Poeta y musa, Fernando Noy, como un Virgilio en el infierno de Buenos Aires, condujo a Pedro Lemebel por la calle Florida y por otras tantas calles de la ciudad y de la memoria. Lo que sigue es una crónica de la presentación que se llevó a cabo en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti y de otras cosas que pasaron y que nadie sabe. El autor chileno desplegó furia, orgulloso resentimiento y genialidad, además de dejarnos un adelanto de su libro Háblame de amores, que se presentará formalmente en la próxima Feria del Libro en Buenos Aires.
› Por Fernando Noy
Con su piel de iguana hiperkinética, serpenteando altiva bajo el lacerante sopor del mediodía, la propia Pedro Lemebel es capaz de sumergirse sin vacilar sobre el cemento en llamas hacia la calle Florida, no tan cerca del hotel donde se alojó en esta visita de dos fugaces días, para buscar en vano un transformador eléctrico con el que pudiera hacer funcionar su exclusivísimo vaporizador de marihuana. Pareciera cosa de Mandinga que el tan mentado avance digital no se globalice con sus mañas cibernéticas para ahorrar tiempo y sofoco. Todos a los que preguntamos señalan ferreterías o lugares que no existen y ahí vamos como escapando de Hiroshima. Todos nos dicen, a la vueltita o en tal o cual lugar, desde el fornido apetecible mulato litoral casi en cueros y la sonrisa de teclas de piano en plena oferta, a los manteros, los cholos, todos amables sudbabilónicos que nos indican la alfombra movediza, ahora cerrada, mientras nos miran, atónitos, pasar abanicando el aire de brasas que milagrosamente nos temen.
Sorteando vallas como boas infernales, destripando cintas con el aviso de peligro, logramos regresar al hotel. Ya en la suite Pedro arroja sobre la cama su precioso regalo. Uno de los primeros ejemplares de su décimo libro, de próxima aparición, que lo traerá de nuevo aquí para la Feria Internacional del Libro, Háblame de amores. “Es un collage de cuentos, textos y fotos cuyo título no sé de qué canción saqué. Con Tengo miedo torero me pasó lo mismo, yo pensaba que era un cuplé de Sarita Montiel, hasta que una carroza española me dijo que no, que era una frase de otro tema... Y bueno, mejor que me olvide de todo últimamente. Aunque no todo, porque recuerdo muy bien que soy una muy resentía (así, a lo gallego). Dicen que soy una resentida y es verdad. Soy una resentida, pero por amor a mi pueblo.” Lo dice firme y muy en serio, así lo proclama nuestra chilena Evita Perón Pedro, aquí en la intimidad de este cuarto de hotel y a todo el que se le cruce en el camino. Me pellizco, me saco la carne a mordiscones y veo que es cierto, La Petra ya está aquí, llegó invitado por el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti y va a mostrarnos una hebra de su seda mágica, caminará entre los curiosos y los del séquito huyendo de grabadores, fotógrafos y de entrevistas, pero hará una excepción para SOY, me ha prometido, y ahora ensaya esa pose de “Feliz Navidad” bien lemebeliana, que aparece en la tapa. En unas pocas horas estará brillando ante el público que no sabe cómo adorarlo mejor. (A propósito, antes de llegar al Auditorio por avenida Libertador vimos consternadas las largas filas que desde hace días hacen los fans para ver a Madonna. Pedro no dejó de comentar: “Al fin la vieja Madonna compite con ésta que ven aquí frente a todos ustedes” y mientras los aplausos vuelven a retumbar, agrega, señalándose: “Tranquilos, aquí hay vieja para rato”.)
Pero ahora, en este momento preciso, el libro está ante mí, nosotros solos. En la foto que aparece en la tapa está él, debe tener unos veinte años. Es el más churro chulo moreno que jamás haya visto. Sangre dulce y piel de aceituna, con la misma sonrisa ladeada que te hace tambalear. La mano izquierda en el mentón de ébano y nácar, las chuzas negras lamidas por el viento. La mano derecha entre sus piernas. Detrás, un río desde donde lo espían, pétreas y aún vivas, sirenas dispuestas a saltar y devorarlo. La foto es de Violeta Lemebel, dice el epígrafe, “es mi madre que me sacó esta foto a los 13 añitos”. Si ahí tienes 13, le digo yo, soy un pedófilo, porque cómo te hubiera estrujado si te encontraba allí en la rambla del Mapocho. Al escuchar mi tardía declaración, sus ojitos chinos de vikinga magallánica se dilataron cual pantallas 3D y la carcajada en guante de seda estalló por el largo corredor del Hotel Continental. Violeta es su madre, por eso cuando Pedro lee el aire huele a violetas y cuando calla, a jazmines sin camiseta. Ahora, regreso mis ojos al libro: la dedicatoria en el epígrafe reza: “Para Pedro Mardones Paredes, mi padre, por la áspera ternura de su caricia rural”. Ahora busca una lapicera y escribe veloz una dedicatoria, todo un género antiguo literario. Pedro me escribe: “Para Noy, con el alarido de mi corazón”.
Pedro con P de Pasionaria, E de Estrella esperanzada, D de Dulce miel envenenada, R de Rabia como la tinta con la que escribe y O de Orgullo nunca mancilllado, de Opio y Oportunidad de saltar hacia otro abrazo.
Lo escucho hablar arriba del escenario que hasta hace pocos años fue escenario del horror, y recuerdo que en los años del Proceso aquí todos debíamos usar lo que llamábamos “voz blanca”. Un susurro casi sin mover la boca para que no nos leyeran los labios desde los Ford Falcon. Y algo de eso hay en el tono con que Pedro exhala cual caricia, penetrando más que un grito nunca al fin decapitado en la garganta empurpurada por una cicatriz bajo la cual pronto reverdecerán raíces invisibles como merecido milagro ahuyentando el cangrejo impronunciable. Urbi et Orbi.
“Cuando me fueron a operar pedí a mis médicos poder decir mis últimas palabras: Piñera: concha ’e tu madre.” La carcajada exorciza tanta tensión y el safari inolvidable ha comenzado así, con la anécdota del encuentro con el Ministro Piñerante. Estaban en un acto muy protocolar del pituco Museo de Bellas Artes cuando el recién electo, “como siempre reía sin cesar, ante una prensa infame, canalla, que sólo filma la derecha enfundada en sus trajes de galas exhumados de los respectivos placares putrefactos. Es el primer sarao derechón en plena democracia –arenga indignado Pedro Lemebel. “Democracia a la que la d de dictadura se le cuela con un Augusto infame en su augustez, que estaría mirando feliz entre las nubes profanadas.”
Mientras tanto Pedro se desquitaba de la maldita suerte de tener que dormir otra vez bajo un gobierno de derecha despertando en los morenos y fornidos brazos de su fornido amante ecuatoriano. Pero el festejo de los recién llegados se producía justo a dos cuadras de su casa. Pedro ni se imaginaba, cuando salió a medianoche para reaprovisionar alcoholes y seguir con el éxtasis de su insaciable metejón que iba a toparse con tan zombi multitud emperifollada hasta la sombra. Imposible pasar desapercibido. La Pedro ya es gloria nacional, quizá por eso mismo, en el intento de atraparlo. El propio Piñera se le acerca con su cadavérica sonrisa a saludarlo. La Pedro no pudo con ella misma. Asqueada ante tamaña e hipócrita osadía le zampa un gargajo a escasos dos centímetros de sus lustradísimos zapatos de charol. El ministro lo reprende y ella se alza de hombros mientras regresa a recibir el abrazo orgulloso de su amante no sin antes aclarar al figurón que él ya debería saber de su enorme prontuario antiderecha. Nada le importa. Mucho menos que al otro día los periódicos la llamen terrible resentida. Me imagino, para Pedro, que esas palabras serían un inesperado honor. “Piñera es tan canalla que me dejó sin mi columna dominical en el diario de Chile. Pero qué esperaba yo de tamaña hiena. Ahora voy a seguir de gira y terminar mi próximo libro, que ya se va armando”. Con un gesto de aprobación murmura: “Con Cristina, para ustedes está todo bien. Sólo falta el aborto. Y va a arrasar”.
Sigue el ritual. Pedro refiere los funerales de una tal Candy, La Candy, quien como la mítica Coccinelle fuera amiga íntima de Franco, también era dueña de un bar en Santiago con nombre francés, donde de ninguna manera permitían ingresar a los maricones pobres o de clases bajas.
Sólo entraba allí su distinguida clientela con fastuosos vestuarios importados especialmente desde Europa.
El inventario de la muerta que dadaísticamente leemos sobre la pantalla hace que los acólitos, por no decir tan sólo público, estallen en risas imprevistas e incluso a veces algo horrorizadas: batiendo el record de la glamorosa impunidad, la difunta tenía setenta veces siete todo de todo. Desde sedas, gasas, chifones, terciopelos a rasos, organza y mucho pero mucho más. Si recordar los placares repletos de zapatos que Imelda Marcos mostrara en Life hace ya siglos causó indignación, ni hablar del arsenal de tacos aguja, sandalias, botas estilo Barbarella, chinelitas japonesas, taco aguja de cocodrilo. Y como seguro comenzaba a quedar calva, allí había quedado una parva de pelucas como las de rulo afro, la Cleopatra, la de plumas, las imitación Mia Farrow, Bo Derek o Jackie O. E incluso los peinetones legítimos de carey importados desde España. Sigue la lista de objetos que provoca carcajadas y que nadie podría memorizar, ni siquiera yo, con mi cerebro de mamut privilegiado.
En el velorio sucedieron varios incidentes que Pedro narra con fascinante sibilar, Scherezada jamás amnésica, durante casi una hora fuera del tiempo, nos sumerge en la estupefacción y el placer jamás tan amalgamados. Y el thriller no trillado continúa. Esa Candy con tantas plumas y sin saber volar. A Pedro le pareció realmente innecesario el ataúd de faraona, ya que al fin la iban a incinerar. Sería su último capricho. Cuando al final, luego de enumerar las joyas, Pedro dispara un ¿Oyes?
La algarabía estalla en el recinto. Ya el recital supera los meros umbrales del suceso para volverse legendario, casi imposible de contar aunque valga este intento, espero.
Antes del aparente final, vemos en pantalla la imagen de un bebé que enseguida sabemos tenía apenas ocho meses. Lemebel lo descubrió en el Libro de Mujeres Chilenas Desaparecidas (1986). Escuchamos estremecidos la historia de Claudia Victoria Poblete, este “capullo rasgado a los tirones” en plena Buenos Aires, donde estaba viviendo con su madre chilena y su papi argentino. Doblemente desaparecida en el purísimo enjambre de bebés que se chuparon los milicos. La abuela argentina no soportó el desastre y continuó buscándola después de suicidarse. La chilena hoy forma parte de Abuelas de Plaza de Mayo.
Es tal la conmoción provocada por el testimonio final, que desde la platea se oyen las toses del carraspeo emocionado, los pañuelos enjuagando lágrimas en la sombra. Todos conectados frente al mohín querube que ahora une ambos países hermanados para siempre por un mismo dolor.
“Futura niña, hoy quizá mujer, te seguimos esperando. Y juro que donde vayan esos asesinos los iremos a buscar. Como a los nazis les va a llegar su turno. Estamos cada día, cada segundo, cada hora, un poco más cerca.” Eso mismo, eso mismo repite como un mantra. La ovación en lugar de despedir logra guardar a Pedro junto a nosotros para siempre. Pocas horas después, el colibrí lemebélico en su aleteo heroico vuelve a cruzar la cordillera.
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