Viernes, 22 de octubre de 2010 | Hoy
Mañana, en 45 ciudades del mundo –incluidas Buenos Aires y Córdoba–, la campaña por la despatologización de las identidades trans saldrá a la calle para demandar que se quite del Manual de Diagnóstico y Estadística de Trastornos Mentales el llamado “trastorno de identidad de género” –y sus muchas descripciones y variables– que etiqueta a las personas trans como enfermas mentales y condiciona el acceso a las tecnologías para modificar su cuerpo a un diagnóstico estigmatizante en lugar de apelar a la autodeterminación y la libertad de expresión de cada quien.
Por Mauro ï Cabral
Tenía apenas diez años el día que visité por primera vez un consultorio psi. Pero hoy, 29 años después, recuerdo a la perfección un consejo que recibí, ahí mismo, en aquel entonces: ¿por qué no compraba un papel floreado y forraba las tapas grises del libro que estaba leyendo? La segunda serie de visitas empezó unos años después, cuando ya tenía 14 y las sugerencias florales se habían transformado en –otras– expectativas de género. Por qué no le daba una oportunidad a lo femenino, escuchaba en cada sesión, sentado contra una pared que separaba ese consultorio de aquel donde no había consejos sino vigilancia hormonal. Contra toda expectativa familiar, psi, endocrinológica y quirúrgica, para cuando cumplí los 17 ahí estaba. Hablaba de mí mismo en masculino, probaba nombres de varón como quien prueba chocolates, asediaba tipos con pasión y urgencia homo. Terminé en otro consultorio psi –esta vez, en uno “especializado”– y los meses que siguieron empezaron con dos recetas: un ansiolítico para la ansiedad, y un antipsicótico para contrarrestar la obstinación de lo masculino.
Mientras escribo esta nota frecuento otro consultorio psi. Esta vez, por mi cuenta. Relato esto mismo que escribo, y la respuesta viene en la forma de una pregunta: ¿por qué, después de tantos años, escribir para otr*s esa historia, que es mía? Porque no es mía solamente, respondo. Ni es historia.
Yo, como tanta gente, pertenecía en aquel entonces al pueblo del Libro. Y lo cierto es que todavía pertenezco.
El Libro tiene un título extenso: Manual de Diagnóstico y Estadística de Trastornos Mentales, aunque es más conocido –mundialmente conocido– por sus siglas en inglés, DSM. Se trata de un texto producido por la Asociación de Psiquiatría Americana, pero cuya influencia se hace sentir con fuerza en todas partes (incluyendo, centralmente, la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades (CIE), publicada por la Organización Mundial de la Salud).
El llamado trastorno de identidad de género entró por primera vez al Manual en su tercera edición (o DSM-III), publicada en el año 1980, y ahí permanece, codificando nuestras existencias en los términos de la patología. El Libro será sometido a revisión en 2013. Y el 23 de octubre de 2010, en más de 45 ciudades del mundo, la Campaña Internacional por la Despatologización de las Identidades Trans saldrá a la calle.
A primera vista podría suponerse que la despatologización es un objetivo político históricamente contradictorio. Después de todo, desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, decenas y decenas de pioner*s (que hoy llamaríamos trans) participaron de manera decidida y decisiva en su devenir de pacientes, y fueron diagnosticad*s y tratad*s a través del mismo abordaje clínico que estaban contribuyendo a crear. Sin embargo, este proceso histórico de medicalización terminó por instituir a la psiquiatría como guardiana a cargo de vigilar las fronteras que separan las mentes sanas de las enfermas en las arenas movedizas de la diferencia sexual.
Desde los años ‘70 se han sucedido innumerables denuncias en contra de la normatividad psiquiátrica en el campo del “cambio de sexo”. La propia categoría transgénero fue acuñada para hacer posibles aquellas experiencias ignoradas o excluidas por la lógica psiquiátrica del diagnóstico diferencial (y la complicidad evidente de esa lógica con la reproducción reforzada de estereotipos heteronormativos de “varón” y “mujer”).
La Campaña Internacional por la Despatologización de las Identidades Trans (conocida como STP-2012) apunta directamente al desmantelamiento de este dispositivo de control psiquiátrico, así como de sus ramificaciones médicas, jurídicas y bioéticas. Aquello que se exige es la “retirada de la transexualidad de los manuales de enfermedades mentales”, afirmando “nuestro derecho a decidir libremente si queremos o no modificar nuestros cuerpos y poder llevar a cabo nuestra elección sin impedimentos burocráticos, políticos ni económicos, así como fuera de cualquier tipo de coerción médica”, lo que es decir: “Nuestro derecho a autodenominarnos”. Sus objetivos políticos también incluyen terminar con los procedimientos de normalización a los que son sometid*s l*s niñ*s intersex, el libre acceso a cirugías y hormonas y la erradicación de la transfobia, cuyos efectos devastadores son psiquiátrica, sistemática y erróneamente confundidos con los de la propia transexualidad.
Despatologizar, entonces, significa mucho más que retirar la transexualidad del DSM-V y el CIE-10. Significa disputar el férreo control que la psiquiatría ha ejercido y ejerce sobre las identidades trans, y contrarrestar sus efectos. Significa recobrar la historia antes de los tiempos de la medicalización, y construir su posibilidad en el presente. Significa afirmar radicalmente el derecho de las personas a decidir sobre sus cuerpos –incluso a decidir modificarlos– y denunciar las violaciones a los derechos humanos que tienen lugar, hoy mismo, en el marco de la regulación estatal de ese derecho. Significa enfrentar ese orden diagnóstico del mundo que cada día impone su perspectiva de género, sus normas, su nomenclatura, sus procedimientos de inclusión, sus fronteras y sus exclusiones.
Faltan varios años para 2013, pero la Campaña está triunfando ahora. En España, donde surgió, los cambios ya comienzan a sentirse con fuerza. Aunque la ley de identidad de género y sus cláusulas patologizantes todavía están en vigencia, el propio gobierno ha comenzado a comprometerse con la lucha internacional por la despatologización, y la Federación Española LGTB comienza ya a reproducir los objetivos políticos de la Campaña.
Esta es la página de la Campaña Stop Trans Pathologization 2012: www.stp2012.info. Allí, disponible, la Guía de Buenas Prácticas para la Atención Sanitaria a Personas Trans en el Marco del Sistema Nacional de Salud que acaba de publicarse, el Manifiesto de la Campaña, y todo lo demás.
La despatologización de las identidades trans también es el objetivo de quienes proponen, sin embargo, un camino distinto, un camino basado en la introducción de reformas sustanciales en la nueva versión del Manual, el DSM-V. Esa es la propuesta sostenida, por ejemplo, por Wpath (la Asociación Profesional Mundial de Salud Transgénero, www.wpath.org). De acuerdo con esta perspectiva, es imperativo modificar no solamente los términos en los que se incluyen las identidades trans en la nomenclatura psiquiátrica sino también, y centralmente, aquello que debe ser incluido en esa nomenclatura. De esta manera, se argumenta, será posible librar a las identidades trans del estigma que comporta su clasificación como patología –y a las personas trans de su rótulo de enferm*s mentales–, manteniendo, al mismo tiempo, aquellas codificaciones que harán posible el acceso a tratamientos cuando sean necesarios.
El cambio, se dice, debe comenzar por el nombre. Desde su misma formulación, el trastorno de identidad de género codifica a la identidad, en sí misma, como patológica: basta con identificarse en un sexo (o género) distinto al que se asignó al nacer para caer en la red del diagnóstico, lo que implica que, para el Manual, trans es sinónimo de trastorno mental, y salud mental es sinónimo de cumplir a rajatabla con la asignación de sexo y las expectativas culturales que se le asocian. No obstante, la patologización y estigmatización de las identidades trans no son el único resultado de la transfobia evidente de esta codificación. Al centrar su atención en la identidad como clave tiende a invisibilizar aquello que, justamente, debiera ser la cuestión principal: la disforia de género, es decir, el conjunto de experiencias de incomodidad, malestar y sufrimiento que pudieran asociarse con las identidades trans, y a las que la psiquiatría debe dar respuesta. Esta modificación haría posible evitar los falsos positivos que produce habitualmente el trastorno de identidad de género cada vez que se aplica a niñ*s cuya expresión de género varía respecto de la norma (y permitiría introducir, por primera vez, una “cláusula de salida”). Hasta ahora, y dado el carácter identitario del diagnóstico, toda persona trastornada lo será hasta su muerte.
La propuesta del grupo de trabajo interno que se ocupa de la revisión del Manual con vistas a su quinta edición es distinta. En este caso, lo que se propone es reemplazar la identidad como clave diagnóstica por la “incongruencia”. De esta manera, todas aquellas personas que hayan logrado un grado de aceptable de congruencia (clínicamente definida) entre su identidad de género y su apariencia física estarían por fin libres del diagnóstico. Y sólo ellas.
La publicación del DSM-V estaba originalmente prevista para el año 2012. Las malas lenguas dicen que las críticas recibidas han extendido esa revisión al menos en un año.
Más allá de sus diferencias, todas y cada una de las distintas iniciativas despatologizadoras –desde las que proponen reformas en la nomenclatura hasta aquellas que promueven la completa liberación trans de la codificación psiquiátrica– coinciden en una cuestión clave: cualquiera sea la fórmula que finalmente adopte la despatologización, esa fórmula debe ser capaz de garantizar el acceso a tecnologías de modificación corporal.
La relación histórica y normativa entre diagnóstico psiquiátrico e intervenciones quirúrgicas constituye uno de los puntos más álgidos del debate internacional actual en torno de la despatologización, y con razón: aquello que está en riesgo es, ni más ni menos, la posibilidad de acceder a procedimientos quirúrgicos y tratamientos hormonales solventados por el Estado, las obras sociales y otras aseguradoras de salud. Quienes defienden la permanencia de algún tipo de diagnóstico afirman su claro valor estratégico: hoy por hoy, el diagnóstico es lo que asegura el acceso a aquellos procedimientos y tratamientos. Asegura, sí, pero también parece asegurar, puesto que esos mismos criterios diagnósticos funcionan como un filtro que, en realidad, limita el número efectivo de personas que logran acceder a procedimientos quirúrgicos y tratamientos hormonales bajo coberturas estatales o sociales, puesto que no tod*s l*s aspirantes cumplen con los criterios diagnósticos establecidos. Por otro lado, la codificación de las identidades trans en términos del trastorno mental abre indefectiblemente la pregunta por el lugar que ocupan las modificaciones corporales en el contexto de ese trastorno; y así como hay quienes sostienen que estas modificaciones son imprescindibles para aliviar la disforia, hay quienes sostienen que la demanda de esas modificaciones es sólo un síntoma, muy severo, del trastorno mismo, y que precisamente por eso deben ser evitadas.
Aun tomando estas consideraciones en cuenta, la relación entre diagnóstico y acceso sigue siendo un problema de primer orden en la lucha por la despatologización. Y hay varias estrategias en juego para hacerle frente. Una de esas estrategias es la reformulación crítica del propio diagnóstico (por ejemplo, a través de despatologizar las identidades trans, manteniendo la disforia de género como vía de acceso a cirugías y hormonas). Otra estrategia se plantea la elaboración de un marco conceptual y normativo capaz de justificar el acceso a esas tecnologías sin caer en ningún tipo de patologización, basándose, en cambio, en argumentos tales como el derecho al bienestar o a la libertad de expresión. Otra estrategia, que intenta conciliar ambas posiciones, sostiene la necesidad de reinscribir los procedimientos quirúrgicos y los tratamientos hormonales como prácticas médicas cuya orden de necesidad no está justificada por una patología (el ejemplo privilegiado ha sido, hasta ahora, el embarazo).
A pesar de su centralidad, la cuestión económica no es la única en discusión; la autonomía decisional también tiene un rol central en estos debates. La posición de máxima, sin dudas, es aquella que confía en el consentimiento informado como único requisito necesario a la hora de tener acceso a cirugías y hormonas.
Allí llegaremos.
La mayor parte de las discusiones actuales sobre despatologización –incluso las abordadas en esta nota– giran, en realidad, en torno de la des-psico-patologización (es decir, a erradicar el diagnóstico de las identidades trans como trastornos mentales). Hay, no obstante, una línea de trabajo diferenciada: aquella que persigue la des-psico-patologización a través de la identificación de causas orgánicas que expliquen por qué ciertas personas se identifican en un sexo distinto al que se asignó al nacer y necesitan modificar su cuerpo para encarnarlo.
La idea no es nueva. Ya en los años ‘60, cuando Harry Benjamin publicó El fenómeno transexual, había quienes como él sostenían que tarde o temprano se descubrirían las causas orgánicas de la transexualidad. En aquel entonces se presumían hormonales; hoy se presumen neurológicas. Desde esta perspectiva –sostenida, por ejemplo, por quienes proponen el llamado síndrome de Harry Benjamin–, en lugar de hablar de transexualidad, deberíamos hablar de intersexualidad cerebral. El recurso a los trastornos orgánicos parece representar ventajas importantes: elimina el estigma asociado a los trastornos mentales, libra a quienes lo sufren del control psi y, principalmente, justifica por sí mismo el acceso a cirugías y hormonas. Y es precisamente por eso que este movimiento intersexualizador choca de lleno con las propias demandas políticas intersex en pos de la despatologización.
A diferencia del movimiento trans, que avanza hacia la despatologización, el movimiento intersex enfrenta en estos momentos una franca re–patologización. Así como a mediados de los ‘90 el activismo intersex luchaba por revertir el estigma asociado a términos tales como hermafroditismo y seudohermafroditismo, y se apropiaba políticamente de la intersexualidad como categoría política, a lo largo de los últimos años se ha impuesto un nuevo vocabulario para hablar de nuestros cuerpos: el vocabulario de los trastornos de desarrollo sexual. Este cambio, fuertemente defendido y resistido por activistas en todo el mundo, también encuentra una justificación estratégica. A través de este diagnóstico sería posible, por ejemplo, disminuir la carga estigmatizante que comporta la intersexualidad y, además, argumentar contra prácticas médicas de normalización corporal en un lenguaje que l*s médic*s comprenden y comparten. Y sin embargo nadie niega, ni puede negar, que las intervenciones quirúrgicas que mutilan los cuerpos intersex son posibles, justamente, por el imperio superviviente de la medicina.
Más allá de las distintas alternativas que jalonan estos debates en la actualidad, lo que salta a la vista es la persistencia del recurso a la enfermedad como medio de garantizar el cumplimiento de derechos humanos. Y esa persistencia habla a las claras de las limitaciones de un sistema jurídico-normativo que precisa modificaciones urgentes. Ese es su diagnóstico, y nuestra resistencia.
Este año, como el anterior, el 23 de octubre también nos encontrará aquí, en la Argentina. Y nos encontrará trabajando en pos de cambios que incluyen la despatologización y también la exceden, porque en nuestro país, como en el resto de Latinoamérica, es preciso hacerle frente no sólo a la patologización de nuestras identidades sino, también, a aquellas condiciones materiales y simbólicas que las disminuyen, las atacan y las borran. Es por eso que en nuestro país la convocatoria incluye la lucha contra la criminalización y la estigmatización de nuestras identidades.
Vos estás convocad*.
Recorrer cada una de las distintas posiciones que configuran, hoy, el escenario de esta lucha significa también asumir una comprobación desesperante: la medicalización de nuestras vidas, ésa contra la cual luchamos, parece habérsenos hecho carne. Nos revolvemos contra el mismo vocabulario que nos ha dado existencia y, hasta ahora, no hemos logrado inventar ese otro modo de existir y de nombrarnos que no invoque la patología a cada paso: hasta la noción de identidad de género nos viene de ese vocabulario. Esa emancipación en esta lucha es, por suerte, el horizonte que nos llama.
Y hay algo más; algo que, de tanto en tanto, se advierte como un peligro acechante. Pelear por librarnos del diagnóstico psiquiátrico en nombre del final del estigma amenaza con convertirnos en cómplices de todo aquello que lo perpetúa. Si lo que decimos es cierto, y claro que es cierto, es hora de comprometernos seriamente en la lucha contra la estigmatización de enfermedad mental, y no sólo en la lucha por librarnos de su marca.
A veces me imagino que el mundo sigue tal cual es. A veces me imagino, incluso, que empeora (y que empeora el punto de forzarnos, a mis amig*s y a mí, a luchar por la supervivencia munid*s de un diagnóstico u otro, de tal o cual síndrome benjaminiano, de esta o la otra página del Libro). Sin embargo, obligad*s a elegir un nombre propio para nuestros síntomas, sé que el nuestro no sería Harry Benjamin. Nosotr*s seríamos portador*s de otro síndrome, el síndrome de Walter Benjamin; porque ahí estaríamos, como ahora, afirmando que todavía hay posiciones que defender en Europa. Y en todas partes.
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