Viernes, 22 de octubre de 2010 | Hoy
ENTREVISTA
Diego Vecchio vive en París desde 1992 y acaba de publicar en Buenos Aires su tercer libro de ficción, Osos. Algunos desprevenidos pensarán que se trata de historias entre machos corpulentos y peludos. Pero no. Un recorrido por su vida y su obra, que comienza a esbozarse en el Liceo Naval, donde realizó sus estudios secundarios, nos conduce directo a sus peluches envueltos en una perversa y desopilante trama infantil.
Por Pablo Pérez
—Cuando estaba haciendo la secundaria en el Liceo Naval, escribía un diario íntimo y otros textos para una revista que nunca publiqué, que se me había ocurrido como respuesta a la revista del Liceo, Proa al Mar. Eran unos escritos paródicos o burlones que no sé dónde estarán. Mi revista tenía un nombre en clave gay, no me acuerdo bien, Viento en popa o algo así. Ahora tengo la intención de reconstruir esos textos a partir de lo que me acuerdo, reescribir aquel diario que se perdió. Después de haber publicado Osos, siento la necesidad de escribir algo nuevo.
—Hace poco, cuando fui al cementerio de la Recoleta y me encontré frente a la tumba del Almirante Brown, que así se llamaba el Liceo donde estudié. Escribir su biografía, pero en una versión totalmente porno, una manera de profanar su tumba, hablar de la homosexualidad que allí existía. El Liceo era un lugar súper gay: no había mujeres, dormíamos 300 chicos en un dormitorio enorme, nos bañábamos de a cien en duchas colectivas... El Manual del cadete del Liceo Militar era totalmente sadomasoquista. Daba instrucciones sobre todo, hasta sobre cómo tenías que desvestirte y desnudarte para ir a dormir (Diego busca el reglamento en su notebook). Mirá por ejemplo esto: “Al alojar el dormitorio para acostarse, adopte prestamente la posición de firmes al pie de su respectiva cama, a la derecha o izquierda, según ocupe la cama alta o baja, hasta que el suboficial encargado dé la voz de acostarse. Desnúdese rápidamente y en silencio, con la necesaria decencia y, sin faltar a la consideración que debe a los demás, cuelgue su ropa en el mismo orden que se las quita para que en caso de vestirlas aún a oscuras, sea con prontitud y sin confusión. Acuéstese sobre el lado derecho, con la totalidad de la cabeza y el cuello apoyados sobre la almohada y con ésta tocándole el hombro. Esta posición facilita la respiración y la tranquilidad del sueño y permite cubrirse con las mantas”.
—Me puse a estudiar psicología y en la facultad leí por primera vez a Foucault, que había escrito sobre el panóptico. Me impresionó mucho su libro porque describía este tipo de instituciones... El panóptico funciona en determinado tipo de prisión; esto no era una prisión, era un establecimiento educativo, pero había un principio similar: todo estaba estrictamente vigilado, no había ningún espacio que quedara fuera de vigilancia. Por eso Foucault me gustó. Me impresionó porque de pronto vi cómo alguien podía describir el funcionamiento de este tipo de institución en la que yo había estado durante tanto tiempo, de una manera teórica, un espacio archivigilado y controlado por la mirada de algún superior.
—En aquella época, a principios de los ’90, yo acababa de llegar a París y escribía muchas cartas a mis amigos de Buenos Aires. Entonces empezó a haber una escritura epistolar, antes de Internet, en que uno mandaba la carta y tenía que esperar la respuesta quince días y a veces hasta dos meses, o más. Entonces escribí esta novela inspirado también en un libro de Rousseau, ilegible, La nueva Eloísa, una novela epistolar. De ese libro retomé en versión gay la historia de Abelardo, un filósofo de la Edad Media que se enamora de Eloísa. La familia de Eloísa lo castra, los padres le mandan por la noche unos sirvientes que irrumpen en su casa y le cortan los testículos. En Historia Calamitatum escribí esa historia en clave homosexual, donde Abelardo se hace de manera voluntaria la operación de “destesticulamiento” para acceder a otra identidad y a otra sexualidad.
—Microbios es un libro sobre las relaciones conflictivas que existieron siempre entre literatura y medicina. Había leído un libro de Foucault sobre un médico suizo que se llamaba Tissot, un médico que escribió un tratado sobre el onanismo donde describía todos los síntomas del onanista: putrefacción del sistema nervioso, ceguera, caída de uñas y pelo, unos síntomas totalmente horripilantes. Pero lo más extraño es que Tissot también escribió un libro sobre la salud de los hombres de letras, donde describe los mismos síntomas, y de algún modo se puede deducir que la literatura es tan nociva como la masturbación. Según Tissot, la actividad intelectual es sumamente nociva para la salud y muchos escritores se enferman por escribir. Se me ocurrió crear pequeños casos clínicos tanto de escritores como de gente que escribe fuera de la literatura, que se enferman al escribir. Todo esto desde un punto de vista más bien humorístico: entrar en este mundo de enfermedad, de microbios, de bacilos, un mundo mórbido.
—Me inspiró la palabra “oso”, una palabra muy particular porque se puede leer de atrás para adelante, e incluso la podés rotar y sigue siendo la misma palabra. Entonces pensé en el oso de peluche, en el oso animal y en los osos gays. La historia transcurre en un universo infantil, pero hay una relación muy particular con la sexualidad desde la respuesta de Warhol que puse como epígrafe: “¿Cuál fue la persona más excitante con quien estuviste en la cama?” “Mi oso de peluche.” En el libro no hay una sexualidad explícita, pero es la sexualidad que existe en la infancia, perverso-polimorfa, no representada en prácticas sexuales genitales sino dispersa, medio atmosférica. Antes de escribirlo me puse a leer mucha literatura infantil, pero también el Album sistemático de la infancia, de René Schérer y Guy Hocquenghem, donde tratan de destruir la noción de niño y de infancia, una noción que suele ser muy normativa. Entonces intenté desarmar un poco esa cuestión de que la literatura infantil es casi siempre políticamente y sexualmente correcta, desviar un poco todo lo que podían ser las historias para niños, siempre escritas desde la normativa heterosexual, romper sus estereotipos.
—No, porque no está dirigida a los niños, lo que intenté hacer es crear mucha ambigüedad sobre a quién se dirige. Entonces Osos lo escribí a partir de cierta literatura infantil, pero también contra cierta literatura infantil cuyo destinatario es el niño; y el niño es una construcción, un concepto inventado por los adultos que tiene múltiples determinaciones políticas, sexuales, de género. Hay toda una serie de estereotipos de lo que en literatura conviene a los niños, cierta intención pedagógica. En muchos libros infantiles, siempre está muy claro de qué lado están el bien y el mal, y se pretende inculcar a los niños cierta enseñanza moral. Entonces trabajé tratando de socavar esta noción de literatura infantil haciéndola estallar y mostrando que también en la literatura para adultos hay muchos elementos infantiles o pueriles. Deleuze habla del “devenir niño” y lo que intenté es escribir sobre un “devenir niño” de la literatura.
—Es muy implícito, no está dicho para nada, pero me gustó la frase de Warhol, en que el oso de peluche es el primer compañero amigo y novio de un niño. Y que todo lo que se produzca en esta relación con el oso de peluche después va a tener consecuencias en la vida de adulto. Creo que muchos osos gays tienen un culto por los osos de peluche, que a su vez forma parte de los primeros objetos de amor y deseo de un niño. Con este objeto se aprende a compartir y a establecer fronteras en la cama. Y a la vez está la cuestión del insomnio. Se puede pensar que la literatura es una especie de ritual para combatir el insomnio. Por eso pensé que Osos puede también ser leído como una especie de El beso de la mujer araña al alcance de los niños, porque se cuentan historias y las historias se van construyendo a medida que se van contando, donde los personajes, en vez de un preso político y un homosexual, son un niño y un oso de peluche.
—Cuando empecé a escribir Osos tenía un novio que me regaló su oso de peluche de la infancia, un gesto raro... El problema fue que mientras iba escribiendo este libro, mis amigos me iban regalando osos de peluche, era un regalo muy fácil, todo el mundo sabía qué era lo que me podían regalar. Aquel novio me regaló unos cuarenta. Ahora tengo ciento cincuenta osos de peluche con los que no sé qué hacer porque los tengo en mi habitación, que parece una juguetería. Están en una estantería encima de la cama. Ahora que pasé a otro tema no sé qué voy a hacer... Una vez llevé un levante a mi casa y cuando vio la montaña de osos, me dijo: “¡Pensaba que me había levantado un macho latino y resulta que estoy con un niño!”.
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