MI MUNDO
Con un despliegue de saber muy íntimo de las aventuras y de las desventuras de las relaciones lésbicas, la señora de Paul Bowles, Jane Bowles, relataba a principios de siglo historias muy ardientes, irónicas y subidas de tono. Se reeditaron ahora sus Juegos de damas (Eterna Cadencia) con un prólogo igualmente subido, de Gabriela Bejerman.
› Por Paula Jiménez España
“Qué alivio es esta mujer después de Bozoe. Es vital y tiene todo el tipo de una guerrera. Yendo al grano, es mucho más mi tipo”, dice el personaje de Janet en “Camino a Massachusetts”, uno de los nueve cuentos inconclusos que integran Juego de damas, de Jane Bowles. En esta historia, la mujer que viene después de Bozoe se llama Sis McEvoy y es el siguiente objetivo de una lesbiana que antes de terminar con su pareja ya está buscando otro amor. Pero la novedad de Jane no radicó sólo en haber hablado de este tipo de cosas a mediados del siglo XX sino en la soltura y el desprejuicio con que lo hizo, con un nivel de desparpajo que revela un gran conocimiento del tema. Sí: ella, la esposa de Paul Bowles, en su juventud fue el alma de las fiestas sáficas, el centro indiscutible del baile de vaqueras, la borracha de monóculo que entre paso y paso se sacaba el sombrero delante de las que más le gustaban ( yle gustaban casi todas), la chica que se disfrazaba para perseguir a otras chicas y la que, tras mudarse con su marido a Tánger, se enamoró perdidamente de Cherifa, una joven a la que hizo su mucama para poder vivir con ella. Todo eso fue Jane Auer, la inmensa escritora nacida el 22 de febrero de 1917 en Nueva York. Todo eso y mucho más, claro. En el dinámico y jugosísimo prólogo a cargo de Gabriela Bejerman –también traductora–, puede seguirse la rápida escalada de la vida de esta autora genial y atormentada por la duda –literaria, existencial– que encarnó, entre otras cosas, la gran decepción de una madre pesadísima. “Claire era demasiado cariñosa –cargosa–, aunque también se mantendría a veces alejada de ella: de algún modo, Jane la asustaba. No era la clase de hija que esperaba, desprolija, impredecible, lesbiana. Quería que se vistiera elegante y la llevaba a grandes tiendas, pero Jane era reticente y a veces usaba holgada ropa de hombre. Al final de su adolescencia la enviaron a una granja láctea para hacer ejercicio y adelgazar, junto con otra amiga judía que también llevaba una “doble vida”, y ambas se dedicaron a irse de fiesta a los clubes del Village y a llevarse comida a escondidas, hasta que finalmente las echaron. Ese mismo lugar marginal, desplazado, fue el que ocuparon Jane y su obra”, explica Bejerman. Podría decirse que la madre de Verano en la glorieta, la pieza teatral incluida en Juego de damas, está inspirada en esa madre real que Bejerman describe. La de la obra se llama Gertrude y es una señora manipuladora que cree poder hacer con la vida de su hija Molly lo que se le da gana, hasta el día en que ésta se rebela. Pero a esa altura ya ha pasado mucha agua bajo el puente y el personaje de Vivian, una muchacha deslumbrada por la belleza y el carácter todopoderoso de Gertrude, ha terminado tirándose barranca abajo después de que Molly, celosísima, le advirtiera: “¡Mamá te odia!”. El de Vivian es el tipo de amor platónico que recuerda al de la joven homosexual de Freud (un historial clínico de 1918, año posterior al nacimiento de Jane) hacia una mujer mayor. La trama de Verano en la glorieta es, como en general toda su obra, conmovedora, pero también altamente humorística; combinación de características que tiñen la mayor parte de estos cuentos en los que Jane alterna el disparate (como en el desopilante “Señorita Córdoba”) con una agudísima visión de la psicología y las relaciones humanas.
Pero, hay que decirlo, la autora despunta a lo largo de Juego de damas una desigual intensidad: Jane es aquí particularmente sensible hacia los lazos amistosos, amorosos o familiares entre mujeres. Un ejemplo inmejorable quizá resulte el de “A buscar a Lane”, cuyas protagonistas son dos hermanas que sellan su relación en una escena infantil compleja, buceo en la naturaleza del vínculo fraterno y de las subjetividades de estos personajes. En este terreno, Jane encuentra una vez más, y con ojo experto, piedras preciosas para su escritura: “Vivía bajo el terror de que algún día su hermana se diera cuenta de que ella no tenía ninguna clase de apego. (...). No pasaba una hora sin que dejara de tener conciencia de lo falsa que era su posición en el mundo. Así como un chico cree que en cinco minutos tendrá alas y podrá volar, así Lane esperaba algún día despertar con el sentimiento de apego por su hermana y por la casa, y con el temor a Dios en el corazón”. A la luz de su obra y su biografía, resulta difícil dejar de asociar que con estas palabras Jane no está hablando de ella misma; que ese sentimiento de inadecuación y de anhelo de normatividad debe haberla perseguido como a la mayoría de las mujeres de su época, y que a la hora de casarse con Paul –y esto es pura hipótesis– este anhelo vio la posibilidad de extinguirse y convertirse en una idealizada realidad. Sin embargo, según el prólogo de Gabriela Bejerman, aquélla fue una unión tan auténtica como amorosa, en la que el sexo estuvo vivo hasta el día en que Paul le dio una paliza a Jane y Jane le dijo basta. Desde entonces él volvió a relacionarse sexualmente con hombres y mujeres, como antes del matrimonio, y ella retornó al lesbianismo, pero esta vez de manera definitiva. No parecen haber sido menores las consecuencias de todos estos movimientos emocionales (incesantes desde los comienzos de su vida, en los que su mala salud le grabó en el cuerpo episodios traumáticos y una renguera que Bejerman asocia a la inseguridad que Jane sentía de estar parada en el mundo), y en 1949 se le desencadenó un bloqueo creativo que le duró quince años. Hasta 1964, su obra se plagó de textos inconclusos, como los de Juego de damas, donde los argumentos comienzan a dispersarse y a evidenciar la seria dificultad de Jane para la concentración. No obstante, este bloqueo no llegó a ocultar su talento, e incluso le funcionó como un desafío. En los cuentos de Juegos de damas, no sólo no se ve afectada su calidad literaria sino que queda demostrado que lo mejor de Jane está en la manera de narrar, pudiendo incluso prescindirse de la resolución de la historia. “Algunos investigadores (...) han llegado a considerar que la fragmentariedad podría ser en sí misma la forma de Jane”, explica Bejerman. Lo cierto es que este bloqueo la torturó durante la década y media en que Paul –que al casarse con ella era sólo un compositor musical– pasó a convertirse en “el” novelista (su aclamadísima El cielo protector no deja dudas del escritor que fue) y ella, en un comienzo tan reconocida por la crítica, terminó quedando en un segundo plano respecto de él. Una historia que, con sus variantes, recuerda a la de muchas parejas –en especial heterosexuales– en las que la potestad del brillo parece tener que concentrarla uno de los dos. En 1964 se reestrenó Verano en la glorieta; a partir de entonces, su obra comenzó a resurgir y con la publicación de The Collected Works of Jane Bowles, en 1966, el mundo editorial le devolvió el merecido reconocimiento, postergado por tantos años. Pero a pesar de ser una mujer joven, la reparación le llegó demasiado tarde para ser disfrutada: su salud se había deteriorado considerablemente. En 1968 fue internada en un hospital psiquiátrico donde vivió hasta su muerte, en 1973, tras haber sufrido su segundo accidente cerebrovascular. El primero fue en 1957, después de una pelea que, se sospecha, Jane tuvo con su amante Cherifa. De todas las historias siniestras que se tejen alrededor de su romance con esta joven marroquí, quizá la peor sea la que asegura que fue envenenándola poco a poco para quedarse con la casa que, en 1956, Jane puso finalmente a su nombre. Claro que no sería nada extraño que, una vez más, el mito de la lesbiana asesina y psicópata se hubiese colado por los resquicios de un romance entre mujeres. “Más allá de estas ambiguas historias –cuenta Bejerman–, lo que realmente ocurrió fue que Jane estaba cada vez más enamorada y tan entregada que fue concediéndole todo lo que ella exigió.” Quizá la combinación de cierta debilidad constitutiva de Jane –que primero minó su salud física y al final su cordura– con un poquito de alcohol haya ayudado a pulsar gran parte de sus desgracias, pero no alcanzó a diezmar el sentido del humor que a su amigo Truman Capote le resultaría inolvidable, ni a vulnerar el íntimo resguardo de su felicidad. “La felicidad es lo que queda –escribió en su cuento ‘Laura y Sally’–. La vida es un caos y la felicidad es un sistema. Como una jaula muy fuerte, pero que está entretejida con tanta delicadeza que el caos de la vida queda afuera.”
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