Con fervor patrio, ahora que se viene un nuevo aniversario de la Independencia, recordamos a dos próceres literarios, Manuel Puig y Copi, que desde el exilio y desde un lugar oblicuo contribuyeron a formarnos una idea de patria, nación y argentinidad. La patria no es de quien la pisa, sino de quien la interpreta.
› Por María Moreno
Festejar la independencia de la Patria nos obliga a fingir lo que somos o a hacer de lo que somos, por nuestro honor. El bueno de Lucien Febvre tiene un libro precioso (Honor y patria) donde habla de una pareja dramática: la Patria y la Nación. Dice que la palabra “Patria” empezó a escribirse –no dice a hablarse– en el siglo XVlll. La Nación es lo que empezaron a inventar los hombres de julio, pero a la Patria hay que inventarla siempre porque hay una patria de Echeverría, pero también una patria del general Videla que, en nombre de la Patria, fue cómplice de la desaparición de 30.000 otros que también hablaban de diversos modos de Patria, hay una patria en las piernas de Messi y otra en los stilettos de Cristina en Malvinas.
Y me gusta muchísimo un artículo de Alan Pauls que se llama “Elogio del acento” –él me va a perdonar que haga un resumen un poco grosero–, donde proponía, a cambio de las múltiples sucursales del aparato de la Patria (son sus términos) y el despotismo de sus vademécum de lo propio –peronismo, tango, Borges, 2001, “nosotros venimos de los barcos”–, apostar por las identidades oblicuas, indirectas, distantes. Y entonces suponiendo que la Patria sea la lengua, como se escucha decir a menudo, en lugar de poner los ejemplos de Noches cultas, eso que hacía Marcos Mundstock en Les Luthiers, una parodia de la voz engolada del locutor de las radios de música clásica, Pauls elige el modelo Festival de la Canción de San Remo o cualquiera de esos lugares. Y hace el elogio del acento como metáfora de esa distancia brechtiana, involuntaria o caída del cielo, elige ese enfantasmamiento de la lengua en los cantantes que pasaban por la Argentina durante los sesenta: Domenico Modugno, Charles Aznavour, Salvatore Adamo. Yo también tengo la misma radio mental: las consonantes no pisadas, la e francesa, la r rulé. Traducción no era, puesto que uno de los más célebres traductores, importadores, productores y traductores de época, Ben Molar, no sabía inglés. Después vino algo más radical: que los cantantes argentinos tuvieran acento. Una amiga mía, Cecilia Absatz, dice: “¿De qué país es ése?”. Y se contesta sola. “Del país de Luis Aguilé.”
Hacer una historia de la “homosexualidad” en la Argentina parece, a simple vista, intentar el registro de un plus para las lecturas progresistas dominantes –las que establecen el eje en la clase social o la dupla imperialismo/antiimperialismo–, contribuir a la creación de una sucursal suburbana de la justicia. Médicos, maleantes y maricas, de Jorge Salessi, que fue la biblia rosa de muchos, muestra, contrariamente, que la existencia de una “homosexualidad argentina” no es sólo un efecto de la política sino un sustento de su construcción. Salessi relata cómo la sodomía, utilizada como metáfora por los discursos maestros para representar a la barbarie, fue organizando categorías que se aplicaron luego para patologizar cualquier forma de insubordinación social y cómo, más tarde, al compás de la consolidación del Estado, el aparato médico higienista pasó de la política sanitaria a una política a secas que con el justificativo de la “defensa social” diagramó la ciudad moderna en base a zonas excluidas y anatemizadas. Médicos, maleantes y maricas, al poner en evidencia la dimensión fantasmática de la política, propone que el ser nacional, lejos de constituir un modelo edificante y altruista a tono con el ideario escolar, fue sustentado en una estructura paranoica donde –como bien señaló ya Hugo Vezzetti en La locura en la Argentina– todo mito de pluralismo originario brilla por su ausencia.
Como el yo freudiano, el ser argentino es producto de la repulsa y exclusión de toda diferencia –bárbaros, mujeres, homosexuales, inmigrantes, disidentes políticos–. Ser argentino es no ser puto, ni torta, ni trans, ni inter, ni extranjero, ni pobre, ni loco, ni mujer. Entonces nuestro 9 de Julio nos exige otra casita de Tucumán en donde festejar como “Patria”, el país de Luis Aguilé, es decir, el que se corra de los iconos y de lo emblemático.
Tomemos, para meternos en esa casita –¿se acuerdan de los dioramas del Billiken?–, a dos que jugaron dentro de la lengua argentina, sacándola o metiéndola quién sabe dónde –entre otras, en el barro, los subtítulos y las revistas de la calle Corrientes y mezclándolas–: Manuel Puig y Copi.
Ellos son Patria aunque hayan vivido fuera del país, y aunque hayan escrito en otras lenguas, Copi casi siempre en francés, Puig alguna vez en inglés. A lo mejor eran tan Patria que no la necesitaban tener bajo los pies para sufrirla, deslenguarla, blasfemar contra ella, pero amándola de esa manera torcida. En todo caso Puig y Copi tenían algo con el ser argentino.
¿Qué hace Copi para cargar con una Patria? Copi copia los mitos argentinos con una estrategia; el esencialismo bufo. Su relato Río de la Plata constituye una suerte de fenomenología de ser nacional en donde la generalización y el exceso vuelven irrisorio el cliché. Según Copi, en Buenos Aires los únicos cines en donde no se practica el sexo son los cineclubes. Los colectivos, ese transporte donde por lo general se viaja incómodo y hacinado, son verdaderas máquinas masturbatorias. Los políticos nacionales tienen forma de teta, y hombres y mujeres, que llevan en el cuello marcas de chupones, suelen copular con una ensordecedora expresividad verbal. Datos sociológicos contradictorios con la afirmación de que la represión sexual actúa tanto sobre machos como sobre homosexuales, llevándose la peor parte las mujeres. No puede dejar de llamar la atención el hecho de que en el párrafo dedicado a la educación de los niños Copi mencione a un Dieguito que, instalado en París, rompe ventanas jugando al fútbol, come un buey entero en cada almuerzo y extraña su kilo de dulce de leche diario (tiene de hijo al Diez).
Una estaría tentada de decir que la Patria de Puig es Hollywood si no fuera que estudió para argentino: ya sea para El beso de la mujer araña como para Pubis angelical, sobre todo mediante un artilugio importantísimo, no como garantía de una fidelidad al referente sino como ficcionalizador recargable: el grabador. Pienso en el Pozzi de Pubis angelical, tan testimonial, en cierto modo, que hace que uno se peronice leyéndolo: Pozzi no es montonero sino peronista de base –Puig tuvo que escuchar bastante en peronista, aunque sus críticos no lo reconocieran, entonces no fue un error de las Tres A amenazarlo porque lo asociaban al peronismo, algún lector debían tener.
Copi hace una Eva que en cambio sí tuvo malos lectores.
En el prólogo al primer tomo de las Obras Completas editado por Anagrama escribí: “La primera pregunta que despierta el escándalo provocado por Eva Perón en los medios argentinos es ¿por qué los mismos que decían a través del mito que Evita era el verdadero macho de la pareja Perón-Evita, gritan ¡blasfemia! cuando es representada por un hombre? Encima un hombre que tiene el mismo nombre que un libro clave de la literatura argentina, Facundo, biografía de Facundo Quiroga, el caudillo llamado a representar la prehistoria clínica de la barbarie y el mismo apellido que el mayor cineasta del campo peronista: Armando Bo. ¿No les pareció suficiente que Copi salvara a Eva de la muerte? Porque la Eva de Copi vive y quien la ve representada por un hombre sabe entonces que esa Eva no puede morir enferma de un órgano que no tiene: la matriz”.
Dicen que escribir en Argentina es pagar una deuda con Borges.
Copi tira esa herencia y le hace una hija a Borges, Raúla, cuyo nombre feminiza el de su propio padre, Raúl Damonte Taborda, y ha sido procreada con una empleada de la limpieza de la Biblioteca Nacional, María.
Lejos del Martín Fierro, esa historia de gays tapados y a la intemperie, al escribir la obra de teatro El cachafaz, Copi reescribe el género gauchesco.
¿Qué hace Puig con Borges? Puig dice que viene del cine: Borges es ciego.
Esa patria no cantada de Puig y Copi, si nos atenemos al género paralelo de mi época escolar, se refuerza por una especie de declaración de apariencia anticultural, no sólo contra lo escrito en la propia lengua, sino en las del mundo: Copi dice que no va al teatro ni al cine pero que lo hizo en los cincuenta. Es como si se hubiera apurado la cultura a fondo blanco de una vez y para siempre. Dice también que no puede leer ni siquiera teatro, porque identifica (reconoce). La identidad es un problema para él, un problema fecundo, y entonces reescribiría todo. Puig dice que en todo lo que lee, lee los problemas y se identifica, eso le impide leer (estos dichos han sido tomados de los reportajes de la París Review).
Es gracioso, en la práctica esos dos le dan un sentido menos cómico a una frase de Silvina Bullrich, vituperada escritora argentina que al lado de las simplezas del best-seller moderno habría que rescatar –si hoy se publicara Los burgueses tendría un itinerario de culto–: “Yo no leo, escribo”.
Hay algo en Puig y Copi ligado al oído. Puig estudia de oído a través de las grabaciones, con los militantes del exilio mexicano, con los psicoanalistas argentinos, Copi tiene en la memoria los morcilleos del teatro de revistas argentino, la resonancia de la lengua del humorista César Bruto (“¡Adiós negro!, no me echés la culpa de nada y pensá que todo lo hago para que triunfés con una canción en contra mía..., ¡ah, y apurate que te van a desalojar antes del 30!”). En las dos obras está presente la lengua oral, su música, su estilo, sus ocurrencias, la Patria viva de los que pasan por nuestro lado.
La identidad para Puig y Copi está puesta en duda. Los dos tuvieron una relación irónica con la militancia gay pero tuvieron una relación. El hecho de que sus textos sean levantados por los links de militancia glttb contrasta con sus declaraciones desmitificadoras en torno del sexo, ese long seller: Puig dice que el sexo es banal, que carece de todo peso, que es sólo diversión y juego. Copi dice que la homosexualidad está cerca del deporte o del teatro porque hace familia.
Que Cortázar sea belga, Gardel uruguayo y consideremos a Gombrowitz, argentino, combina con tener como nuestros a estos dos que siempre se pusieron por afuera, en el país de Luis Aguilé, es decir, en identificaciones oblicuas, indirectas, distantes. ¡Viva su patria!
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