LIBROS
La divina mimesis, el texto póstumo de Pier Paolo Pasolini que ahora edita El Cuenco de Plata, es una muestra radical de su postura antiliteraria, de su aversión por el estilo como trampa burguesa.
› Por Alejandra Varela
Cuando la vida es la materia, el pensamiento entra en una zona de oscuridad. Mucho más cuando se desconfía de la razón, cuando la existencia se convierte en el aliento de un sobreviviente.
La divina mimesis es un texto final, enhebrado en la agonía de quien ignora su muerte cercana. Mientras el cadáver de Pier Paolo Pasolini era hallado en una playa de Ostia, el libro se animaba en las librerías como un esbozo, un apunte provisorio, débil como documento ilustrado, sublevado en la voz de los dialectos que el fascismo buscaba enterrar.
Pasolini consideraba el estilo como una trampa burguesa, ciertos amaneramientos de la experimentación no eran más que la destrucción de una Italia diversa en la voz de una Italia única, letrada frente a la que se postraban los intelectuales modernos. El canto de un solitario que ya no podía alistarse en las filas del comunismo que lo había expulsado, ni en el mundo de la elite literaria. Nace entonces un fervor por cierto primitivismo social y cultural, por el pasado que desemboca en Dante como si fuera uno de los pocos poetas con quien logra establecer un diálogo.
Su viaje es el de la errancia por una ciudad que ya no le pertenece, que observa con pavor para convivir en los márgenes con los muchachos callejeros que terminarán destrozándolo a bastonazos. También es el descenso hacia una exploración del conformismo literario al que combate y acusa: “Se trataba, en su mayor parte, de hombres de cultura, acostumbrados a estar en silencio en momentos de peligro, y a hablar, solamente a hablar, en los momentos de relativa tranquilidad”.
El vínculo de Pasolini con la realidad no es representativo. Munido del concepto de mimesis que desarrolla Erich Auerbach, entiende que la manifestación de lo observado sólo es efectiva si opera sobre la lengua que la hace posible. Esa intervención tiene como objetivo una exagerada contaminación de sus componentes, una pulsión hacia las formas bajas. En esta búsqueda, Pasolini intenta acercar su cuerpo al papel de tal modo que escribir implique escribirse.
Una exclamación romántica se deshace en la búsqueda permanente de un interlocutor, de una copia de su alma dañada. El narrador de La divina mimesis desea hablarle a la multitud con la lengua del odio, pero lo que resplandece son sus conflictos en la luz de falsas sentencias. Ese círculo del infierno en el que se encuentran los anónimos, los seres que sacrificaron su éxito por la gris igualdad, no es más que la tristeza del propio Pasolini disfrazada de ironía al describir a esos hombres que corren tras sus deberes embanderados bajo la aureola de un sorete.
Como un personaje de ficción se reconoce ausente de vida, con la única respiración que le otorga la irrealidad.
En ese destripamiento del mundo, Pasolini caracteriza a Hitler como el héroe de un pueblo humillado que ha perdido toda posibilidad de piedad y desprecia a aquel que comparte sus mismas frustraciones. Entonces se enamora del Führer porque es la imagen grotesca del sueño de grandeza: “El infierno que me propuse describir ya ha sido descripto simplemente por Hitler”. Esta frase se sustenta en un pensamiento que inflama de incomodidad a la literatura. Hitler es para Pasolini la encarnación de un Rimbaud de provincia, jactancioso que, al igual que un trabajador que se convierte en pequeño burgués, acepta el conformismo de los padres. Enamorarse de la irrealidad, generar monstruos, no saber pensar en esa realidad como un múltiple e incrustar una fantasía en el plano de lo concreto, es para Pasolini un acto fascista.
Podría pensarse como una crítica anticipada al posmodernismo, al imperio de la interpretación por encima de la objetividad, como si de alguna manera vislumbrara una contrarrevolución mediática, ese crimen perfecto que explicó Baudrillard al señalar que lo real es asesinado en función de una construcción simbólica donde el único efecto determinante es el valor de credibilidad que consigue ese relato.
La forma poética que intenta recuperar es absolutamente anticapitalista. Pasolini entiende que la primera revolución debe hacerse desde el interior mismo de la literatura, despojándola de pretensiones de originalidad para pulir una forma donde la eficacia comunicativa destrone al hermetismo burgués.
Exhala un erotismo literario que se vincula, que ama a los sujetos de su inspiración, que se enreda con el pueblo y corre todos los peligros. Su propia muerte es una puesta en práctica extrema de su ideología antiliteraria.
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