DIA DEL NIñO
Con esa ductilidad para registrar los cambios, niños y niñas dan clases magistrales sobre cómo incorporar a su vida cotidiana eso que a muchos adultos y adultas suele generarles pánico, en honor de esa capacidad de la que siempre es posible aprender algunas postales de lo que se viene después de la ley de matrimonio, a través de ojos y palabras infantiles.
Ana es maestra de primer grado. El 15 de julio se levantó contenta como miles de personas a lo largo y ancho del país. Fue a dar clase con restos de sueño por la duermevela a que los había obligado a ella y a su marido el debate en el Senado. Durante el primer recreo se sorprendió de escuchar de manera repetida entre sus alumnos y alumnas la palabra “gay”. No se preocupó: es una maestra sensible y sabe darse cuenta de cuándo los chicos juegan y cuándo se están agrediendo. Esta vez no había violencia en sus voces. A la vuelta del recreo, trajo la palabra a clase. La ley de matrimonio, entre otras cosas, la habilitaba a hablar con soltura de un tema que suele ser sensible para padres y madres. Preguntó entonces a los chicos si sabían qué quería decir “gay”. “Son hombres que se quieren mucho”, le contestaron, y ella supo que ahora, para empezar a hablar, el piso del consenso estaba mucho más alto.
Los padres de Salvador brindaron por Walter el 15 de julio. Walter es “el tío Walter”, el amigo de la casa, el tercero en concordia de la familia. Presente en todo y desigual ante la ley, “por fin Walter, por fin Walter”, decían los padres de Salvador mientras felicitaban por teléfono al amigo del alma. “¿Por fin Walter qué?”, preguntó Salvador. “Ahora, con esta ley, Walter se puede casar con su novio”, dijeron sus padres. Salvador continuó jugando con sus muñecos de Star Wars, se diría que sin inmutarse. Cuando el combate le dio un respiro, preguntó entre descreído y aburrido: “¿Y cómo que ahora puede? ¿Walter no se podía casar antes?”. Los padres casi empiezan a dar explicaciones hacia atrás. Salvador no los esperó, siguió jugando como si nada. No le dijeron nada. No había nada más que decir.
Jade tiene tres años y un tío de casi dos al que adora, tanto como él a ella, aunque no siempre le cae del todo bien el vínculo. Sabe que los tíos y las tías suelen ser mayores que sus sobrinos y sobrinas, y a los tres años uno de los deseos más urgentes suele ser el de “ser grande”. Sin embargo, en las últimas semanas, cierto orgullo familiar la llevó a repetir frente a la audiencia que se le presentara (en la panadería, en la calesita, frente a otros amiguitos): “El es mi tío”. “¿Y vos qué sos de él?”, le preguntó alguien, buscando la falla en el árbol genealógico. “La tía”, contestó muy oronda con el mismo sincretismo con que nombra a la “mamá abuela” y la misma soltura con que ha preguntado alguna vez a sus dos abuelas si se dan besos porque son novias. La respuesta siempre fue afirmativa, pero Jade, el mismo día en que en casa de sus abuelas se festejaba la aprobación de la ley con otras familias de lesbianas, redobló la apuesta: “¿Ustedes se dan besos porque son novias y se van a casar?”. El “sí”, esta vez, traía una emoción nueva a la que ella se sumó: “Yo también tengo una novia, se llama Luana y la quiero mucho”.
Martina fue con una de sus madres, Lali, a visitar la muestra Mujeres 1810-2010 en la Casa del Bicentenario. En materia de matrimonios, ella ya estaba ducha. Al día siguiente de la ley, cuando preguntó por qué había a su alrededor esas caras de cansancio, le explicaron que la que había pasado había sido una noche muy importante porque ahora, tanto sus mamás como su papá y su novio y otras tías, se iban a poder casar igual que otras parejas que ya estaban casadas. Pero como para ella su familia es un hecho consumado, se sumó al festejo gritando: “¡Mamá, qué suerte, te vas a poder casar otra vez con Lali!”. Todo eso era historia pasada cuando se sumó al grupo de niños y niñas que seguían las explicaciones de la visita guiada por las ilustres mujeres argentinas. Frente a Mariquita Sánchez se destacó que había sido la primera mujer que había desafiado a sus padres para casarse con quien ella quería. Una voz infantil reflexionó de inmediato en voz alta: “Ahora con la ley de matrimonio gay la gente se puede casar con quien quiera”. No era la voz de Martina, pero cuando Lali escuchó, le apretó un poco más fuerte su manita de seis años.
Justina tiene siete años, no es hija de una familia homoparental y, hasta el momento, los amigos gays y las amigas lesbianas de la casa no habían provocado ninguna de sus inquisiciones. Nadie le explicó, ni le ocultó. El 15 de julio, luego de un baño de inmersión mediática donde todo lo que escuchó estuvo relacionado con la salida de la ley, Justina preguntó a sus padres: “Concretamente, ¿qué cambia con esto del casamiento?”. “Que los que no podían casarse, ahora pueden”, empezó su madre, dispuesta a explicar quiénes eran los que no podían y por qué, cuando se vio interrumpida por una Justina emocionada, declamando hacia el horizonte: “Qué suerte por Naty y Susy, qué suerte por Marta y Albertina, qué suerte por Esteban y el italiano que no me acuerdo el nombre ahora...”.
La enumeración de estas parejas que Justina suele encontrar en los veranos y en muchas fiestas tiene la potencia de una salida del closet, la alegría de decir en voz alta lo que siempre supo y que hasta el momento no había tenido oportunidad de decir. Luego, cuando sintió que se quedaba corta o tal vez picada por la curiosidad, Justina preguntó sin perder la elegancia: “¿Y quién más de los que nosotros conocemos no se podía casar?”. “Alexis, por ejemplo”, respondió su madre. “Pero Alexis primero tiene que conseguirse un novio”, dijo Justina, apelando a esas razones que están y estarán siempre por encima de la ley.
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