Sospechada de cobardía o de promiscuidad, despreciada por la misma comunidad lgbtti, la bisexualidad estuvo presente en los orígenes de la historia de la militancia, aunque escondida en un closet dentro del closet, defendiéndose de sus propios aliados. Actualmente es una palabra que circula entre los más jóvenes como bandera del rechazo a las identidades estancas. Pantalla o bandera, es una figura molesta que pone en evidencia la pretensión general de dividir el mundo en blanco y negro o, dicho de otro modo, en hombre o mujer, homo o hétero, rosa o celeste.
› Por Liliana Viola
Se ha decretado, en unanimidad silenciosa, que la bisexualidad no existe. O que casi no existe, es una grieta, la hendidura imaginaria entre la heterosexualidad y la homosexualidad que se soluciona dando “el paso”. Decirse bisexual es una declaración fanfarrona (le gusta todo, prueba de todo, consigue doble) o cobarde (es gay o es lesbiana y no se anima, está confundido, no le llegó el telegrama). Admitir en una misma figura ambas interpretaciones casi opuestas es uno de los sinos con los que carga el bi y que lo constituyen, no es una cosa ni la otra y tampoco las dos. Disfrutar de ciertas comodidades del paraguas de la heterosexualidad y a su vez ejercer las fantasías sexuales de lo gay, son sus ventajitas más reprochadas. Recibe, como mínimo, una sonrisa socarrona, porque es un impostor: mientras la homosexualidad, aunque no se declare, “se nota”, la bisexualidad es falsa aunque se grite. Muchos teóricos queer, como Amber Ault, afirman que los procesos por los cuales se margina a la bisexualidad no hacen más que preproducir los mecanismos que la heteronormatividad utiliza para marginar a lesbianas y a gays, y en líneas generales son cuatro: supresión (se niega su existencia), marginación (no se los admite), incorporación (se insiste en que son gays y lesbianas) y deslegitimación (se los acusa).
Pero aun así, como suele ocurrir con todo lo negado y silenciado con tanto esfuerzo, las personas bisexuales existen y tienen voz, no necesariamente una voz portadora de una verdad revelada sino muchas veces reproducción de esa misma zozobra por no pertenecer completamente a ningún sistema cerrado de signos, sin adscribir a los rasgos distintivos de un grupo pero tampoco permanecer inmune a lo señalamientos de perversión. Una voz que por momentos, como se puede ver en los testimonios de esta nota, también alcanza un tono altanero, orgullo de poder circular por lugares que aparentemente están separados por un abismo.
Si letra B se hizo su lugar bastante temprano en la sigla de las identidades disidentes, con nombres propios, señoras y señores casados con familias y con hijos y también enamorados de personas de su mismo sexo, en la historia de la militancia se dio una paradoja: las personas bisexuales, que se cuentan entre las primeras filas del activismo histórico, se vieron obligadas a ocultar su bisexualidad y declararse gays o lesbianas para no ser expulsadas de sus movimientos. Y éste es sólo uno de los puntos en los que esta identidad difusa pone en cuestión los mecanismos poco amables, con la diferencia que tiene la misma diferencia: ser o no ser, ésa es la cuestión, el resto se borra. La bisexualidad puede ser entendida como una categoría que en el fondo no existe, ni como institución ni como grupo ni como verdad elegida o heredada, sino que se trata de un término aglutinador de diferentes patrones eróticos y sociales. La palabra quema incluso para los mismos que la llevarían prendida como una escarapela en el corazón: ¿cuándo uno es bisexual? ¿Por la existencia de la posibilidad de que le guste alguien de uno u otro sexo? Y cuando le gusta alguien de su sexo, ¿sigue siendo bisexual o se ha pasado al otro bando? El “bi” conlleva una doble afirmación de pertenencia que parece retratar un estrabismo a la hora del deseo. De hecho muchas personas están “pasándose” al término queer, más amable, libre –por extranjero– de toda connotación reconocible y sobre todo del prefijo “bi” que tanto remite a binarismo, goza de lo ambiguo y de lo híbrido, sus dos condiciones. Además la teoría queer ha sido más que anfitriona de la idea de bisexualidad, apuntándola como baluarte de la lucha contra las identidades más acomodadas (incluyendo la homosexual). Un bisexual es queer en tanto ejercita aquella perversión polimorfa que Freud había reconocido como natural en la tierna infancia, acusa solidaridad con gays y lesbianas y eleva el nivel de confrontación con el erotismo entendido como cuestión de género. No definir la identidad por el género que tiene el objeto de deseo, y no decir tampoco que “da lo mismo”, es uno de los grandes actos terroristas con los que la letra B, de bomba, amenaza.
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