Claudia Pía Baudracco le puso el cuerpo y la voz a la lucha por el reconocimiento de la identidad de género. Junto a otras compañeras fundó, a principios de los ’90, la primera organización de travestis para resistir la violencia policial. Todavía disfrutaba del triunfo que había significado la media sanción a la ley de identidad conseguida el año pasado en la Cámara baja. Había sido como un bálsamo frente a la negativa de la Justicia de modificar sus datos registrales. Murió esta semana a los 41 años, cumpliendo sin querer con ese destino escrito por las estadísticas para travestis, transexuales y transgénero. Ni su vida ni su muerte fueron inscriptas por el Estado. Su nombre, sin embargo, está grabado en la memoria.
› Por Marta Dillon
No fue una sorpresa que lloviera. Tampoco que entre el laberinto de tumbas y mausoleos, de cruces y flores de plástico del cementerio de Chacarita sonara el estruendo de una carcajada perdida. La muerte no es capaz de llevarse todo, queda como un perfume la certeza de una vida bien vivida, el collar de anécdotas inolvidables, la palabra dicha a tiempo, el vino compartido que le abre camino a la risa entre las lágrimas. Así se fue Claudia Pía Baudracco el martes pasado. Un aplauso interminable selló el último acto del que su cuerpo fue testigo. Un aplauso que coronó un grito de guerra porque la que se iba era una guerrera. “¡Ley de identidad!”, fue lo que se escuchó en la galería 12, en el breve tramo de unas escaleras negras que indican una dirección inútil en la que nunca habrá una cita de amor o de militancia que en definitiva son lo mismo. Claudia Pía tuvo su responso en esas manos que se golpearon una contra otra con la rabia que se necesita para alentar ciertas luchas. Las últimas palabras que se dijeron por ella son las que ella misma enunció convencida de que pronto serían más que una demanda. Y tal vez por eso la desazón era mayor frente a esta muerte arbitraria y temprana: su nombre, por ahora, no será inscripto en el papel que certifica que ya no habrá ese modo de erguir el pecho tan suyo, de echarse el pelo para atrás y acomodarse el flequillo como una pin up de los ’50 orgullosa de su cuerpo generoso. Además de arbitraria y temprana, esta muerte es injusta.
“Tantos años de lucha y no podemos dejar de ser más que PCP”, decía Claudia Pía hace poco en una de las tantas mesas a que se la había convocado dejando un breve silencio para que alguien indague sobre esa sigla. “Putas, costureras o peluqueras. Hasta ahí nos toleran, ese destino nos imponen y se supone que con eso nos tenemos que conformar. Pero no nos conformamos”. Putas, peluqueras, costureras, empleadas administrativas, abogadas, activistas, docentes, bailarinas, madres, abuelas, hijas o hijos, hermanas o hermanos; las que no se conforman y los que no se conforman, ahí estaban todxs aunque la enumeración sea insuficiente porque no se puede enumerar la diversidad de una muchedumbre de varios cientos de personas que se dejó mojar por la lluvia porque de todos modos, adentro, el llanto era una tempestad.
Y así y todo se escuchaban los chistes que las travas enuncian como algo más que un mecanismo de defensa. El humor es una trinchera más caliente que el amor. Es convertir el lugar en el que te dejan en ese en el que se quiere estar y por eso cuando se cruzaban las compañeras de toda la vida, compañeras más allá de la organización o de los puntos y comas de las consignas, un levante fingido a un señor de apellido importante que descansa en una bóveda podía cosechar un reguero de risas que se multiplicaban con la recomendación de no convertir en parada una esquina entre tumbas o al menos no hacerlo gratis; que la vida a la intemperie sabe lo poco romántico que es ponerle el cuerpo a la lluvia.
Claudia Pía Baudracco tenía miedo de morir sin que se le reconociera su identidad. Tenía miedo de que su trayectoria vital no quedara escrita como la de cualquiera. Que no se pueda buscar a futuro en los archivos y encontrarla como quien era. Solía nombrar la paradoja de que, a pesar de ser conocida por su nombre, en caso de accidente podría perderse en los laberintos burocráticos; en los hospitales la ingresarían con un nombre que le era ajeno.
Ese temor fue una mala profecía que de todos modos no alcanzó para poner en tela de juicio su identidad. Como guardianas, sus amigas repusieron lo que la muerte pretendía quitarle. Le acomodaron el flequillo para que le tapara la frente como a ella le gustaba apenas su cuerpo ingresó en la sala donde la esperaban. La remera fucsia de Attta –Asociación Travestis Transexuales y Transgénero de Argentina–, la organización que fundó junto con otras a principios de los ’90, encandilaba esas puntillas de rigor que pretenden uniformar en la muerte a quienes se distinguieron en vida. Así y todo, no la reconocieron. No era ella, la de la voz aguerrida y el brindis fácil, la de la boca corazón siempre pintada a tono con el color de su estandarte. ¿Y cómo conseguir un labial fucsia en medio de un velorio? Había que inventarlo con lo que se encontró entre carteras y bolsillos de casi un centenar de travas. Lo hicieron Gabriela Abreliano y Silvana Sosa, con una sombra y un brillo, después de reponer el color en la cara de su amiga con polvos y base imponiéndose a la química esquiva de la muerte que le humedecía la cara. Le delinearon los ojos, le pusieron rimmel. Cuando cerraron el cajón parecía dormida. Era la Claudia Pía que habían conocido, la compañera, la que caminó provincia a provincia para denunciar los códigos contravencionales que todavía se usan para encarcelar a las personas trans sin más trámite que el abuso policial. Era ella; aunque hasta último momento hubo que parar el cortejo porque sobre el cajón se pretendía poner una chapa con el nombre que figura en ese DNI que no alcanzó a modificar y que sus compañeros y compañeras prometen que no quedará así aun cuando no haya quién lo muestre. Que quede escrito que la que vivió y murió era Claudia Pía Baudracco.
Del pequeño grupo que fundó ATA –como se llamó en 1993, cuando sólo se nombraba a las travestis– solo vivían hasta esta semana Belén Correa y Claudia Pía. Wendy, Charo, Julia; ninguna está. “Esta película ya la vimos muchas veces, tantas que se convierte en una película de terror”, decía Lohana Berkins abrazada a Yésica al final de la ceremonia. No hace falta darle un nombre a la muerte para darse cuenta de que la discriminación mata. Por una cosa o por la otra, el dolor de ser negada y perseguida escribe su propia trayectoria en el cuerpo, visible o no para los otros y las otras. Y por eso el aplauso que selló la despedida de Claudia celebró tanto su vida como dio cuenta de la bronca por su muerte. Por eso no se podía dejar de aplaudir. La rabia necesita también expresarse y entonces está bueno golpear, aunque sea una mano contra otra. Para llamar la atención. Para que nadie más tenga que poner el cuerpo. Para que el grito “Ley de identidad” no sea más una demanda sino un acto de justicia que empiece a reparar tantas ausencias. Arbitrarias, tempranas, injustas.
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