Viernes, 10 de junio de 2011 | Hoy
DVD
Ahora que el Fondo Nacional de las Artes decidió incorporar entre sus disciplinas también a los videojuegos, vale la pena ver Scott Pilgrim contra el mundo, una película que se editó en DVD sin pasar por las salas y que deja en claro que la tecnología tiene todo que ver con el cuerpo.
Por Diego Trerotola
Elvira se da una vuelta por un local de videojuegos, yira un rato entre las máquinas, los neones, los espejos, los clientes absortos que descargan su energía en botones y joysticks, concentrados frente a las pantallas titilantes. Todavía hoy esa secuencia de En un año de trece lunas (1978), de R. W. Fassbinder, conserva algo mágico, como un breve paseo encantado de cuento de hadas, aunque está filmada con ánimo realista, como una inmersión en la cultura gamer, floreciente a fines de los ’70. Elvira es trans y sobre su cuerpo parece reflejarse todo la potencia luminosa, tornasolada, que despide cada videojuego; tal vez sea Fassbinder el primero en pensar la tecnología de esas máquinas de video, de esos simuladores para jugarse el deseo de ser otro y otra, como posibilidad de proyección y construcción virtual de nuestros géneros. Es probable que esa secuencia flash sea la fecha secreta que inaugura una mutación pensada por el cine: el comienzo de una nueva tecnología audiovisual del cuerpo provocada por la expansiva cultura del videogame. Y si ése fue el inicio, la última y más desbordada expresión es Scott Pilgrim contra el mundo, una aventura cruzada, multipropósito, que se enchufa para cargar la batería de amor por el videogame, expandiendo todo lo posible eso de mutante que funda la adolescencia. Basada en una historieta dibujada con estilo mixto, mezcla de manga con algo del informal estilo naïf de cierto comic under, la película redimensiona la hibridez que ya estaba en las bases: parece no tenerle miedo a ningún género o subgénero, y todo puede imprimirse en las secuencias vertiginosas que propone el director Edgar Wright. Desde escenas filmadas como sitcom a lo Seinfeld hasta musicales artificiosos en plan cine de Bollywood, Scott Pilgrim, personaje y película, avanza sin explicaciones, sin tiempo de guiñarle el ojo a nadie, porque su complicidad, su humor y su seducción están expresados sin ningún gesto petrificado sino en el mismísimo acto de barrerlo todo con fuerza de ráfaga de un ojo omnívoro que no respeta barreras impuestas. Territorialmente, la vida del veinteañero Pilgrim transcurre en una congelada Toronto blanqueada por la nieve, pero calor y color llegan para manchar ese paisaje, como si fuese la tan desafiante hoja en blanco, en forma de viñetas que cruzan todas las posibilidades del nuevo cuerpo masajeado por la experiencia contemporánea. Sin hacerle el juego a la cultura global, más bien ultrajándola, como si fuera un pirata del software gratuito que pincha el globo para que de la piñata surjan juguetes de roles intercambiables, explosivos, ideológicos, decorativos, que se empujan entre sí para cruzar varias barreras que separan lo occidental y lo asiático, lo generacional y lo histórico, lo hétero y lo queer, el videogame y el cine, lo masculino y lo femenino, lo propio y lo ajeno, lo retro y lo hi-tech, entre otros mundos remontados por la película. En busca de la chica de sus sueños de videogame, Pilgrim vive y duerme (en la misma cama de dos plazas) junto a Wallace Wells (el gran Kieran Culkin), gay campeón del chimento instantáneo en mensajes de texto, que amanece con amantes cambiados a centímetros de su compañero de monoambiente. No hay humor ni ridículo en esta situación, es un marco perfecto de la convivencia de lo diverso que plantea la película. Tanto como que la novia a la que aspira Pilgrim, la glacial Ramona Flowers (Mary Elizabeth Winstead con ojos de animé), tuvo una “fase” de “bi-curiosidad” revelada con la aparición de su amante bisexual Roxy Richter (Mae Whitman): en este mundo de fronteras felizmente difusas, la orientación sexual cambia con la facilidad con que se pasa de pantalla en un videogame. Scott Pilgrim humaniza, electriza ese mundo superpoblado por estrafalarios caracteres de videogames de 8 bits, sin creer que la tecnología es ajena al cuerpo, adosando un poco de la gracia camp del Batman televisivo de los ’60 (onomatopeyas incluidas), para que una vez transformado en súper héroe terrenal y tierno cada personaje vuele un poco más libre de prejuicios sexuales en el juego de las identidades. Y para que el game over no llegue nunca.
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