CARTA A ALEJANDRA
› Por Fernando Noy
Alejandra, para y desde siempre adorada, qué decir sobre Ti que ya no hubiera dicho. Tantos recuerdos acrecentados por la memoria durante aquel transcurrir de fiesta delirante como llamabas a nuestras noches sin fin, cuando yo todavía era tu “ángel de los Urales” rebautizado por Olga Orozco, a causa de mi altura. Ella muchas veces venía a recitar con el trueno de su voz poderosa poemas tuyos o de ella, aún inéditos. Material que ibas a reunir en tu último libro: El infierno musical o parte del insólito barroco delirante de La Bucanera de Pernambuco.
Personalmente aún podía resistir el frenesí de tres días sin dormir, explorando juntas esos umbrales ilícitos donde residen Milosz-Trakl-Esenin-Paz-Nerval-Artaud-Rimbaud o la condesa Erzsebet Bathory, alimentándose de jóvenes doncellas, fascinada por una amazona vampira visitándola en su lúgubre castillo cada medianoche según contaba Valentine Penrose en La condesa sangrienta, libro encontrado como una revelación durante tus andanzas por las librerías de viejos a orillas del Sena, en aquella París añorada hasta la desesperación.
Penetrábamos dominios que —sí, claro— son de este mundo pero están ocultos detrás del velo opaco de la realidad que a pura anfetamina ametrallábamos.
Tu madre y entre otras amigas la exquisita Elvira Orphée se sentían felices porque alguien podía acompañarte en tus expediciones hacia el propio corazón del infinito: “Oh, la noche, la magistral sapiencia de lo oscuro...”.
Muchos temían tus llamadas telefónicas a las tres de la mañana, pero Orozco ya estaba resignada a enviarte verbalmente una renovación de cierto Salvoconducto Milagroso para seguir adelante contra toda pavura: “Yo, Olga Orozco y la Emperatriz Genoveva de Bravante certificamos que ningún cuervo o alimaña rondará la figura de Alejandra en las noches por venir”.
Eso en verdad te calmaba y te ibas a dormir abrazada al cuaderno donde habías copiado el poderoso exorcismo verbal de quien llamabas “mi madre poética”.
Exorcismos que a veces trascribíamos en los pizarrones donde tus ojos eran también la verde goma de borrar para volver a escribir nuevos poemas.
Colocabas una frase, por ejemplo: “Dije ‘yo’”, pasábamos horas deambulando entre libros y otros asuntos hasta que de pronto saltabas como una flecha para agregar: “Dije, yo, pero me refería al alba luminosa”. El poema al fin había nacido. Celebrabas, jadeando con tu voz al repetirlo como si hubieras descubierto lo que en realidad eran: juguetes o mantras de la maravilla.
Cierta noche me pediste algo secreto y a la vez tremendo. Como ya lo habías intentado sin suerte, esta vez necesitabas ayuda.
Atónito escuché la propuesta: “Podrías hacerme el gran favor de sostener mi cabeza algunos minutos bajo el agua de la pileta cuando ya adormecida por las pastillas pueda al fin partir...”.
Transformada en una Ofelia submarina, pretendías ir hacia el “Lugar del Amor” y no tan sólo de la simple muerte (L’amort). Dije que sí de inmediato, mintiéndote, con el corazón en la boca disimulando mi espanto tras la falsa sonrisa.
El haber encontrado al fin un cómplice para ese pacto ya sellado te iluminó de alegría. La certeza, en el fondo falsa, con que te había dicho “Contá conmigo” surtió efecto. Por suerte, incluso para mí, nunca volviste a hablarme de este asunto.
Poco después sobrevino tu interacción en el Hospital Pirovano de donde salías los fines de semana. Yo te esperaba en el bar El Cisne (Montevideo y Charcas). Reaparecías feliz como la recién salvada de un incendio. Subíamos al séptimo y de pronto ya era domingo y demasiado tarde, los taxis siempre más lentos que tortugas. Llegabas al “Piro en Vano”, como lo llamabas en tu incesante esgrima verbal e incluso arrabalera. Te dejaban pasar sin reprenderte porque ya sabían que eras, como diría Maiacovsky, “un sol en pantalones”
Elvira Orphée, que me confirmara la tremenda noticia de tu viaje, también logró decirme que habían estado juntas el día anterior: “Estaba radiante, encantadora como nunca”. Según Elvira se te veía tan feliz que jamás nadie hubiera imaginado lo que se avecinaba escasas horas después.
El 26 de septiembre a las 8 de la mañana una extrañamente desvelada Silvina Ocampo despertó a Elvira llorando por teléfono.
Silvina, tu amada imposible, había sido la primera en enterarse, aunque jamás le entregaran una carta donde te despedías de ella porque ya no soportabas sobrevivir sin su amor... Por algo en La Nación del domingo anterior habías publicado un poema donde de algún modo anunciabas tu partida, en frases que dejaban bien claro la decisión: “Sentada en el fondo del río ha perdido la sombra, no los deseos de ser, de perder... El caballero de las muertas de rojo ha llegado en su búsqueda y la lleva sin él... La que no supo morirse de amor y por eso nada aprendió... Ella está triste porque no está...”.
Y hoy, ya no sé cuántos años después, has regresado intacta porque nunca te fuiste en ese arcón de tesoros que fueron, son y serán tus eternos poemas: Oh, Alejandra, debajo de Ti y nosotros estás siempre: Alejandra.
Y ahora recuerdo la trova improvisada por Manuel Mujica Lainez: “Como un buzo en su escafandra y un maniático en su tic, me refugio en Ti Alejandra, mi Casandra Chic”.
Hasta luego...
Fernando
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