ES MI MUNDO
Con un triángulo rosa se identificaba en los campos de concentración nazis a los detenidos homosexuales, marginados entre los marginados, hombres –muchos más que mujeres, que siempre podían “reformarse” para la reproducción– más asociados al lumpenaje que a la rebeldía, y que también sufrieron en sus cuerpos los experimentos del régimen para virilizarlos. Víctimas reconocidas recién en 2005 por el Parlamento Europeo, apenas unos años antes de que muera el último de ellos, Rudolf Brazda, cuyo irreductible humor se apagó por fin la semana pasada.
› Por Alejandro Modarelli
Si su propia existencia no era discreta, las poses del cuerpo mucho menos. Del álbum a mano alcanza con examinar algunas fotografías de la primera juventud para entender que Rudolf Brazda, el alemán de padres checos, no tenía oficio de simulador de identidades, ni parece que le interesara. La fotografía en traje de baño en una piscina pública data de principios de los años ’30 y es la estampa de una sirena en descanso. Para la teoría en boga de la época, la imagen podría certificar más la mala voluntad de la naturaleza que el juego de una loca ante la cámara fotográfica. Y podría proponerse como posible objeto de escrutinio de la biología y la sexualidad de entonces, que –junto con el cambio de percepción sobre el síntoma y, por ende, sobre el tratamiento de la “anomalía sexual”– eran aún los tiempos del Dr. Magnus Hirschfeld, pero también empezaban a ser los del Dr. Heinrich Himmler. Del defensor de una condición innata de la homosexualidad como un tercer sexo, y de los derechos de los homosexuales, al disciplinado purificador y evolucionista de la raza para quien la diferencia congénita se solucionaba con el exterminio de unos para el bien de los otros, o al menos con experimentos biológicos de una racionalidad difícil de hacer comprender al cobayo y a los tibios. Hitler, como Himmler, creía tener un programa de ética futurista (una biocracia, se dijo) del que salvaba a su perro, pero no a la especie humana, y decía que el nacionalsocialismo debía ser “un homenaje a la razón”, por encima de las anacrónicas ternuras del alma.
Más adelante, la foto de la loca transformista que ha pasado de arreglar techos a imitar a Josephine Baker en una compañía teatral en los Sudetes, anexados por el Führer. Esta es de inicios de los años ’40 y, a pesar de lo bonita, ya habrá sido demasiada mariconería para un régimen en guerra: un poco de plumas en la intimidad es un descanso para las rutinas de la simulación; ir por la noche clavando tacos a lo Baker, eso ya requiere de un indulto que el régimen no está dispuesto a suscribir.
Quedan finalmente para ilustrar las notas periodísticas de años recientes, las fotos del anciano mínimo que, último sobreviviente homosexual de los campos de concentración nazis, último portador vivo del oprobioso triángulo rosa, sonríe con alegría frente a un auditorio conmovido que acaba de oír su relato de los hechos, o bien vestido para la ocasión en su silla de ruedas mientras recibe la Legión de Honor de la República Francesa en –ironías de las lenguas y la fonética– un colegio de Puteaux.
Fuera de las de su vejez, las fotografías expuestas en la pequeña vitrina de esta nota son, además de testimonio de las diferentes etapas de juventud de Rudolf Brazda, souvenir de una vida privada que había decidido mantenerse fuera del closet hasta en el peor momento, ajena al ritmo de los sucesivos cambios de actitud del nazismo frente a los homosexuales. Si al principio la honestidad consigo mismo (Rudolf vivía abiertamente en pareja) o el coqueteo imprudente con la cámara fotográfica en los espacios públicos como forma de resistencia civil contra el murmullo terminaron en 1937 con la loca detenida por unos meses bajo el Art. 175 del Código Penal, cuatro años más tarde significaron su reclusión en el campo de Buchenwald, con el triángulo rosa como prueba de identidad cosida en los harapos.
Los nazis heredaron el Código Penal prusiano que, lejos de la liberalidad del napoleónico, penaba el acto de sodomía a través del Art. 175. Los socialdemócratas de la era Weimar preferían no aplicar casi nunca ese régimen de control de la actividad anal, porque entendían la indiferencia de Napoleón frente a las rarezas posicionales en el coito y en la vida antes que la severidad de los prusianos para con sus propias costumbres subterráneas, de las que daban cuenta cada tanto las tribulaciones de alcoba entre los hombres del ejército del Kaiser. Funcionaba con la homosexualidad y otras disidencias el dispositivo tolerancia y, además de decenas de revistas, se permitió la película Anders als die Andern (Diferente a los demás), la historia de una loca víctima de un chantaje, en la que actuó el mismo Hirschfeld.
Cuando el nazismo llegó al gobierno en 1933, el rechazo al amor libre y el aborto fue de a poco haciéndose doctrina, se prohibieron varios libros considerados obscenos y cerraron clubes de gays y lesbianas, pero pocos, fuera de algunos científicos como Himmler o jovencitos camisas pardas precursores del gay bashing, se obsesionaban todavía contra la homosexualidad. Nada más ver que Hitler seguía siendo amigo dilecto del jefe de ese ejército paralelo que eran las SA (las Sturmabteilung), el célebre militar bear Ernst Röhm, que siendo nazi y homosexual –aunque anticapitalista– batallaba como lo había hecho Magnus Hirschfeld contra el Art. 175 y se defendía de las imprecaciones de alguna prensa socialdemócrata puritana sobre sus gustos. Cuando Hitler lo mandó matar en 1934 en la “Operación Colibrí”, porque la loca se había subido al carro de los dioses y le disputaba espacios –se había vuelto tan nacionalista como socialista y la burguesía le bajó el pulgar–, Bertolt Brecht se burló con la frase “Hitler se deshizo de un antiguo amante”. A partir de la matanza de decenas de los SA, el régimen radicalizó la homofobia y se tomó en serio el programa político originario del partido nazi: “El que piensa en amor entre hombres o entre mujeres es nuestro enemigo. Rechazamos todo lo que castra a nuestro pueblo, que lo convierte en pelota de nuestros enemigos, porque sabemos que la vida es lucha”. Ya sin Röhm, este texto se impuso sobre las circunstancias y Himmler tomó junto con Rosenfeld el control de calidad ideológico del nazismo. En 1940 ordena a la policía a su cargo “detener en forma preventiva a todos los homosexuales que hubieran seducido a más de un amante”... Un polvo puede ser un gustito o un error, dos ya es subversivo. En cuanto a las lesbianas, fíjense lo que en 1942 se escribe en un informe del Ministerio de Justicia: “Finalmente, las mujeres que se abandonan a las relaciones antinaturales no están perdidas para siempre para la reproducción en el grado en el que lo están los hombres homosexuales, ya que, como muestra la experiencia, a menudo vuelven más tarde a una relación normal.” Lo que se diría, una desviación transitoria sociógena sin amenaza para la continuidad de la especie.
En esos años, Rudolf Brazda convivía con su pareja en casa de una testigo de Jehová que incluso les había dejado el dormitorio, porque en sus lecturas sagradas debe de haber pasado por alto el relato de Sodoma. Alguien delató la situación, y Brazda enfrentó un juicio por violación del Art. 175. Ante el fiscal, suelto de cuerpo, negó avergonzarse por ser homosexual, y un diario amarillista tituló “Vivían como hombre y mujer”. La vida en Buchenwald lleva hasta la hipérbole aquello que un homosexual solía padecer entonces, y a veces todavía hoy, en lo cotidiano y sin necesidad de cautiverio. La segregación dentro de los segregados –si bien no hay agresiones que no sean de guardianes, el resto de los prisioneros en general prefieren mantenerse alejados– y el abuso sexual, porque no hay solicitud que estemos en condiciones de rechazar si nuestro deseo son otros varones. En ocasiones, el trabajo asignado es el más pesado o el más humillante, aunque Brazda finalmente consiguió la enfermería, y la paranoia que preside el proyecto de desentrañar la causa de la homosexualidad –vehículo de un contagio comunitario (si los dejamos, el mundo se hará puto)– lleva a experimentos biológicos higiénicos más exquisitos y novedosos que la lobotomía o la esterilización, que los nazis llamaban entmannung (deshombramiento): en Buchenwald se implantó a quince prisioneros, en la zona de la ingle, una glándula que liberaba hormona masculina, invento patentado por un amigo danés de Himmler. Murieron, al menos, dos.
La estadística notifica que la mortalidad de homosexuales en los campos de concentración fue mayor que la de otros grupos de prisioneros. Ultimos orejones en la fuente de los marginados, se los asimiló al lumpen antes que al rebelde. Pasaron en poco tiempo de los barracones de los presos políticos al de los delincuentes, donde los SS elegían al más malvado como kapo. Uno de estos kapo, que era comunista y no queda claro si además criminal, protegió a Rudolf Brazda de los males del entorno, en lo que constituyó una alianza romántica en la cloaca de Europa que quizá le hubiese gustado narrar a Jean Genet. En 1945, en la inminencia de la caída de Hitler, se evacuó Buchenwald y se dispuso una marcha de prisioneros con destino a la muerte. Brazda se salvó gracias al kapo, que lo escondió en un corral de cerdos.
¿15 mil, 50 mil, el doble? La cifra de muertos homosexuales en los campos de exterminio es incierta y se debate, quizá porque no interesó a las organizaciones de sobrevivientes del Holocausto, ni al Tribunal de Nüremberg, ni a los Estados que, hasta hace pocos años, pasaban por alto los crímenes por homofobia de los nazis. El olvido fue una operación política que a un homenajeado como el viejito Brazda, medio sordo, le costó perdonar: “El reconocimiento llega demasiado tarde. La mayoría hemos muerto”. En 2002 se anulan, recién, las sentencias de los nazis contra los homosexuales. Y en 2005, por primera vez, el Parlamento Europeo menciona a las víctimas y pide por ellas un minuto de silencio. El último sobreviviente del triángulo rosa conmueve a las audiencias: “¿Cómo empezar la vida luego del desastre?”, le preguntan. “Una vida nueva se empieza con un novio”, contesta él riendo; al final, hasta las víctimas olvidadas tienen su humor.
Rudolf Brazda murió el 3 de agosto de 2011, a los 98 años.
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