TEATRO
› Por Paula Jiménez
”El sitio que dejó vacante Homero / el centro que ocupaba Scherezade / (...) hoy está ocupado por la Gran Caja Idiota”, decía la mexicana Rosario Castellanos, en su poema “Telenovela”, allá por los ’70. Evidentemente, el centro de aquellos años se ha ampliado, o dividido, compartiendo hoy su espacio de Gran Caja Idiota con ciertos usos de la web, donde Muscari puso el ojo para su nueva obra. Lo puso más exactamente en un espacio donde no pasa nada y donde, a su vez, pasa de todo: Facebook. Es la red social virtual más importante que existe: hay gente que invierte muchas horas de su día en colgar textos, fotos, videos, de su muro; en mandar invitaciones a amigos, en aceptar o rechazar eventos. Hay gente que utiliza el FB y hay otros (los mismos) que son utilizados por él. Eso está claro y eso es lo que en Feizbuk se ve.
Decía Patti Smith que ella no compartía el gusto de Mapplethorpe por lo pop: prefería el arte que transforma la realidad al que simplemente la muestra. Quizá se trate de eso. Feizbuk tiene el valor de mostrar, te guste o no te guste. Y de mostrar con esa inconfundible estética muscariana, bajo un –cada vez más– personal y asentado concepto performático; de mirar con su lupa propia un universo que podría ser abordado de millones de otras maneras. Graciosa, dinámica, con buenas actuaciones y sobre todo experimental, la obra, de 7 escenas, será interpretada por 7 elencos distintos durante 7 funciones que no compartirán exactamente el mismo texto. La primera función fue la excepción: en ella, los 49 actores estuvieron presentes compartiendo un texto único. ¿Qué más se le puede pedir? Bueno, quizá lo que se le pueda pedir tiene que ver con lo que Feizbuk no es. Tratándose de FB, una empresa multimillonaria, una podría esperar otro tipo de cuestionamientos de parte de una obra que la toma como tópico. Si bien en Feizbuk se denuncian la exposición de lo íntimo y la soledad reinantes en la web –y en la sociedad en general–, la responsabilidad de esto parece recaer más sobre los individuos, los fanáticos facebookianos (el elenco investigó a algunos usuarios reales de la comunidad FB, de los que se muestran fotos y nombres y se los critica duramente durante la obra). En un punto, el tipo de análisis que se hace de ese mundo cerrado suena a una especie de resignación: se termina poniendo energía en desentrañar la lógica de funcionamiento de aquello que nos aprisiona (porque aquí FB se plantea, casi, como una adicción). No se lo mira desde afuera, no se relativiza su importancia (FB es todo), no se propone otra salida que no sea Twitter. Al finalizar la obra, nos enteramos de que José María Muscari es fanático de esta red social y es ahí donde nos explicamos el porqué de la obsesión por este tema. Las características de la puesta, el movimiento escénico, los vestuarios, la utilización de recursos variados como las proyecciones, el playback, el uso del micrófono, están al servicio de construir una atmósfera facebookiana (una especie de Aleph de la pavada que busca incluirlo todo), donde nada es verdaderamente espontáneo, donde las relaciones y las identidades se encuentran mediatizadas por una pertenencia: los Teen, los Míticos, los Hot, los Freak, los Tours, los Stars, los Sex (los nombres de 7 los elencos). En esto resulta interesante ver, una vez más, cómo la búsqueda de una definición identitaria extremada y a su vez grupal licua la identidad propia, la hace desaparecer. El formato pantalla FB, por ejemplo, da idéntico marco a los más variados narcisismos que una imagine: desde el yo de cualquier persona elegida, e investigada al azar por uno de los actores, hasta el yo de un director surgido en los ’90, gay, de importante trayectoria, como José María Muscari.
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