Vie 05.11.2010
soy

PD

Lo que Néstor me dejó

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Vuelvo caminando desde Avenida de Mayo por el solo goce sadomasoquista que brinda a veces llegar al límite de la extenuación luego de dos días de sueño intermitente. Sigo canturreando el cántico que aún resuena en forma de eco en mis oídos como a veces se pega un single absurdo o la canción de moda más estúpida: “Andate Cobos, ¡la puta que te parió!”.

Bajo las escaleras en la Estación Facultad de Medicina. Aunque son casi las 9 de la noche de un día feriado, el subte es un hervidero de gente. Me pregunto si porque es gratis. Me meto a último momento justo en el vagón del tren antes de que cierre la puerta automática porque siento que me va a hacer bien descansar sobre la masa de gente, dejarme llevar por el vaivén, recordar el calor reciente de la multitud.

La mayoría de las veces contemplar una belleza me devuelve la alegría. No espero hoy ese consuelo. Siento el cuerpo ajeno, sin capacidad de placer carnal o de deseo. Sin embargo es un acto reflejo. Mis ojos se clavan en una nuca morena, de cabellos rubios cortos. Deduzco que quizá fueron las largas horas en la plaza bajo el sol las que explican el bronceado brillante que contrasta con su piel blanca. Ojalá, pienso, venga de allí.

Pero estoy en otra. Los pensamientos van y vienen, confusos, locos, hijos del agotamiento. Pienso en cómo cambió mi vida desde 2003. Pienso en el discurso cuando asumió y la sensación de que por primera vez, el discurso de un presidente se correspondía con mis sueños. Pienso que mis sueños se cumplieron más allá de lo esperado. Poder vivir de la escritura, de la investigación. Saber que mis sueños se enmarcaban y cobraban sentido en un proyecto político más amplio que incluía cada vez a una mayor cantidad de personas. Pienso en la foto de ellos, abrazados y felices, pegada en los carteles de toda la ciudad y la asocio con esa otra foto, la de Evita llorando su cáncer en los brazos de su marido. Pienso, finalmente, en la ley de matrimonio igualitario. Me duele el cuerpo y siento el peso de mis ojeras.

Un torbellino de gente que sube y baja en Estación Pueyrredón lo acerca, nos acerca. ¿El otro torbellino será hoy pulpo rugiente y mañana cordero? ¿O será el comienzo de un día que rescata, que deja semilla? Siento su mano rozándome sutilmente la pierna y creo que es casualidad. Se posa en mi mano, vuelve a la pierna. Apoya su cuerpo contra el mío y ya no hay dudas. Su mano desciende a mi bragueta. Mi cuerpo reacciona mecánicamente tal vez porque desde la noticia fatídica no tuve ni atisbos de relaciones sexuales. Para la Estación Alto Palermo tengo su mano bajando y subiendo, suave y feroz dentro de mi slip,

al que accedió magistralmente abriendo con manos expertas el cierre del jean. Yo sólo veo su nuca mientras le acaricio tímidamente, casi de compromiso, las nalgas. De soslayo, mirando hacia abajo y hacia un costado veo que con gesto firme el joven dorado tomó la mano de otro pibe y la metió dentro de sus propios pantalones mientras él seguía jugueteando dentro de los míos. De repente, el vagón del subte se había convertido en una fiesta peronista que hubiera sido la pesadilla de Perón. Después de unos deliciosos y breves minutos, parado detrás de él contemplo el mensaje que me escribe en la pantalla de su Blackberry: “Lamentablemente me tengo que bajar en la otra estación”.

Baja en Plaza Italia y se da vuelta, confiado, en su juventud y su belleza, de que yo lo había seguido. Lo hice con desgano, pensando que sería bueno que las cosas terminaran allí. Sin embargo lo seguí, cambiamos unas palabras amables dentro de la estación, y los teléfonos. Jorge. Cuando nos separamos me sonrió de una manera fresca, encantadora. Me acordé entonces de la cantidad de jóvenes que había en la Plaza. Alguna vez Pasolini dijo que para la revolución sólo contábamos con la fuerza de los muchachos. Recordé también la Evita de Perlongher, la que baja de los cielos a entregar lotes de marihuana a los pobres y chongos a los putos. Entonces empiezo a entender. El peronismo, a veces, es así: da lo que pedimos, sin metáforas. Cumple. Como las mujeres que le pedían a Evita máquinas de coser. Pero los muertos siempre vuelven más radicalizados que los vivos.

Bajé en mi Estación Ministro Carranza. Ya necesitaba un poco de aire en la cara y recibí la brisa bienhechora. Mis ojos brillaban con un dejo de esperanza y un principio de alegría porque a esta altura, y de repente, fue fácil comprenderlo todo. Entonces miré al cielo, a la luna tonta y redonda y le dije:

–Gracias, Néstor.

Adrián Melo

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