Viernes, 27 de mayo de 2011 | Hoy
Con picos y palas, los biógrafos rondan últimamente la zona de las tumbas más célebres y van sacando uno por uno a cada muerto de su closet. Descubrir que un héroe nacional o mundial era gay, que la madre de la patria era lesbiana, genera tanto morbo como el último escándalo del reality de turno. Siempre hubo biografías encargadas de revelar post-mortem algún secreto bien guardado, pero hoy la reinterpretación de gestos y papeles íntimos en clave de sexualidad disidente camina sobre esa delgada cuerda que va de la banalidad a la visibilidad. Gandhi, Gabriela Mistral, Malcom X, Katharine Hepburn, Fernando Pessoa, están afuera ahora. Y todo indica que seguirán las firmas...
Por Alejandro Modarelli
Si los secretos cada vez más cortoplacistas de los vivos renombrados ya no alcanzan para cubrir la demanda popular de asombro, y ni los paparazzi que descubrieron a Juanita Viale embarazada en el supuesto coche del adulterio garantizan dos meses seguidos de escándalo, échese entonces mano a los de los muertos, que al menos no han renunciado del todo al capital del misterio, y si algo los ofende sabrán pasarlo por alto.
Señales para la posteridad (aunque más no fueran nuestros propios huesos) nunca faltarán. Por un involuntario apego a la memoria de la especie, ricos y pobres, queer y straight, siempre dejamos algún testamento sin abrir en el cajón de las evidencias. Otros serán los encargados de la búsqueda. Y cuando los expertos en vidas famosas se convierten en su albacea, los muertos ya no se salvan de ser reinterpretados: “Por fin se conoce la verdad: la santita era una torta”, aunque esa verdad tiene como fecha de vencimiento la firma de un nuevo contrato editorial de otro experto para contar una nueva versión de la historia.
En la industria de la intimidad, hasta los muertos célebres necesitan revalidar su título cada tanto ante el Comité de la Banalidad Mediática. Cada nueva biografía aporta agujeros negros reproducidos por todos los diarios, canales de noticias y revistas, porque la arquitectura publicitaria de una vida necesita de permanentes demoliciones y reconstrucciones. ¿Los muertos célebres querrán realmente descansar en paz?
Cuando hace unos meses murió María Elena Walsh, parece que no muchos de los que habían aprendido junto con el uso de la cuchara las letras de sus canciones, sabían que la gran poeta había sido lesbiana. Una maestra, vecina mía, quiso entrar en contacto con la familia de la difunta, porque buscaba permiso para un nuevo nombre que poner a su escuela de niños con capacidades diferentes, y qué menos que el de aquella mujer que esa semana, ya muerta, era la más respetable figura de los noticieros. Me dijo: “Pero esa compañera de toda su vida, con la que había que hablar del asunto, la fotógrafa, ¿qué se supone qué es; es una carta que la vieja tenía escondida, una rareza de bohemia? Pero no me digas que la Walsh...”. Y así en tantas oficinas, cenas y almuerzos familiares, la compañera de alcoba —la carta escondida que jamás estuvo escondida— fue interpretada apenas como una hermana del corazón, casi su bastón para el cáncer de huesos, porque no injuriemos con suposiciones obscenas a un alma tan bella y tan muerta. La maestra de la escuela diferencial acudió a la reputada fotógrafa con trabajado cosmopolitismo, propio de la era del matrimonio igualitario: “Usted, Sara, que sabe mejor que nadie cómo María Elena amaba (como yo) a la infancia argentina, amaba al diferente, y lo digo con admiración, al que vive su vida con libertad, usted entenderá lo que significa este pedido”.
Imagínense ahora, a modo de hipérbole, cómo reacciona no ya el país de María Elena Walsh sino el planeta todo cuando se trata de espiar el boudoir nada menos que de Mahatma Gandhi, ahora que se ha revelado una carta suya de 1914 dirigida a su íntimo amigo de juventud en Sudáfrica, Hermann Kallenbach, arquitecto, fisioterapeuta y, ay, deportista: “Cómo has tomado completamente posesión de mi cuerpo. Esto es una verdadera esclavitud... tu retrato es lo único que tengo sobre la repisa de la chimenea en mi dormitorio”. Eso escribe. Eso deja escrito. En un artículo publicado en el diario español El Mundo, Aitor Hernández-Morales asevera que, en otra carta, Gandhi le confiesa a Kallenbach —respiren fuerte— que piensa en él “cada vez que hace uso de la vaselina”. Digo: aquella completa “posesión del cuerpo”, y esta otra referencia a la vaselina, ¿tendrán relación con las prácticas del masaje, la fisioterapia y esas cosas o, más bien, con la flanêurie anal? En este último caso, y como huella íntima para la posteridad, la exaltación de la vaselina sería el triunfo de la química sobre la moral victoriana.
Los esfuerzos de Gandhi por liberarse del fervor sensual que le producía el alemán habrán inspirado veinte años después su adhesión sin atenuantes a la doctrina del celibato, el brahmacharia. Ya mucho antes de Kallenbach, el pacifista había experimentado la culpa sin expiación por haberse entregado a la cópula animal con su esposa Kasturba mientras, sin saberlo, se moría en el cuarto de al lado su padre agonizante. Con esta imagen sacrificial del placer (la “doble culpa”, confesó) no le quedó al hombre mejor programa que reproducirse para cumplir con la especie, aunque el primer embarazo de Kasturba, producto de aquella noche infame, hubo de ser testimonio terrible de la culpa (“la pobre criatura que tuvo mi esposa apenas llegó a vivir tres o cuatro días. No podía esperarse otra cosa”). Después de algo tan traumático habría, pues, que ejercitarse contra toda forma de concupiscencia, incluso aquella que el uso de la vaselina favorece.
“Tenía Gandhi dieciséis años cuando se produce la muerte de su padre. El acontecimiento, doloroso de por sí, deja en él profundas huellas. Constituye, según sus palabras, una vergüenza que le atormentará siempre. La vida de Gandhi fue una continua lucha contra su confesa sensualidad. Tenía el convencimiento de que todo lo relacionado con el placer, y especialmente lo sexual, atentaba contra el logro de la verdad, considerada por los hindúes como meta final en la búsqueda de Dios.” La cita corresponde a la biografía Gandhi, escrita en 1984 para Ediciones Urbión por Héctor Anabitarte y Ricardo Lorenzo Sanz, antiguos militantes del Frente de Liberación Homosexual exiliados desde los años ’70 en España.
Hubo, sin embargo, quien no creyó en la capacidad de ahorro de energía seminal de Gandhi y renunció a ser su discípulo, como el estenógrafo Parasuram, que encontró al Maestro acostado con la sobrina nieta, los dos desnudos. No quiso oír, el alumno, sobre el ejercicio espiritual de autocontrol del docente. Esto ya es demasiado, habrá pensado; la práctica del celibato del Maestro no respeta ni la prohibición del incesto. Como el tamaño del pene, el dominio sobre los placeres del cuerpo también debe ser verificable.
Un forista comenta en un matutino histórico: “Parece que Gandhi de jovencito se la comía doblada”. Y “no se trataba precisamente de alimentación vegetariana”. El chistecito del homófobo (estamos en la era del fascismo zumbón) encuentra apoyo, hay que admitirlo, en la foto de los dos amigos juntos en Sudáfrica, multiplicada en estos días por los medios de comunicación. Y autoriza bromas berretas, a pesar de los que invierten en desmentidas. Vista en la era de la sobreexposición gay, la imagen del Padre de la India moderna sentado junto al chongo alemán parece una operación de prensa contra la heterosexualidad. Sus piernitas cruzadas en contraste con las gruesas piernas abiertas del compañero adorado notifican la atracción de los opuestos. Y el semblante de apogeo hormonal, si es que se pretendía la discreción, parece explicar el momento afectivo de la camaradería mejor que los epígrafes. No confundir la alegría angélica del Maestro con una renuncia, dirán los bien pensantes.
El enojo de la India con Joseph Lelyveld, el autor de la reciente biografía Great Soul: Mahatma Gandhi and his Struggle with India (que se traduce algo así como Gran Alma: Mahatma Gandhi y su lucha junto a la India) pasa por alto el admirado retrato del líder pacifista sólo para concentrarse en la transcripción pública de una carta que estuvo siempre a la vista de cualquier investigador, como la carta robada de Poe. ¿Qué es lo que entonces se ha descubierto sobre una evidencia si no su posibilidad de ser interpretada ahora por los medios de comunicación con mucha más astucia que por el mismo biógrafo que niega haber pensado que Gandhi era homosexual o bisexual? Ni siquiera serán las protestas del psicoanalista Sudhir Kakar, que escribió sobre la sexualidad de Gandhi, quien llene ahora de sentido la carta a Kallenbach: “Interpretar que fueron amantes es erróneo. Los grandes objetivos de Gandhi fueron la no violencia, la verdad y el celibato. La idea hindú es que la sexualidad tiene esa energía elemental que se dispersa. Gandhi creía que su poder político provenía del celibato”. Una vindicación así traza otro dilema que excede la carta: ¿es la cama compartida, el coito, la vaselina, lo que certifica finalmente la verdad del deseo homosexual, o basta apenas con ser acosado por ese mismo deseo inmaterial para conseguir el pasaporte a Sodoma?
Pero entonces ningún
pasado es venerable
¡Dejen a la Madre de Chile descansar en paz, pó! Ahora resulta que Gabriela Mistral era lesbiana, es lo que faltaba. Con Pinochet en La Moneda, la homosexualidad seguiría siendo maña extranjera. Igual, da igual, que para eso estamos en democracia y que cada uno con lo suyo, siempre que se respete al que lo ve distinto. Y que devota de la almeja o no, como devota fue de Dios, sentada a Su Derecha la Gran Gabriela sigue siendo el mayor capital invertido por Chile en el mercado internacional de las celebridades.
Que la administración de su fama de Nobel haya pasado de la dictadura a la Concertación Democrática no aportó mayor franqueza: ni el libro de la puertorriqueña Licia Fiol-Matta de 2002, ese de Una madre queer para la Nación..., ni el reciente proyecto cinematográfico La pasajera, de Casas y Labarca, donde la antigua maestra rural termina su vida en brazos de una mujer, consiguieron palco en el panorama cultural chileno. Uno pasó casi inadvertido, el otro fue censurado mientras era concebido, y el guión marchó enseguida al depósito de los descubrimientos inconvenientes. Del ensayo de Fiol-Matta había que cuidarse sobre todo del título, y poner el libro invertido en los anaqueles más discretos. En cambio no hay honra que se salve cuando el ojo del público —ese tirano vulnerable— decide confundir a la actriz con el personaje real. Y si la Gabriela Mistral ficticia llena la pantalla del cine con besos a otra actriz que hace de su amante y albacea, la bomba ya habrá explotado. Los efectos de verdad masiva de la letra escrita son pequeños junto a los que provee el drama cinematográfico.
No importa que la poeta haya dejado (mal) cerrados los cajones de su orientación sexual. Con los archivos desclasificados, se desclasifican también las virtudes indiscutidas. Aunque nadie duda ya que el gran amor de la Mistral fue su albacea Doris Dana (“Nuestra relación lleva siete años, y hay que cuidarla. Porque es delicada esta cosa del amor”, le dice), la Sociedad de la Decencia en Democracia contribuye últimamente a la hipocresía con nuevas hipótesis. Ya que no tenemos salida, dicen los socios, ya que el argumento de una prensa falsaria al servicio del morbo no convence, mejor admitamos que la Madre de Chile fue lesbiana.
Una lesbiana, sí, pero que según escribe el escritor chileno Luis Vargas Saavedra, en El Mercurio, “no estaría hoy dispuesta a amadrinar las banderas de las organizaciones de derechos humanos de gays, lesbianas” (el autor se olvida, claro, de las periferias del concepto. Imagine usted que la muerta ilustre pudiera convertirse además en madrina de las insignias trans).
Con su hipótesis, el escritor homófobo que hace de ventrílocuo de la poeta mayor la pone a jugar en el campo de la política Glttbi sólo para negarnos el derecho a sacar fuerzas del pasado. Mientras parece acudir a gusto y piacere a la fórmula bíblica “que los muertos entierren a sus muertos”, pretende apoderarse del cadáver de Gabriela Mistral para volver a enterrarlo en su propio jardín. Así prolonga en la conjetura, en el verbo condicional, el secuestro de la memoria de una mujer que vivió una época de obligado silencio público, y hasta de obligada traición a aquello que fue recién, bastante más tarde, una causa colectiva de justicia que ganar. Que se hizo famosa en tiempos en que una escritora soltera era todavía una tía virgen a la que los hombres le interesaban menos que los libros o el boletín de los sobrinos, y si Chile había decidido otorgarle el título de Madre era por la decretada austeridad de su cuerpo en un país austero, por su profesión de maestra que el esfuerzo y la resignación santifican, y por ese parto de cultura sin pecado original en una tierra flaca y alargada en los márgenes del planeta, que a través del Nobel triunfaba en una guerra contra la intrascendencia.
A diferencia de la última biografía de Mahatma Gandhi, el outing de Gabriela Mistral dista mucho de la revelación de un secreto que fue vivido en su intimidad como vergüenza. Porque la poeta tuvo una pareja hasta su muerte, en Estados Unidos, y no puso reparos en compartir con ella su casa y legarle su propia memoria. Quien no se asumió públicamente como lesbiana, y así Chile pudo mantenerla como institución, eligió en cambio como heredera universal a la que le dedicó buena parte de la vida, y dejó para la posteridad las cartas de amor (“Cuando tú vuelvas, si es que vuelves, no te vayas enseguida. Yo quiero acabarme contigo y quiero morirme en tus brazos”).
Si el término outing equivale a dejar de golpe desnudo al tapado, en el caso de los muertos famosos el ejercicio de esa violencia corresponde a esos okupas de la experiencia, que son los expertos en celebridades. A mí se me hace que a Gabriela Mistral, en cambio, nadie le hizo un outing. Que ella misma esperó cincuenta años de eternidad para hacer su propio coming out victorioso de la mano de otros gays, de otras lesbianas, y que el artículo de El Mercurio busca sin éxito impugnar el valor del gesto. Como si muerta, uno cree, la Madre de Chile que tanto criticó a Chile (“viví aislada en una sociedad analfabeta cuyas hijas eduqué”) buscara ser salvada, a través de las propias huellas, de la admiración pudorosa de algunos reverendos vivos.
Aunque la revelación de una sexualidad no haya sido en ellas un objetivo de mercado, las minuciosas biografías de Mahatma Gandhi y de Gabriela Mistral tuvieron que ser generosas y abrirse a la feria de los chismes masificados. Porque lo que ahora se censura en los medios es la mala distribución del escándalo, y un buen editor debe estar siempre atento cuando la infidencia relativa a una celebridad de la cultura amerita su ingreso a las secciones Sociedad y Espectáculo de los diarios.
Otras biografías, en cambio, se centran obsesivamente en la vida sexual y hacen con eso la autopsia pública de su biografiado. Entre estas historias de tiro al blanco resultará obligatoria para los apasionados por el star-system la lectura de Kate: la mujer que fue Hepburn, publicada no hace mucho.
En Kate..., William Mann revela “detalles escabrosos” de la actriz muerta en 2003, que se consignó como la eterna soltera, y que –dice– no era sino una lesbiana en el closet enamorada durante cuarenta años de su asistente personal, Phyllis Wilbourn (“Phyllis y yo somos un solo cuerpo, una sola persona”) y con quien Spencer Tracy —un alcohólico y maricón en las sombras, como corresponde en esta clase de biografías industriales— compartió la alcoba sólo para intercambiar relatos de sus aventuras homosexuales individuales: “El papel que mejor ejecutó Kate fue el de amante de Tracy”.
Fernando Pessoa, casi una biografía (Editorial Record, 2011) asegura al brasileño José Paulo Cavalcanti Filho, miembro de la Academia de Letras de Pernambuco, un porcentaje considerable de debate académico, más allá de la sección Sociedad de la Folha de Sao Paulo. Escribe en su libro que el increíble lisboeta “nunca tuvo relaciones sexuales” con su pareja Ephelia Queirós, y pone en duda la heterosexualidad de quien decía ser de oficio poeta y fingidor, además devoto de la Santa Kabbalah, y uno de cuyos 77 heterónimos (especie de alter ego en los que Pessoa se desdoblaba), Alvaro de Campos, confesaba haber escrito un poema dedicado a un jovencito que había amado en Inglaterra, pero que nunca se decidió a mostrar.
Desde Safo, la poesía cuadra seguido en el icono homosexualidad, y hasta los puritanos yanquis tienen que pasar por alto la debilidad del poeta patrio, Walt Whitman, por chongos magnos descansando en las praderas después de la última batalla.
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