Viernes, 12 de agosto de 2011 | Hoy
ENTREVISTA
Hija de uruguayos y nieta de argentinos, Carolina De Robertis creció entre Europa y Estados Unidos, tratando de reconstruir sus lazos rioplatenses. Pero fue su casamiento con una mujer lo que inflamó sus ganas de escribir, ya que sus padres no volvieron a hablarle desde entonces, y el camino que la llevó a publicar La montaña invisible (Planeta) sirvió como catarsis, duelo y reencuentro con su identidad como lesbiana.
Por Flor Monfort
Usted trabajó como voluntaria con víctimas de abuso sexual y violencia familiar. ¿Por qué tomó ese atajo antes de dedicarse a la literatura, que fue su carrera universitaria?
–Fue mi profesión durante cinco años, lo hacía a tiempo completo y sólo al principio era voluntaria; luego fue mi trabajo. Yo estudié literatura porque tenía un deseo muy fuerte de ser escritora, pero cuando estaba en la USLA (Universidad de Los Angeles) no pude entrar a los talleres de escritura creativa, entonces me sentí muy decepcionada, pensaba que no tenía talento, o que no podría... pero hasta los mejores escritores tienen que experimentar el mundo, entonces me pareció bien durante un tiempo seguir con mi otra pasión, que es el bienestar social. Entré a un centro de crisis de violaciones, donde había muchos servicios para sobrevivientes de violaciones o asaltos sexuales, de todas las edades, de manera gratuita. Tenía clientes que habían sido violadas la semana anterior y otros que no se lo habían contado a nadie durante 40 años. También fui la fundadora de un programa especial para inmigrantes latinas porque yo era la única bilingüe, entonces atendía a la comunidad latina.
¿Por qué lo dejó?
–Para escribir. Por un tiempo hice las dos cosas, pero luego lo dejé. Ahora mi profesión es la escritura. Esa experiencia sin duda me ha servido para mis historias. Una de las cosas más lindas de esta profesión es que uno puede usar sus heridas más profundas.
¿Cuáles son sus heridas más profundas?
–La pérdida de mis padres. Están vivos, pero hace 9 años que no tenemos contacto porque me casé con una mujer. Ahora siento muchísima paz con el tema, tengo relaciones muy buenas con otros parientes, pero cuando uno pierde un padre y una madre es necesario pasar por un proceso de llanto. Y aunque ellos no están muertos, existió ese proceso. El proceso de sanar de esa experiencia fue la escritura de este libro, que me asaltó con una urgencia que jamás había tenido antes.
¿Ellos no sabían que era lesbiana o el casamiento fue lo que los irritó?
–Ellos sabían que tenía una pareja y no la aprobaban. Fue un proceso lento. Pero el momento en el cual yo mandé las invitaciones para la boda fue cuando ya no pudieron enfrentarlo. Que yo me case los ponía de frente a esta situación y ellos ya no pudieron hablar conmigo. Tal vez querían, pero no podían; y aún no pueden. Yo he llegado a un momento de mi vida en que veo la homofobia como una enfermedad social, y una enfermedad muy contagiosa, que daña no solamente a la persona que siente la homofobia sino a mucha gente a su alrededor. Cuando esto ocurrió me sentí muy afuera de mi familia, y como mi familia era donde yo había aprendido toda una mezcla de culturas tan particular (mis padres uruguayos, mis abuelos argentinos), el libro me ayudó a recuperar ese vínculo con la cultura uruguaya, mi propia carta de amor a Montevideo y mi vínculo personal con mi herencia cultural.
Cuando publicó el libro, ¿no se contactaron con usted?
–No. Fue un duelo necesario. Lo que venga después es otra cosa, pero aquello lo tuve que vivir para pasar a otra etapa, para reafirmarme y fue muy doloroso. Yo siento que he hecho esfuerzos, he tenido mis años de mandarles regalos en Navidad y tarjetas en sus cumpleaños, y ellos no me mandaban nada. Y a veces me dolía tanto que no podía decir mucho en las tarjetas, pero las mandé por unos años. Ahora siento que ya está. Reconozco quienes son mis padres y sé que siempre van a ser ellos, pero ahora yo tengo mi familia.
La montaña invisible (Planeta) fue traducida a 12 idiomas y recibió algunos premios y buenas críticas. La trama atraviesa tres generaciones de mujeres y bucea en la cultura uruguaya. Más allá de lo terapéutico que le resultó el trabajo, ¿cómo reconstruyó Montevideo habiendo crecido en California?
–Mis padres son uruguayos y se fueron de Sudamérica cuando mi madre estaba embarazada de mí: yo nací en Inglaterra. Cuando tenía 5 años nos mudamos a Suiza y cuando tenía 10 nos fuimos a California, y yo he vivido ahí desde entonces. Todo por el trabajo de mi padre, que es biólogo molecular. Si bien nosotros adoptamos elementos de todas las culturas que íbamos conociendo, había una nostalgia muy fuerte por la tierra de origen. Crecí sintiendo que había todo un mundo, toda una cultura dentro de mi casa que no veía afuera. Crecí sintiendo que estaba este otro lugar, pero también sintiendo la ausencia de esa cultura en mi medio ambiente. Eso me dejó también con una fascinación. La montaña invisible es un libro intergeneracional que trata de explorar en particular Montevideo y capturarlo. Pero tomó mucho tiempo hacerlo: empecé a escribir a los 25 y terminé a los 32.
¿Cuándo vino por primera vez?
–A los 16 años vine a Uruguay; y a la Argentina también, porque tengo muchísimos parientes acá. Un viaje que me impactó porque todos esos elementos lingüísticos y culturales que yo había sentido dentro de mi casa de repente eran parte de todo el mundo. Era un sentimiento tan extraño, sentirme en casa en un lugar que no conocía. Todo ese imaginario que yo había reconstruido se hizo realidad.
¿Cuál es su militancia Glttbi?
–A veces la militancia es ir a manifestaciones, es trabajar en una organización; pero a veces también la militancia consiste en ser una persona auténtica. El hecho de que yo viva abiertamente con mi familia, reconozco que tiene un impacto en el mundo. Nosotras nos hemos casado tres veces, porque las leyes han cambiado. Nos casamos en 2002, hicimos una boda sin nada legal, fue un acto de desobediencia civil, digamos. Las dos nos vestimos de novia, blancas y radiantes, pero fue una ceremonia nuestra, no legal. Después, en 2004, el alcalde de San Francisco, Gavin Newsom, empezó a dar licencias de matrimonio a la gente gay, nosotras la solicitamos, pero él realmente no tenía permiso para hacer esto. Y luego de unos meses la Corte anuló esos matrimonios. Algunas de las parejas que se habían casado llevaron a juicio a la Corte con el argumento de que tenían derecho de casarse, y llevó hasta 2008 terminar ese juicio. En 2008, la Corte Suprema de California avaló el derecho al matrimonio de las personas del mismo sexo y allí nos casamos otra vez, pero ese matrimonio es legal solamente en el estado de California: el gobierno federal no lo reconoce, entonces al momento de deducir impuestos, por ejemplo, es un lío, porque el gobierno estatal me considera una mujer casada, pero el gobierno federal no.
¿Qué dificultades concretas tienen por esto?
–Tenemos que pagar más impuestos. Pero tenemos un hijo, Rafael, y nuestros derechos como madres han sido respetados: el nombre de mi esposa está en el certificado de nacimiento, los dos nombres están ahí, de manera que no tuvimos problema en anotarlo. La verdad es que muchas cosas están avanzadas en Estados Unidos, especialmente para personas que quieren crear familias. Por las conversaciones que he tenido acá en la Argentina, sé que mucha gente se siente muy orgullosa de la ley de matrimonio y lo deben estar, es un logro muy bueno, pero también estoy escuchando que hay un camino largo para crear derechos de madres y padres de adopción, de bancos de esperma, que abran las puertas a las lesbianas con total libertad. Argentina está más avanzado que Estados Unidos porque su ley es federal, pero nosotros tenemos más seguridad respecto de nuestro hijo reconocido como legítimo de ambas. Es muy loco, pero es así. El banco de esperma fue creado por lesbianas para las lesbianas que querían ser madres: ha existido por 30 años y puede ir cualquiera, pero fue creado para eso.
¿Cuál fue la diferencia entre esa primera boda de 2002 y la última?
–En aquel entonces se consideraba como una rebeldía. Hasta a la gente gay le parecía guau, cuando decíamos “mi esposa tal cosa” y nos preguntaban: “¿Le decís esposa?”. Y ahora es legal en varios países, todo está cambiando muy rápido, cosa que me inspira muchísimo. Me acuerdo de más atrás aún, cuando yo tenía 19 años, salía con un chico y le dije que había estado con una mujer: él no se escandalizó para nada, al contrario, lo tomó como una exploración. Lo digo porque en el caso de las mujeres no se toma muy en serio. Yo a los 19 años les dije a mis amigos que era perfectamente capaz de casarme con una mujer y ellos no me creyeron.
Y así fue.
–Así fue, Pamela es el amor de mi vida y yo hubiera sido una idiota si no me hubiera casado con ella. Pero pagué un precio. Hay gente que no se anima a pagarlo: yo no me puedo imaginar vivir una vida reprimida.
¿Cómo fue la llegada de su hijo?
–Me embaracé con inseminación, no fue in vitro, así que fue algo muy simple. Rafael ya tiene dos años y medio. Pamela y yo estamos súper enamoradas de él. Mi hijo tiene amiguitos que también son uruguayos de descendencia africana con madres lesbianas. Así que a veces nos juntamos a tomar mate con ellas. Esa es la diversidad que tenemos. Y lo que tengo que decirte es que lo que impacta también a mi familia es racismo porque la mía es una familia interracial, ya que Pamela es afroamericana. Estamos hablando de mi vida personal y yo creo que está vinculada con el contenido de mi primera novela, porque son tres generaciones de mujeres que si bien no han tenido esta experiencia, todas están buscando la manera de crear una vida auténtica, más allá de las convenciones sociales.
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