Se conocieron y se enamoraron en los años de la militancia en el FLH, corrieron peligro de muerte en la dictadura y vivieron en el exilio que nunca cesa. Héctor Anabitarte y Ricardo Lorenzo, casados y residentes en España, recuerdan a 36 años del golpe algunos datos, escenas, nombres de los años en que la muerte, la persecución y el constante castigo eran la ley.
› Por Alejandro Modarelli
Hay que ver a Héctor Anabitarte y Ricardo Lorenzo pasearse entre los tesoros de su propio pasado con la actitud de un heredero; de ahí ellos sacan para nosotros unas monedas de oro, relatos que acreditan que no hay acontecimiento pequeño ni privado que no pueda ser rescatado para la gran historia colectiva. Sé que el tono de esta frase tiene pretensión benjaminiana –difícil evitar cuánto se hablará acá de memoria, de ruinas y de salvación–, pero lo cierto es que se ajustan también a mi pasión por esos dos ex novios del célebre Frente de Liberación Homosexual argentino (FLH), magníficos narradores que ahora, unidos en la gracia patrimonial del casamiento (hay que saber administrar el futuro cuando ya se tiene demasiado pasado), me escriben desde su casa de Aranjuez sobre la experiencia de la dictadura. Sobre todo de ese momento iniciático en que, convencidos del riesgo de desaparecer, huyeron el 16 de enero de 1977 a España en un barco de nombre farolero, el Guglielmo Marconi. Se acuerdan, por ejemplo, de que en la escala en Montevideo subieron unos emigrantes uruguayos que, apenas el barco abandonó el puerto, lo adornaron con una pancarta enorme que invitaba al presidente Bordaberry a meterse el Uruguay en el culo. Dos patrullas interceptaron el barco, lo detuvieron una hora, pero no consiguieron que el capitán dejara subir a los milicos. Por suerte, la tripulación del Marconi no quiso cargar con muertos sobre su conciencia y no los entregaron. Exigieron enrollar la pancarta, y a otra cosa.
Si no los dos, al menos Anabitarte pudo haber terminado como espectro en la ESMA. Porque además de co-fundador del FLH había sido hasta hacía muy poco sindicalista de Correos, miembro de la juventud comunista y detenido varias veces. Por eso se me ocurre que podría haber llamado a este artículo Noche y niebla, por la película de Alain Resnais sobre el Holocausto. Pero como sustraerse al verdugo puede ser una acción tan amorosa como un nuevo nacimiento, mejor entonces referirse al esplendor de su huida en el Expreso Marconi antes que a la oscuridad de un infierno que por suerte se evitó: “Era necesario escapar sin dar aviso a nadie, ni familia, ni amigos, a ver si me detenían en el puerto. Venía mudándome de casa, la última vez a un conventillo de San Telmo. Cuando hacíamos los preparativos, sentí una cierta tranquilidad. No es tan complicado dejarlo todo cuando no hay otra alternativa. Los preparativos, claro, provocan un riesgo (¿un poco más?). Pero hay que moverse como si no pasara nada. Se marcha a lo desconocido, pero no puede ser peor. Esa última etapa puede llegar a ser apacible, no hay lugar para las dudas, y se juega con la posibilidad de volver, y después uno se va enterando de que en cierta manera no se vuelve nunca, el espacio y el tiempo serán relativos, pero definitivos. Han pasado ya 35 años y sigo diciendo que soy un argentino que vive en España. Cuando camino por la calle Corrientes, tantos años después, los recuerdos son confusos; tampoco soy un visitante, ni un turista y tampoco soy de ahí”.
Anabitarte, que es testarudo, se negó a hacerle caso a su madre cuando en 1975 le escribió a Bolonia para avisarle que no volviera al país porque la Triple A estaba asesinando disidentes de todo tipo, y quien dice que quizá tuviera también en la mira a su hijo rojo y maricón (la revista El Caudillo, de López Rega, convocaba entre otras cosas a asesinar homosexuales y se ensañaba con los que eran activistas). Regresó pues a Buenos Aires todavía contento por haber conocido a un chileno huido que lo había vinculado con el mundo gay italiano y con el feminismo: “Italia, antes de Berlusconi, era vanguardia en cuanto a renovar la izquierda”, me escribe, y la cita sirve para recordar los esfuerzos del FLH en esos tiempos por entenderse con el movimiento revolucionario argentino, que era tan homófobo y machista como en Cuba y hasta consiguió que el plástico Gumier Maier se sintiese liberado para vivir el sexo recién cuando dejó de militar en el PRT. Gay clandestino, había caído en desgracia ante el comisariato ideológico por su insignificante, anónima simpatía por la viuda de Mao, Chan-Ching. O sea que la viuda china líder de la Banda de los Cuatro salvó por azar a un muchacho sudamericano del miedo a ejercer de puto.
A Héctor Anabitarte, vaya a saberse por qué, le pareció razonable salir del closet por escrito en la Federación Juvenil Comunista. Los líderes lo apreciaban, era valiente y masculino, pero había que alejarlo de los camaradas jóvenes: lo mandan entonces a tratarse con un psiquiatra reflexólogo y de paso lo promueven a una comisión para dialogar con los católicos posconciliares: quien sabe si el olor de las hostias y lo mullido del diván terapéutico no conseguirían reformar una sexualidad antiestalinista. No es por herir la sensibilidad de los Putos Peronistas, justo cuando Néstor y Cristina se jugaron por lo del matrimonio igualitario, pero tengo que contar que a los dirigentes del FLH, entre ellos Anabitarte y Lorenzo, los camporistas les propusieron en 1973 crear campos de reeducación para homosexuales. Semejante forma de incluirnos en el mapa social era, además de un gesto de caridad temible, una forma de superar en ética a la derecha, que nos quería muertos. Incluso desde el progresismo no podían pensar que desear la propia homosexualidad –asumirse– fuese un remedio contra el sufrimiento de la discriminación, del mismo modo que un heroinómano no se cura con opio.
Antes incluso de las audacias libertarias del Mayo Francés y el auge del movimiento californiano, Anabitarte y otros gays sindicalistas de Correos (abundaban las locas entre cartas y encomiendas, vaya a saberse por qué) se reunían ya en 1967 en la garita de un paso a nivel de Gerli para programar acciones contra los edictos policiales, como pedir mediante carta a los políticos la libertad de los presos homosexuales. Entre el paso de los trenes nacieron algunos romances, pero también los primeros manifiestos de gays argentinos con orgullo. Había que tener coraje para desmarcarse así de la clandestinidad: el grupo se llamó Nuestro Mundo –mucho después se enteraron de que compartían el nombre con una publicación de Trotsky– y en 1971 confluyeron con intelectuales en el Frente de Liberación Homosexual. Ese encuentro de dos constelaciones sociales en el barrio de Once debió haber sido pura proteína para un espíritu atento a los registros del habla, como era Manuel Puig, que donó dinero, pero no su tiempo a la causa, y habrá inquietado al escritor del grupo literario Sur, Pepe Bianco, convencido de que toda Sodoma debe ser vivida en la intimidad –el activismo le sonaba a locura adolescente y que ni se fuese a enterar Victoria Ocampo–, pero no dudó sin embargo en prestar su casa para las reuniones.
Después se sumaron las feministas de UFA con Sarita Torres y los universitarios de Eros con Néstor Perlongher, rebautizado La Rosa (por la Luxemburgo, aunque los que no lo querían –muchos– le decían Rosita la Soltera). Los intelectuales de fuste fueron cediendo las ganas y el espacio en beneficio de los entrenados en las lecturas anarquistas, que por supuesto hacían más ruido, y La Rosa impuso en los debates el color de los movimientos insurreccionales. “La Rosa era un producto de las vanguardias. Yo siempre fui más pragmático, nuestro análisis de la realidad era distinto. Además estaba su estilo, eso de que ‘se hace lo que yo digo y basta’.” Anabitarte reconoce en Perlongher al gran poeta de Cadáveres, pero no tanto al activista revulsivo, que termina sus días en San Pablo, adonde se refugió en 1981, cansado de la represión policial en la dictadura argentina (había llegado a caer preso por la trampa que le tendió un chonguito) y más dedicado a la carrera literaria y las peregrinaciones místicas que a la acción política directa.
El día del golpe de marzo de 1976, desde el balcón de un tercer piso en la Avenida de Mayo donde estaba viviendo por un tiempo prudente –era de noche y cree que llovía–, Anabitarte vio pasar por la mitad de la avenida a un grupo mínimo de peronistas vivando con parsimonia a Isabel, como dobles o extras mal pagos: “Me impresionó la poca reacción. También hay que tener en cuenta que en esos momentos tanto el PST, el PC y no me acuerdo si otro partido de izquierda, consideraban que el golpe ponía fin al terror de las Tres A y que se abría la posibilidad de una nueva etapa para hacer política de resistencia”. La sorpresa, entonces, la ofrecía ese grupete en defensa de lo que ya se había anticipado como muerto, y no un golpe de Estado (otro más) que venía siendo notificado off de record a la sociedad durante toda esa semana hasta por las enfermeras a los pacientes en los sanatorios.
Un año antes, el FLH ya había tomado nota de las amenazas proferidas en la revista El Caudillo –ser puto activista es casi ser un subversivo armado– y pasó entonces a la clandestinidad, que tiene también sus momentos cómicos. Más, me imagino, cuando la sangre todavía no llega al río y los chicos más cultos y también comprometidos con la izquierda van eligiendo noms de guerre (si Rosa era el de Perlongher, Rodolfo sería el de Anabitarte, no le pregunté por qué) o evocan la obra más popular de Baudelaire para decir en qué barrio será la reunión, si la idea es juntarse en Flores (del Mal). Otros compañeros no cejarán incluso en otros activismos igual de riesgosos, como Hugo, para quien el yiro era una vocación por la que si es necesario uno se hace mártir, y que ni medirá consecuencias a la hora de la tetera, así fuese después del cataclismo del 24 de marzo, y ése será su grito de independencia minoritario, marginal pero perenne, contra la opresión de Videla.
Muchos nombres queridos para Héctor Anabitarte y Ricardo Lorenzo se dejaron de mencionar en voz alta, como el de Adelaida Gigli, ex mujer de David Viñas y madre de dos chicos que habían ya desaparecido, personaje exquisito de la bohemia y la intelectualidad de la época, ella, que había participado del grupo sartreano Contorno y molestaba por su autonomía ideológica y su graciosa extravagancia incluso a la izquierda revolucionaria a la que pertenecía, que a veces la citaba en esquinas equivocadas para darle instrucciones frustradas a priori, quizá con la esperanza de que abandonase toda resistencia (contra la derecha, pero también contra algunas manías de los revolucionarios). Adelaida murió hace poco en Renati, Italia, padecía Alzheimer y Anabitarte se ocupó de donar en tinta sus recuerdos, tan unidos a los propios, en esa especie de biografías cruzadas que es Nadie olvida nada.
Las premuras que sobrevienen con la caída merecen una síntesis: en la pieza en común de la pareja Anabitarte-Lorenzo en San Telmo se esconderá lo más estimado de la biblioteca de David Viñas, que se expatría junto con su mujer Beba Eguía. Bajo una montaña de aserrín, en el fondo del conventillo donde funcionaba una carpintería, se deja hundido el único revólver protector, y cuando cae la dictadura descubren que seguía en el mismo lugar. La madre de Ricardo Lorenzo, urgida por uno de esos operativos tenaza de las fuerzas de seguridad en su barrio, disuelve en lavandina papeles del hijo, documentos imprudentes bajo su custodia y entre ellos, ay, una carta de Simone de Beauvoir a las feministas argentinas, todo un tesoro para la compañera del FLH, Sarita Torres, en cuya casa una noche Ricardo había conocido a Héctor: “El venía de Lomas de Zamora, Lanús u otro extrarradio, y se puso a contar que había estado en la casa-quiosco de una loca de esas que ya no existen y que era algo así como la asesora de estética de su barrio. Cuando las vecinas iban a comprar sus esmaltes de uña y preguntaban qué color les recomendaba, ella se limitaba a asomar sus diez dedos que se volvían de golpe probadores: ‘Elegí vos’. Esa anécdota bastó para mí. Antes de irse le pedí a Héctor el teléfono de la agencia periodística DAN, donde trabajaba, y al día siguiente lo llamé. Fuimos a una pizzería de Corrientes, creo que Banchero, y recuerdo que nuestras rodillas se tocaban bajo la mesa. Me traía de regalo un sobre con un montón de fotocopias con poemas de Alejandra Pizarnik y al salir de la pizzería, sin mediar palabras, nos fuimos a la habitación mínima que tenía alquilada en un conventillo de San Telmo. A la mañana siguiente, Héctor se fue a trabajar y yo me quedé durmiendo. Antes de irse me mostró una lata llena de billetes. Me dijo: ‘Por si alguna vez no vuelvo, quiero que sepas dónde está el dinero’”.
De haber sido necesario, Ricardo Lorenzo lo hubiese escondido en el camarote del Guglielmo Marconi como polizón, aprovechando el jaleo de las ceremonias de despedida en el puerto, una imagen ahora sólo reservada para el cine. Pero a Héctor finalmente le entregaron el pasaporte después de que se lo hubiesen negado semana tras semana, y entonces salieron disparados hacia el barco, quién sabe si no los detenían antes de la partida. Llevaban 300 dólares para los gastos del destierro. Ricardo, que era abogado y sobreactuaba la formalidad para infundir respeto a los que siempre lo faltan, había vendido su Fiat 600 y fue creativo a la hora de imaginar unos negocitos de poca monta, pero que en esas circunstancias cotizaban como golpe a un banco.
Después del incidente de los uruguayos, el terror los seguía como las estrellas en el Marconi, y se enteraron por los diarios de que la ultraderecha española andaba asesinando para frustrar el proceso de apertura democrática. Pero lo cierto es que cuando llegaron al buen puerto de Barcelona no había espías del fascismo esperándolos con orden de captura sino la Beba Eguía y Ana Jáuregui, viuda del famoso ex secretario general del Sindicato de Prensa, mártir en los días del Cordobazo. Fue por esas mujeres que pudieron sortear el clásico de la vieja izquierda homofóbica argentina.
“Ni bien llegamos –dice Ricardo–, empezamos a publicar en los medios más prestigiosos de entonces (Triunfo, Informaciones, El Viejo Topo) y, entonces, los machistas decidieron con toda la hipocresía del mundo cambiar de posición y hacerse los tolerantes. La primera acción en la que participamos activamente fue al cumplirse un año del golpe, el 24 de marzo de 1977. Aquel día, la Selección Argentina de fútbol jugaba un partido en Madrid y aprovechamos para montar una protesta en la cancha del Bernabeu. Lo hicimos con la complicidad de españoles que trabajaban en Televisión Española. Pudimos hacer televisar una enorme pancarta que habíamos conseguido ubicar estratégicamente tras el arco de la Selección Argentina. Decía algo así como “VIDELA ASESINO DEL PUEBLO ARGENTINO”. La pancarta salió en todos los telediarios del mundo y desató las iras de los milicos. Desde entonces en la embajada argentina se pusieron en pie de guerra contra los exiliados y los sometían a todo tipo de humillaciones cuando tenían, por ejemplo, que renovar el pasaporte. En ese entonces el rey de España anunció que visitaría la Argentina y Héctor y yo publicamos una carta abierta en Triunfo en la que le decíamos al monarca que se preocupara por la suerte de los argentinos y españoles desaparecidos. Aquella tribuna tuvo una repercusión muy grande y fue lo que determinó que tuviéramos que pedir refugio político.”
Desde que llegó a España, Héctor Anabitarte jamás se separó de un cuaderno de hojas cuadriculadas. Todo lo pone ahí por escrito. “Escribe miles y miles de palabras y no siempre son las mismas. En su cabeza están presentes coordinadamente las Madres de Plaza de Mayo, los radicales italianos, los obreros polacos, las travestis masacradas en Buenos Aires, Amnistía Internacional... un poco de todo. Es su vida, el alimento de su hambrienta angustia”, anota en Estrechamente vigilados por la locura (1982). Bitácora de un navegante que no se asusta, hilo de Ariadna, según define Ricardo, el esposo. En fin, mi deber de cronista busca ahora un cierre significativo. Desde Aranjuez me acercan una imagen precisa de aquellos tiempos, que resume el dolor del exiliado: la actriz María Vaner llorando en la esquina del consulado argentino en Madrid porque los funcionarios se negaban a sellarle un documento del hijo, que era también hijo de Leonardo Favio. Y penando por un trabajo en teatro que llegó después de mucho, de la mano del vanguardista Carlos Borsani. Una señora de Barrio Norte, desde una butaca de la sala, le grita a Vaner: “Para hacer pornografía te hubieras quedado en la Argentina”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux