Viernes, 2 de diciembre de 2011 | Hoy
En La piel que habito aparece otra vez el Almodóvar transformista, ese que riza el rizo rosa con historias de muñecas en apariencia bien peinadas a las que pronto se les verán los parches. Identidad, intimidad, erotismo, violencia; todos materiales con los que Almodóvar, como la araña mítica, teje su tela para dejar ahí estampadas las únicas deidades a las que se rinde: ficción y deseo.
Por Diego Trerotola
Entre los excesos múltiples que hay en el cine de Almodóvar, hay lugar también para una paradoja, que en su alcance excesivo podría englobar a toda su obra: de película a película, al creador manchego le gusta cambiar para ser él mismo. O dicho de otro modo: Almodóvar se calza distintas máscaras para mostrar su rostro verdadero, su cara esencial. Ser otra persona para ser “auténtica”, como dice la travesti Agrado en Todo sobre mi madre para pasar a relatar todas las operaciones e implantes, sus cambios físicos que le permitieron ser “lo que ha soñado de sí misma”. Los sueños de la identidad producen rostros: esos mismos rostros que el cirujano plástico Ledgard señala como fundamentales para la identidad al principio de La piel que habito; ese primer plano que el cine usa y abusa como fotocarnet de su lenguaje de glamour. Pero si hay cara también hay contracara y máscara. Y Almodóvar conjuga y multiplica todas esas opciones en La piel que habito, más explícita, más incorrectamente. Al cirujano protagonista y al cineasta se los compara con Frankenstein, con el doctor y con el monstruo que heredó su apellido en la cultura pop, y algo de eso hay. Pero más hay de Frankestina, creación de Patty Diphusa, alter ego literario almodovariano, o de su parienta nominal más cercana, Tina, la transexual encarnada por Carmen Maura en La ley del deseo. “Como has cambiado”, le dice a Tina el cura que la conoció cuando cursaba en un colegio de varones. “Todo el mundo ha cambiado”, responde ella, para postular al cambio como ley inevitable más allá del deseo. Y ahí están las cuestiones por las que gira La piel que habito: ¿se puede poner límites a la transformación y al deseo, esas dos caras del mismo rostro? Una pregunta que para responderla con una fábula precisa, una que dé cuenta de toda la complejidad, hay que contarla yendo del melodrama a la ciencia ficción, de la comedia al terror, para desembocar en el film noir como estilo narrativo que puede contener a todos los otros géneros con los que ahora se viste Almodóvar, con un modelito que le queda tan pintado y con el que, a la vez, parece estar desnudo, igual a esa malla impúdica ajustada al cuerpo que usa Vera (Elena Anaya), protagonista de La piel que habito. Es que a Almodóvar se le transparenta más el interior cuando más se disfraza de otrx.
Ahora que parte del posporno agranda la discusión sobre la sexualidad y la violación, con la Teoría King-Kong de Virginie Despentes a la cabeza, y pone un poco de incorrección queer al recuperar la fantasía violatoria no como algo ligado a la otredad, sino como un deseo inserto en el erotismo propio, el cine de Almodóvar se reposiciona como una vanguardia en este tema, porque la violación ha rondado su obra unas y otras veces, ubicada en el centro de Matador (1986) y Atame! (1990), por ejemplo, y en los bordes de casi todas sus películas. Y si hay algo que reconocer a esta altura es que Almodóvar fue post y porno desde antes que muchxs. Y con esta nueva película se da varias vueltas por el territorio problemático de la violación, vueltas en espiral como los que se usan para hipnotizar. Violación del cuerpo, de la identidad, de la intimidad, de la imagen: violencias posibles de un imaginario almodovariano que no deja nada fuera del erotismo, que lo contiene todo hasta volverlo fetiche, con el mismo nivel de morbo y elegancia, vuelto puro arte decorativo y depravado, epidérmico y descarnado: hay denuncia y renuncia moral, en incorrecta sincronía. La fábula de la película, violar a una persona para vengar una violación, es aberrante, pero termina haciendo posible el deseo de la víctima de la última violación. El círculo de la venganza gira hasta que se parte, se abre para transformarse en gancho, en aguijón. Otra vez el Almodóvar transformista, que riza el rizo rosa: una historia de muñecas rotas bien peinadas, galateas insurrectas, hechas a medida y desmedidas. En La piel que habito, el hábito no hace al monje ni a la monja: la religión almodovariana, cuando el rito funciona, empieza siempre de gala, aunque termina desalineada, rasgándose las vestiduras, hecha harapos, con parches y remiendos ajenos, como un títere de guante hecho de retazos que se va de las manos, como esos muñecos de Louise Bourgeois, artista citada en la película, que horrorizan y enternecen. Cuerpos como collage abiertos, nunca suturados del todo: la herida no cierra porque la sangre corre y la pasión no para de mandar y brotar. Y no por sadismo ni masoquismo, sino por el erotismo del goce de la ficción sin límite que todo lo atrapa. En herida cerrada no entran moscas, y la araña no tiene qué atrapar. No es raro que la novela de Thierry Jonquet en que se basa la película se llame Tarántula, ni que la Bougeois haya logrado hacer de una araña gigante un icono escultórico de seducción ambigua ni que un arquetipo poderoso de mujer fatal del film noir sea la Viuda Negra. No es raro porque Almodóvar es la mujer araña puigiana, hace su red de citas, de fragmentos de películas ajenas, para volver a relatarlas y atrapar con su seducción hasta moscas llegar al éxtasis, ese estado de posesión donde se nos va el alma del cuerpo. Almodóvar vuelve al cine, una y otra vez, para narrar la película que habita, esa piel de celuloide que corta como el bisturí de científico loca, y que lo reviste mejor que cualquier otra porque es transparente. La telaraña atrapa mejor si primero no se ve, si es fantasmática, evanescente como la imagen cinematográfica, para después mostrar toda su firmeza, su tensión, su capacidad de funcionar como extensión del cuerpo, de las fauces, del beso, venenoso de rouge, de la mujer araña.
La protagonista de La piel que habito, su centro motor, es Elena Anaya, con quien Almodóvar había trabajado en Hable con ella, y que ahora ejecuta la performance más física del último ciclo de Almodóvar, exponiendo una tremenda capacidad expresiva con cada fibra de su cuerpo elastizado. Ella había ofrecido recientemente toda su anatómica actoral para el romance lésbico en plan softcore kitsch de la película Habitación en Roma de Julio Medem. Ahora, su personaje, Vera Cruz, es inspeccionada en la ficción por la cámara oculta, en una suerte de reality personal, que monta su secuestrador, el Doctor Ledgard que interpreta con frialdad psicópata Antonio Banderas, en su vuelta al cine de Almodóvar. Los medios de España, fascinados con Anaya, como casi todo el mundo, no hicieron más que acosar a la actriz en el último año, para visibilizar su vida privada, que terminó con una salida forzada del closet. El diario El Mundo, por ejemplo, la puso en una lista entre “50 españoles LGTB más influyentes”, sin que ella nunca hablara públicamente sobre su orientación sexual. Y la revista Coure fue por más: publicó en la tapa a Anaya desnuda en unas fotos que aparecía con otra mujer en una playa nudista de la isla Menorca; el titular aclaraba que era su novia. La mirada vigía sobre Anaya la convirtió en el blanco de un reality en el que no eligió participar. La historia de La piel que habito transcurre en 2012, pero los ansiosos medios españoles no pudieron esperar tanto para realizar la fantasía ficcional. La realidad imita al cine de Almodóvar y, en este contexto, no es una buena noticia.
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