Viernes, 10 de junio de 2011 | Hoy
Por Liliana Viola
No queremos pronunciarlo ni escribirlo, no queremos decírselo a nadie, no queremos anunciarlo aquí, no queremos que sea cierto. Pacha Brandolino, colaborador de este suplemento y amigo nuestro, se murió el pasado 25 de mayo, bien temprano, a la mañana, dejando tras de sí un desahuciado clan de amigxs que se hicieron amigxs por él y que ahora se reúnen como zombis coreografiados por Michael Jackson a rumiar la ausencia y las causas, a su gata Maulina, que recogió en la calle hace cuatro años y a la que jamás culpó ni permitió que nadie culpara de la toxoplasmosis que irrumpió hace unos meses como prueba de que las defensas estaban más que bajas de lo que él mismo recontaba; a implacables agentes de prensa, que no enterados todavía lo siguen buscando para que vaya a ver algo nuevo de danza teatro; a su novio, Gustavo, que lo cuidó todo este tiempo y que este 25 de mayo cuando llegó a verlo desde Rosario no se encontró con su gordo sino con un velatorio, porque la familia omitió el detalle de avisarle (aunque al rato se acordó de reclamarle las llaves del departamento donde también están sus cosas).
Pacha se murió, dejando atrás, o mejor dicho, hacia delante, la creación de la carrera de Composición Coreográfica en Danza Teatro en el IUNA, varias camadas de alumnos y alumnas que anotan en comentarios en la web lo decisivas que fueron sus clases o sus charlas de café para sus vocaciones, su paso por el Teatro Negro de Praga, sus estadías en Berlín y en Oxford, donde dio y desde donde trajo ideas para acá, más otros ítem de un currículum que nunca terminaba de ordenar para resultar vendible, ni creíble.
Tampoco ahora: quién va a creernos, ahora que Pacha ha muerto, cuando digamos que era un amigo incondicional, si justo esa categoría junto con “dilecta amiga” y “esposa fiel” es una de las frases piadosas que se dicen de los muertos. Pero resulta que Pacha era la persona más incondicional del Universo, me dice Augusto Balizano, el bailarín creador de La Marshall, “al punto de que si lo llamabas, él podía hacer lo que necesitaras, pero de verdad, lo que fuera, sin interponer el menor prurito moral”. Augusto me lo dice y parece que quiere decir pero no se anima que Pacha era capaz de matar por un amigo. Entonces yo recuerdo el día en que con dramatismo de teleteatro le contaba una traición a la que había sido sometida y, luego de leer mis pensamientos, me ofreció el contacto de alguien que por cincuenta pesitos podía moler a palos a quien yo quisiera con una bolsa llena de naranjas, sin matar y sin dejar marcas. Sólo había que llamar. Me alcanzó el teléfono. Con esa sabia oferta me sacó de cuajo todo un rencor asesino que iba a llevarme años de lloriqueos. Nunca supimos si eran ciertas las naranjas, ni si estaba en funciones el matón barato, pero desde entonces siempre sentí que podía recurrir a Pacha para los crímenes más necesarios.
Lamento públicamente no haber tenido yo una oferta tan rutilante y disparatada como para convencerlo de que en el año 2011, ahora que se cumplen 30 años de la aparición del primer caso, nadie que se trate con las terapias disponibles muere de sida; que la homeopatía, por más que fuera parte de su filosofía y del legado familiar, sólo lo iba a llevar a un final tan doloroso como el que se veía en los posters de los ‘80; que su hermana médica y otros médicos que lo alentaron a no tratarse no estaban pensando en su bien sino en otras cosas. Que no había nada que pagar, que no había pecado que purgar, que el virus no es un castigo y menos un castigo merecido.
Pero el incondicional y testarudo era él; por eso yo aquí estoy, finalmente, haciendo lo que no quiero hacer, anunciando, como una zombi mal coreografiada, que Pacha, nuestro amigo, se murió.
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