el modo de funcionamiento y obediencia institucional que empezaba a imponer la cultura gay a través de la regulación de espacios, un orden siempre con fines económicos, donde se negocia el ejercicio de la libertad sexual en lugares con derecho de admisión: pubs, saunas, discos, un circuito cerrado donde se encierra el homoerotismo. Desde sus comics, pero también en su performance urbana junto a Ocaña, Nazario defiende la desregulación del deseo instalándose en la calle, en espacios públicos comunitarios, para transgredir el orden social impuesto a los maricones y tomando la Plaza Real como epicentro del intercambio plural. Su cuerpo debía ser político y hedonista, o no ser. La liberación báquica de la libido fue su premisa anarcomarica: Nazario dice ser tímido y necesitar el alcohol para desinhibirse. Prueba de ello es el video Actuación de Ocaña y Camilo, donde participa en una orgía borracha filmada para convocar a la primera Marcha del Orgullo en España, realizada en 1977 en Barcelona. La paradoja es que, a pesar de que Nazario y Ocaña habían comprometido el cuerpo hasta un exhibicionismo festivo y plenamente pornográfico para promocionar la marcha, los pioneros del movimiento gay catalán los traicionaron. “En la primera manifestación gay en Barcelona, el Ocaña se puso un vestido que usaba para salir a la calle, y cuando salimos a la Rambla los organizadores le dijeron que se quitara de la delantera de la manifestación porque querían dar una imagen de seriedad. Y creo que el comic de hoy también quiere dar una imagen de respetabilidad, que creo que realmente es una locura. El rollo de la mariconada ya no se ve serio para el lector de hoy”, recuerda Nazario. Esa transfobia que todavía parte del movimiento Glttbi tiene una forma de funcionamiento represivo: el travestido Ocaña no era digno de ser representante de la diversidad, no podía ser la cara de un movimiento.
“La homosexualidad es tolerada y concedida cuando va acompañada de una expresión ‘artística’, puesto que en tal caso se liga a la esfera de lo imaginario, de la fantasía, a la sublimación, y no ataca directamente las relaciones reales habituales, consideradas ‘normales’. El homoerotismo puede ir bien en el cine, en los libros, en la pintura o en el comic, pero no en la cama y, sobre todo, ‘¡no en mi cama, por el amor de Dios y de la Virgen Santa!’”, sostenía Mario Mieli, activista pionero y fundador del movimiento de liberación homosexual en Italia. La cita de Mieli sirve para introducir un capítulo del álbum de Nazario, “Alí Babá y los cuarenta maricones”, una saga homoerótica en la Barcelona entre fines de los ’80 y principios de los ’90, cuando la crisis del sida se expandía en toda su dimensión. Sin embargo, parece que este tipo de tolerancia a la diversidad en el arte de la que habla Mieli no alcanza a Nazario, que es tan anarquista que sigue siendo perseguido por sus comics. En 2007, dos años después de la ley de matrimonio igualitario propuesta por el PSOE, el Partido Popular denunció que era “aberrante” que “Alí Babá y los cuarenta maricones” estuviese como lectura recomendada dentro de una Guía para docentes elaborada por el Comité Español de la Campaña Europea de la Juventud contra el Racismo, la Xenofobia, el Antisemitismo y la Intolerancia. Publicada en 1993, esa historieta de Nazario, en parte como campaña contra el sida, adquiría un nuevo carácter revolucionario por retratar la vida sexual de los maricones en toda su “promiscuidad”. Y no se renegaba de esa palabra tan usada para denostar los comportamientos sexuales libertarios sino que se la defendía con otra cita de Mieli que introducía el segundo capítulo del álbum: “Las ventajas de la gaya promiscuidad son varias, en primer lugar porque abre al individuo a la multiplicidad y a la variedad de las relaciones, y por consiguiente gratifica positivamente la tendencia de cada cual al polimorfismo y a la ‘perversión’, facilitando en consecuencia la buena marcha de cualquier relación entre dos personas (porque ni una ni otra se pegan desesperadamente al compañero, pretendiendo su renuncia a relaciones totalizantes contemporáneas con otras/otros)”. Mientras ciertos sectores del activismo, denunciados en su momento por Néstor Perlongher de este lado del mundo, se encerraron en la idea de monogamia e incluso en la castidad como supuesta forma de combatir el sida, las campañas de prevención dibujadas por Nazario, como también sus historietas libidinosas, proponía ideas que a la mayoría del mundo gay parecían asustar. Un slogan de Nazario podía ser “La pareja es bella, la promiscuidad también”, y varias pijas con preservativo ilustraban esa frase que informaba que, sea una práctica monogámica o no, es el saber cuidarse, pero nunca el miedo a la sexualidad plena, lo que nos seguiría permitiendo elegir la forma de belleza para nuestro goce polimorfo. Sin embargo, promiscuidad sigue siendo una mala palabra y, todavía, esa libertad de expresión sexual y genérica que existe como celebración vital en los comics de Nazario parece cada vez menos visible en la comunidad gay. “Está permitido el sexo, pero a escondidas, el desparpajo, la soltura de antes, de que había un tío en una barra sentado en un taburete y le cogías el paquete, le sacabas la polla y todo el mundo se reía mucho o ni se daban vuelta, hoy en día esto no se ve bien”, dice Nazario, en pareja abierta desde 1978 con Alejandro, con quien vive en Plaza Real y con quien comparte sus nueve amantes, la mayoría inmigrantes casados. El amor por el goce los une hace más de tres décadas, pero para ellos pareja y promiscuidad no son términos irreconciliables. Nazario me cuenta cómo sus amantes desfilan los fines de semana, y que algunos de sus partenaires incluso se dejan filmar sin mostrar el rostro. En el mismo monitor donde desfilaban las flores que adornaban un pueblo de Sevilla, ahora Nazario me muestra unos videos de las sesiones sexuales que registra con su cámara. En una le hace una mamada a un morocho de pelo en pecho, en otra lo penetran en cuatro: pequeños autorretratos en éxtasis sexual. No hay intenciones de provocación, Nazario me muestra las imágenes como si fueran viñetas en movimiento de una de sus historietas, donde a veces él también aparece como personaje. Es que la vida privada de Nazario nunca fue tal, por eso prepara ahora un álbum llamado Nazario íntimo, todavía más radical en la exposición de su vida como gesto político-libertario, que se editará posiblemente en el verano europeo, entre agosto y septiembre. Tal vez, en sincronía con el movimiento del post-porno, alguna de estas imágenes de sexo explícito también formen parte de su nuevo libro. Entre sus próximos proyectos se prepara una película sobre su vida y, en reciente viaje a Sevilla, se entrevistó con unos productores. Nazario quiere salir de la forma de documental biográfico tradicional para hacer una “mezcla entre la realidad y la ficción, entre el comic y la realidad”. Mientras continúa pintado acuarelas hiperrealistas de su entorno, la vida de Nazario está en plena expansión libertaria. Antes de despedirnos me enseña la ventana desde donde mira la Plaza Real todos los días, y desde donde también graba pequeñas situaciones con su cámara siempre alerta. En el alféizar hay un curioso muñeco: una iguana enroscada en un collar de perlas. “Es para espantar a las palomas de la ventana”, me dice, con media sonrisa. ¿Un espantapájaros glamoroso? Más bien, esa iguana de gala, mirando hacia la plaza, se me antoja la metáfora de que la mirada de Nazario, un bicho raro que asusta y divierte al mismo tiempo, siempre mantiene la misma elegancia imperturbable.
Sitio oficial: www.nazarioluque.com
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