Viernes, 17 de febrero de 2012 | Hoy
ADELANTO
Acaba de aparecer en Londres Why be happy when you could be normal? (Jonathan Cape, London) de Jeanette Winterson, autora mundialmente famosa por su novela Las naranjas no son la única fruta (donde contaba la salida del closet de una chica en el ámbito de una familia religiosa y conservadora idéntica a la suya). En este texto autobiográfico cuenta la relación con aquella madre adoptiva, el momento en que descubre que es adoptada y el encuentro con la biológica. Aquí, un adelanto de esta impugnación a las identidades fijas y hereditarias.
Por Jeanette Winterson
Cuando era chica –del tamaño de los que se esconden debajo de la mesa y se meten en los cajones– me metí dentro de un cajón creyendo que era un barco y que la manta era el mar. Encontré mi mensaje de la botella. Encontré un certificado de nacimiento. En el certificado estaban los nombres de mis padres. Nunca le conté a nadie sobre esto.
Nunca quise encontrar a mis padres biológicos –si un par de padres se sentía como un castigo, dos pares de ellos sería destructivo–. Yo no tenía comprensión de lo que era la vida familiar. No tenía idea de que uno podía querer a sus padres o que ellos podían amarte lo suficiente como para dejarte ser vos mismo.
Yo era una solitaria. Yo me había inventado a mí misma. No creía en la biología o en la biografía. Creía en mí misma. ¿Padres? ¿Para qué? Excepto para herirte.
Con el tiempo comencé a volverme loca. No hay otra forma de decirlo.
Deborah me dejó. Tuvimos una horrible pelea, disparada por mis inseguridades y el desprendimiento de ella, y al día siguiente habíamos terminado. El final.
Deborah tenía razón en irse. Lo que había empezado con grandes esperanzas se había convertido en una tortura lenta. No la culpo por nada. La mayoría de lo que tuvimos juntas fue maravilloso. Pero cómo iba a darme cuenta, yo tengo grandes problemas en lo que respecta a hogares, crearlos, y crearlos con alguien. A Deborah le encanta estar lejos de casa, y se nutre de ello. Es un cuco.
Yo amo estar en casa, y mi idea de felicidad es volver a mi hogar a los brazos de alguien que ame. No éramos capaces de resolver esa diferencia, y lo que yo no sabía es cómo algo tan simple como una diferencia podría desencadenar algo tan complejo como una ruptura.
Mi agonía por llamar a Deborah y darme cuenta de que nunca iba a contestarme los llamados, mi desconcierto y mi ira, estos estados emocionales me estaban llevando cada vez más cerca de la puerta cerrada a la que nunca había querido ir.
Eso lo hace sonar como una elección consciente. La psique es mucho más inteligente de lo que la conciencia le permite. Enterramos cosas tan profundo que luego no recordamos que teníamos algo que enterrar. Nuestros cuerpos recuerdan. Nuestros estados neuróticos recuerdan. Pero nosotros no.
Empecé a despertarme por las noches gritando “mami, mami”. Completamente empapada de sudor.
Trenes llegaban. Las puertas del tren se abrían. No podía subir. Humillada. Cancelé eventos y reuniones, incapaz de decir por qué. Hubo veces en las que no salí de la casa por días. A veces vagaba por el jardín en pijamas, a veces comía, a veces no, o podías verme en el pasto con una lata de porotos fríos cocidos. Los lugares comunes de la miseria.
Usualmente oigo voces. Me doy cuenta de que eso me encasilla directamente en la categoría de loca, pero no me importa mucho. Si crees, como yo, que la mente quiere sanarse a sí misma y que la psique busca la coherencia y no la desintegración, no es difícil concluir que la mente se manifestará como sea necesario para cumplir con la misión. Ahora asumimos que la gente que escucha voces hace cosas terribles; asesinos y psicópatas escuchan voces, así como fanáticos religiosos y terroristas suicidas. Pero en el pasado las voces eran respetadas, deseadas. El visionario y el profeta, el chamán y la mujer sabia. Y los poetas, obviamente. Escuchar voces puede ser algo bueno. Volverse locos es el principio de un proceso. No se supone que sea el resultado final. Había una persona en mí –una parte de mí, o como quieran describirlo–, tan trastornada que estaba preparada a verme muerta con tal de encontrar paz. Esa parte de mí, viviendo sola, escondida, en una guarida sucia y abandonada, fue siempre capaz de perpetrar ataques en el resto del territorio. Mis arranques violentos, mi comportamiento destructivo, mi propia necesidad de destruir el amor y la confianza, así como el amor y la confianza habían sido destruidos para mí. Mi imprudencia sexual –no liberación–. El hecho de que no me valoraba a mí misma. Estaba siempre lista para saltar del techo de mi propia vida. ¿Acaso no hay romance en eso? ¿No sería el espíritu creativo sin límites? No.
La creatividad está del lado de la cura: no es aquello que nos vuelve locos; es la capacidad que trata de salvarnos de la locura.
Su estilo convencional era la recriminación (culpar, acusación, demanda). Ella era una parte la Sra. Winterson y otra Caliban. Sus respuestas preferidas eran puras incongruencias. Si yo decía que quería hablar de los hoyos de carbón, ella me contestaba “dormirías con cualquier persona, ¿no es cierto?”; si yo decía “¿por qué estábamos tan desesperadas en la escuela?”, ella contestaba “yo culpo a las bombachas de nylon”.
Nuestras conversaciones eran de personas utilizando frases para decir cosas que ninguna de las dos entendía; uno piensa que preguntó el camino a la iglesia, pero en realidad la traducción es “necesito un pin de seguridad para mi hamster”.
Era una locura –yo dije que era una locura–, pero estaba determinada a seguir con eso. Lo que lo hizo posible fue la sanidad del libro en las mañanas y la firmeza de la jardinería en las noches de primavera y verano. Plantar habas y coles es bueno para uno. El trabajo creativo es bueno para uno.
La sesión de locura de la tarde contenía la suma de la locura que había en todos lados. Noté que no estaba más dividida en dos y atormentada. Había dejado de estar atormentada y atacada por terrores sudorosos e innombrables miedos.
¿Por qué no me llevaba a mí y a la criatura a terapia? Lo hice, pero no funcionó. La sesión se sintió falsa. No podía decir la verdad, y además, ella no quiso venir conmigo.
“Subite al auto...” No. “Subite al auto...” No. Era peor que tener un chico. Ella era una nena, a excepción de que tenía otras edades también, porque el tiempo no opera del lado de adentro como lo hace por fuera. Ella a veces era un bebé. A veces tenía siete, a veces once, a veces quince.
Tuviese la edad que tuviese en ese momento, no iba a ir a terapia. “Es una paja, es una paja, ¡es una paja!”
Pegué un portazo. “¿Querés aprender a comer con tenedor y cuchillo?”
No se por qué dije eso. Ella se puso furiosa.
Así que yo fui a terapia y ella no. Sin sentido.
Unos meses después estábamos en nuestra caminata de la tarde cuando dije algo sobre que nadie nos había abrazado cuando éramos pequeñas. Dije “nos”, no “te”. Ella me agarró de la mano. Nunca había hecho eso; usualmente ella va atrás disparando sus palabras. Las dos nos sentamos y lloramos.
(...)
Mi madre tuvo que sufrir mucho para dejarme ir. Yo he sentido esa herida desde entonces. La Sra. Winterson fue una gran mezcla de verdad y fraude. Ella inventó muchas madres malas para mí; mujeres perdidas, drogadictas, alcohólicas, cazadoras de hombres. La otra madre tenía una gran carga, pero yo la cargué por ella, queriendo defenderla y avergonzándome de ella, todo al mismo tiempo.
La parte más difícil fue no saber.
Siempre me interesaron las historias de disfraces y confusión de identidades de nombrar y conocer. ¿Cómo te reconocen? ¿Cómo te reconocés a vos mismo? (...)
Dar a luz es una herida de por sí. El sangrado mensual solía tener un sentido mágico. La irrupción del niño en la tierra desgarra el cuerpo de la madre y deja el pequeño cráneo del niño suave y abierto. El niño es una curación y un corte a la vez. El lugar de los objetos perdidos y encontrados.
Está lloviendo. Aquí estoy. Perdida y encontrada.
Lo que se para frente a mí como un extraño creo reconocerlo, es amor. El regreso, o mejor dicho, el regresar, llamado la “pérdida perdida”. No podría romper el hielo que me separaba de mí misma, solo podía dejar que se derritiera, lo que significó perder el apoyo de mis pies, y cualquier sentido de suelo. Lo que significó una fusión caótica que se sintió como la locura absoluta.
Toda mi vida he trabajado desde la herida. Curarla significaría el final de una identidad, la identidad que a uno lo define. Pero las heridas curadas no son heridas desaparecidas; siempre habrá una cicatriz. Siempre me van a reconocer por mi cicatriz.
Y también lo hará mi madre, a quien también le pertenece esta herida, ella tuvo que crear una vida alrededor de una decisión que no quería tomar. Ahora, de ahora en adelante, cómo nos conocemos? ¿Somos madre e hija? ¿Qué somos?
La Sra. Winterson estaba gloriosamente herida, como un mártir medieval, arrastrándose y goteando por Jesús, y ella arrastró su cruz para que todos la vieran. El sufrimiento era el sentido de su vida. Si le decían, "¿Para qué venimos al mundo?", ella habría contestado "para sufrir".
Después de todo, en la Hora Final, este paso por la tierra solo puede ser una sucesión de pérdidas.
Pero mi otra madre me perdió y yo la perdí a ella, y nuestra otra vida fue como una concha marina en la playa que guarda el eco del mar.
Quién era entonces la figura que entró en el jardín tantos años atrás y arrastró a la Sra. Winterson a la rabia y al dolor mandándome volando por el pasillo, golpeó de nuevo en la otra vida?
Supongo que debe haber sido la madre de Paul, el santo e invisible Paul. Supongo que lo debo haber imaginado. Pero eso no es lo que siento. Sea lo que sea que haya pasado en esa tarde violeta estaba ligado al certificado de nacimiento que encontré, que después resultó no ser mío, y atado a la apertura, muchos años más tarde, de la caja –con su propio tipo de destino– donde encontré los papeles que me dijeron que yo tenía otro nombre, tachado.
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