Viernes, 7 de septiembre de 2012 | Hoy
MUNDO INTERIOR
Entre el 3 y el 8 de septiembre se está produciendo en Bariloche la primera Fiesta de la Nieve Gay, con elecciones de Rey y Reina como punto de atracción.
El promocionadísimo evento “de clase mundial” que pretende “friendly” a Bariloche esta semana me deja rebotando entre la comodidad adormecida que proporciona ese delegar en otros para que nos digan qué o cómo somos, y el estupor con el que veo algunas de las exclusiones y limitaciones que desde esas definiciones se nos imponen.
Entiendo monopólico el nombre gay para esta Fiesta de la Nieve porque excluye al infinito espectro de gentes que formamos parte de la llamada disidencia sexual. Porque nos reduce a muchacho a todas luces masculino, universitario-empresario-profesional que se divierte, gasta dinero y busca confundirse con el resto de la sociedad en una imagen pulcra, trabajadora y rentable, ajustable al mismo modelo de pareja monogámica funcional dentro del sistema heteronormativo. Un nombre que invisibiliza al resto de las multitudes que somos: a mi maricón, a mis amigas chongas, a las travestonas de barrio, a los varones trans, a lxs intersexuales, a lxs bisexuales e inclasificables de siempre.
Un “paquete” turístico consumible, no por lxs que quieren sino por lxs que pueden. Y resulta que lxs que pueden en la ciudad de los esquiadores son siempre los mismos. Con combos armados que van entre los 2 mil y los 5 mil pesos de acuerdo con lo top que seas. Adentro, una pequeña porción de la comunidad satisfecha, feliz y orgullosa. Afuera, todas las personas que no pueden pagar siquiera una entrada: lxs desempleadxs porque se les nota, “las indias” habitantes del alto, los eternos tapados del pueblo chico, los deambulantes desprevenidos en las teteras de la Costanera, las travestis golondrinas de la diagonal Capraro...
El Rey y la Reina nevados
Con relación al monárquico concurso (“el broche de oro”), hay en la página oficial sólo dos categorías donde encajar de acuerdo con no nuevas convenciones de género y aspecto: “Reina (incluye transexual, travesti o drag) y Rey (gay)”.
Además de resaltar el binarismo rosaceleste ya un tanto démodé, dejan bajo la pasarela, tal como sucedió con el nombre del evento, al amplio espectro de biomujeres, cojan con quien cojan, chútense testosterona o no. Y pienso: qué criterios o parámetros de belleza serán puestos en juego por el jurado en la competencia. Llegando a los cuarenta no se me marcan los abdominales, por más que intento. Pero, fuera de broma, las objeciones más interesantes se centran en lo que el discurso identitario pueda tener paradójicamente de discriminador, queriendo ser una opción liberadora. Y cito a Vidarte: “Postular una identidad homosexual, unos rasgos comunes, unas afinidades, por muy débiles y fluctuantes que sean, puede implicar el establecimiento y la consolidación de un ‘modelo’ de homosexual en el que quizá no quepan las innumerables diferencias que representa cada sujeto en particular”. Y esto me remite a enero de 2007, cuando salimos a las calles de El Bolsón montadxs en una improvisada carroza la noche de la elección de la Reina del Lúpulo bajo la consigna de que todas y todos somos reinas y reyes. Ese acto performático que tanto decía en contra de ser representadxs por los cánones mediáticos de la belleza y el éxito desembocó en cuatro ediciones del Festival Patagónico por la Diversidad Sexual. Pero “quien no conoce su propia historia está condenadx a repetirla”.
De esta fiesta elijo quedarme afuera, conservando un mínimo de inquietud, de solidaria preocupación por todxs los que anónimamente sobrevivimos en el interior profundo de la Argentina igualitaria, cuando coronados ellos en latón se apaguen las luces del escenario y vuelvan príncipes y princesas al mundo real. Una recorrida por la Línea Sur rionegrina tal vez nos permitiría ver cuánto queda todavía por hacer y lo difícil que resulta esta tarea.
Simon Mas
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