Se cumplen 80 años del nacimiento de Manuel Puig y Soy lo homenajea con una infidencia. El escritor y director Kado Kostzer recuerda el año entero en que su amigo Manuel vivió perdidamente enamorado de un mozo (por supuesto, heterosexual incurable) y todo lo que hizo para conquistarlo, incluyendo hacerse lesbiana.
› Por Kado Kostzer
Además de los estrenos de cine de vez en cuando, y a pesar de su llamémoslo frugal modo de vida, Manuel Puig se permitía ciertos mínimos placeres mundanos, un restaurante por ejemplo. Pero, según su propia visión, no era un gasto, sino una inversión. Se conocían sus libros, su nombre y un poco, muy poco, su cara, ya que se negaba a reportajes en televisión. Estas salidas le posibilitaban promocionarse, vincularse con gente siempre ávida de personajes notorios como lo era él.
Las mesas posibles eran aquellas de los lugares donde se reuniesen miembros de la farándula. Bastante después de medianoche, una vez finalizadas las funciones teatrales (que comenzaban a las 22 o 23) la gente de teatro frecuentaba dos sitios que competían entre sí y que presentaban características bastante parecidas: El Zum Edelweiss, en Libertad al 400, y el Hamburgo, en Carlos Pellegrini casi Tucumán. Ambos ostentaban nombres, decoración y menús de clara inspiración germánica. Quizás el segundo era un poco más barato pues mis recuerdos abundan enmarcados por sus manteles cuadrillé rojo y blanco. Sobre ellos, cuando llegaba la adición, Manuel hacía prolijamente la división para que cada uno pagara estrictamente lo que había consumido y ni un centavo más.
Yo era jovencito y de repente había dejado de lado toda mi timidez adolescente para dar paso a un dosificado desparpajo. Mi paso por el Di Tella y mi nueva actividad como periodista me habían permitido conocer a muchas de las personas que a Manuel le interesaban. Para él no era fácil decir “soy Manuel Puig”, pero estaba yo, Kadet-cadete, dispuesto a ponerlo oficialmente en contacto con el elegido que agradecía irradiando satisfacción al estrechar la mano del escritor de moda.
—Te quiero presentar a Manuel Puig —era mi bocadillo. Luego el trabajo de seducción corría por cuenta de él, que era bastante experto.
Una noche, después de ver a Fred Astaire y Ginger Rogers en Sombrero de copa en la Cinemateca, caímos Manuel y yo al Hamburgo. Al rato se unió a nosotros otro periodista de Panorama. Cuando el mozo, cara nueva en el lugar, se acercó a tomar la orden, por debajo de la mesa Manuel me encajó una patada y hasta tartamudeó cuando solicitó su plato, el más barato del menú.
—¿No es divino? —exclamó mientras el hombre se retiraba—. ¡Qué bien le queda esa chaqueta blanca! ¡Y qué manos! Tan masculino. Un verdadero macho argentino.
El otro periodista y yo nos miramos un poco perplejos, sin entender demasiado el flechazo que le había provocado el mesero al que, con evidente insistencia, Manuel buscaba con la mirada. Ese día hasta pidió postre y café con tal de que el mozo se acercara a nuestra mesa. Mi generosidad con las propinas (herencia paterna) era siempre objeto de reprimenda de su parte. Sabiendo que esta vez sería distinto, me permití una broma.
—No le dejemos nada, total...
—¡¿Qué mosca te picó?! Vos querés arruinarme una relación incipiente. Va a pensar que soy una mujer tacaña y sin clase –exclamó Manuel.
A partir de esa noche el Hamburgo fue el lugar obligado. Juan Carlos, el mozo, era amable y eficaz con nosotros, tan amable y eficaz como con tantos otros clientes que desfilaban por allí. Aunque Manuel interpretaba su simpática gestualidad, propia de su oficio, como mensajes en clave que le enviaba. Nada podía convencerlo de lo contrario.
No había contestadores telefónicos entonces y no se trataba de perder llamadas. La campanilla del teléfono sonaba con insistencia, mientras yo trataba de embocar la llave de la cerradura de mi puerta. Era Manuel.
—Ay, por fin, estuve llamando desde la mañana. ¿Dónde te habías metido? —no tuve tiempo de contestarle—. Tenemos que vernos con urgencia, Kadet. Es algo muy importante. ¡Crucial! Imaginé a Tita Merello diciendo esa frase mientras imprimía su marca de fábrica: el labio inferior que se deja caer y la ceja derecha que se alza desafiante.
La cita fue a las cinco de la tarde lorquianas en un café de Corrientes, no lejos del Hamburgo.
—En las últimas semanas yo lo estuve controlando a Juan Carlos, ¡hasta vi dónde vive en Villa Celina! Me tuve que tomar el subte y dos colectivos para llegar. Ya sé, no hace falta que me digas nada: ¡Esta mujer está loca! —dijo con voz de niña traviesa entre risueño y avergonzado y prosiguió con más despropósitos—. El jueves pasado llamé al restaurante haciéndome pasar por un pariente y averigüé su horario de entrada. Por la tarde me fui hasta allí y me escondí en el quiosco de la esquina para verlo llegar. ¡Sin el uniforme es mucho más lindo todavía! Tiene una campera azul con cierre y se deja la camisa un poco abierta para que se le vea el vello del pecho. A veces viene con otro de los mozos, uno pelado gordito. A las seis en el Hamburgo no hay nadie, solamente se dedican a preparar las mesas para la noche. Pobre Juan Carlos, si vieses el barrio donde vive...
—Ir hasta Villa Celina para espiarlo... ¡Me parece demasiado!
—Por eso no te pedí que me acompañases, sabía que me ibas a criticar, Kadet —exclamó en tono deliberadamente sobreactuado.
—Bueno, ¿que es eso tan crucial de lo que tenés que hablarme?
—¡Ay, pero qué impaciencia! Lo tengo todo bien pensado. Mirá —dijo sacando de su portafolio una carpeta con una decena de fotocopias de reportajes y artículos referentes a él y a sus novelas—. Vos, como si fuese cosa tuya, se la llevás. Yo creo que él aún no se dio cuenta de que soy una mujer famosa aunque no aparezca por televisión.
—Pero Manuel, con qué cara yo voy a enfrentar al pobre tipo para darle esos recortes. ¿Vos creés que realmente le importa?
—Es un favor que te pido, Kadet. ¿Le vas a negar ayuda a una mujer enamorada? Estamos a una cuadra del restaurante y ésta es la hora en que él llega.
—Bueno, ¿qué tengo que hacer?
—Fingís que el encuentro es casual y le decís: “Ah, justamente aquí tengo artículos que publicaron sobre Manuel, te los dejo así los leés”. Esta mujer se queda aquí esperando así le contás cómo reaccionó su fidanzato.
Puntualmente llegó Juan Carlos con la misma campera descripta por el autor de Boquitas pintadas. Al darle la carpeta me miró con cierto fastidio, disimulado por su cortesía profesional.
—A vos te mandó él ¿no? —preguntó afirmativamente y dejando paso a un tuteo que le permitía no ser esta vez él mozo y yo cliente.
—No, para nada, justo venía a una oficina aquí al lado. A Manuel casi no lo veo. Anda muy ocupado —mentí con bastante torpeza.
—Bueno pibe, hay que laburar, ésa es la triste realidad. Tengo cuatro bocas que alimentar —comentó Juan Carlos a modo de despedida y la puerta del Hamburgo, con marco de madera y cortinitas blancas, se cerró en mi cara.
Siempre me consideré mal actor y pésimo mentiroso. De todas maneras hice lo que pude con considerable naturalidad. Kadet-cadete había cumplido con la misión, el envío estaba en las manos de su destinatario. Manuel fantaseaba que a través de los artículos de diarios y revistas el hombre caería rendido en sus ansiosos brazos. Para hacer el encuentro más trascendente decidió “hacerse desear” y no frecuentar el restauran por tres días. Cuando, por fin, reaparecimos, el mozo se limitó a su cortesía habitual con el agregado que de una de sus idas y venidas entre el salón principal y la cocina trajo la dichosa carpetita y la puso sobre mi plato aún vacío.
—Muy lindo todo —se limitó a decirme ignorando a Manuel.
—¿Te diste cuenta de que ni se atrevió a mirarme? Eso es muy significativo ¿no? Como una novia adolescente Manuel hizo mil y una interpretaciones del tan escueto comentario. Luego revisó una por una las fotocopias devueltas tratando de descubrir alguna clave o mensaje secreto.
Después de varios meses el asunto ya me estaba hartando y el Hamburgo comenzaba a asquearme. Para evitar ser arrastrado hasta allí por Manuel se me ocurrió un argumento atractivo.
—Quizá los amigos que a veces te acompañan, y me incluyo yo, seamos el inconveniente. Siempre presentes, siempre en el medio. El tipo se siente observado, controlado. Sería mejor que fueses solo, de esa manera quizá se suelte un poco.
Mi teoría pareció convencerlo. Después del programa cinematográfico (casi habitual) yo volvía temprano y feliz a casa y Manuel se dirigía al restaurante para hacer su trabajo de paciente bordadora de un encaje de dibujos invisibles. Alguno de sus ya muchos conocidos terminaba salvándole la noche con su compañía.
Por ese entonces Manuel frecuentaba a un rutinario, pero eficaz, clásico de su vida sexual: Segba. El hombre había recibido tal apodo por trabajar en la empresa de electricidad homónima. Viviendo en Italia un amigo argentino, llamémoslo Germán, le solía contar los múltiples placeres sexuales que en su juventud porteña le proporcionaba este muchacho, casado y padre de familia. La nostálgica Scherezade avanzaba con su relato creyendo haber encontrado en Manuel un oído cómplice y amigo. Sin embargo, cada nueva aventura le proporcionaba un nuevo dato para su fácil localización.
“¿Y en qué central de Segba trabaja? En Buenos Aires hay tantas y algunas son en barrios apartados”... “Vos le decís Segba, pero debe tener nombre como todo el mundo”... “¡Qué nombre tan masculino!”... “Seguramente es de origen tano”... “¿Y qué apellido?”... Y así al llegar a Buenos Aires encontrar a Segba en Segba fue tarea más que sencilla. Bastó que se presentara y preguntara por él para que inmediatamente se hiciera presente enfundado en su mameluco de trabajador, lo que lo hizo más atractivo ante los ojos de Manuel. El muchacho de los recuerdos de Germán ahora era un hombre y los años transcurridos lo habían hecho progresar, había ascendido a subjefe de mantenimiento.
—Acabo de llegar de Roma y Germán me pidió, muy especialmente, que lo viniera a ver para traerle saludos —mintió Manuel—. El siempre me hablaba de usted, lo recuerda con mucho afecto.
El apodado Segba, hombre de ojo pícaro y entrenado, supo inmediatamente qué clase de recuerdos eran los que atesoraba Germán. Haciendo gala de su autoridad como subjefe de mantenimiento invitó al visitante a bajar al sótano para conocer las impresionantes instalaciones de la planta eléctrica. Manuel lo relataba más o menos así:
—El iba adelante. Yo le miraba la espalda y ya estaba caliente. Me sentía Lana Turner cuando ve por vez primera a John Garfield en El cartero llama dos veces. ¡Combustión instantánea! El sótano estaba oscuro y solo se escuchaban los motores. Le pregunté si había gente trabajando. Me dijo que no. Yo entonces, muy en Deborah Kerr en Las minas del rey Salomón, frágil pero en el rol de dama de tobillo delicado, tropecé y caí, no en sus brazos sino con mi boca rozándole la bragueta. No fue por torpeza, como la tonta de Deborah, sino que yo había perfectamente calculado todo. La impresión fue enoooorme, al nivel de las potentes máquinas del lugar. La Germana no exageraba en lo más mínimo. Desde ese día esta mujer se hizo clienta de Segbita.
El empecinamiento por Juan Carlos había dejado al subjefe de mantenimiento, tan lleno de virtudes, en un segundo plano muy de subjefe, pero para nada había pasado al olvido.
Las tres o cuatro incursiones de Manuel en solitario al Hamburgo habían dado escasos resultados. Sin embargo, en una de esas tardes en que merodeaba por las inmediaciones del restaurante aguardando un encuentro casual con su presa, pudo conseguir que Juan Carlos aceptara tomar un café con él. En ese encuentro, más íntimo y fuera del lugar de trabajo, Manuel se había sincerado manifestándole sus intenciones amorosas. El hombre no se escandalizó demasiado por la propuesta, pero argumentó: “No es lo mío, a mí me gustan las minas”. En un lugar frecuentado por la farándula había visto pasar por las mesas pederastas, mariquitas, mariconazos, trolos, bufarrones, travestis de avanzada, locas tapadas, galanes simuladores y hasta algún transexual pionero, pero un contacto homosexual era algo totalmente ajeno a sus fantasías y no le despertaba ninguna curiosidad intentarlo. Luego del sinceramiento recíproco el mozo se apresuró a llegar a su trabajo para acomodar las mesas y Manuel a llamarme para contármelo todo.
—Yo, como Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó cuando Clark Gable la abandona: “Ya se me ocurrirá algo para traerlo de nuevo a mi lado” —suspiró a la manera de conclusión.
Es aquí cuando entra en acción la Voluptuosa, apodémosla así, una actriz que sin protector detrás, mucha iniciativa personal, una pizca de astucia, grandes dosis de estudiado desparpajo y un surtido de “machetes” (provistos seguramente por amigos gay) había conseguido crear un personaje, hacerse estrella de cine erótico y conquistar mercados latinoamericanos.
Cuando conocí a la avispada self-made-woman criolla ya tenía en su haber diez años de películas torpes, aburridas y feas, sin estilo ni personalidad alguna. Precarios guiones realizados a la ligera en coproducción con México, Puerto Rico, Venezuela o Ecuador o filmados en esos países donde su piel de inmaculada blancura era objeto casi de culto. En su país la Voluptuosa jamás constituyó un fenómeno. Era conocida, pero no popular. A falta de un real talento dramático (que tampoco hacía falta) la estrella aportaba su carga erótica que se limitaba a hacer gestos insinuantes con la boca, a mostrar de escorzo sus senos, un poco las nalgas y conatos de relaciones sexuales. La concepción de los argumentos era tan ingenua como moralista, así lo imponía la rígida censura muy temerosa del cuerpo y defensora de las instituciones. Alguna que otra vez, cuando el censor de turno estaba distraído, podían salvarse de sus tijeras unos pocos fotogramas mostrando los senos de la Voluptuosa luego de que su acosador le arrancara el corpiño o el plano no muy lejano de la fatigada heroína corriendo por la selva con su generosa delantera arriba-abajo-arriba-abajo.
En 1970 la voluptuosidad de la Voluptuosa ya no estaba tan en demanda, aunque ella invariablemente repetía las anécdotas de sus triunfos en el continente americano y se jactaba de su independencia afectiva y económica cada vez que la televisión requería de su pionero discurso transgresor. Lejos estaba su estilo del de sus contemporáneas, las estrellitas ingenuas. Ella se presentaba sin tapujos como una comehombres, ama absoluta de su sexualidad. Lo fundamental, y se mantenía fiel a esa premisa, era que un hombre le gustara, ya fuese el presidente de un país bananero o el modesto chofer que lo conducía. La Voluptuosa sabía bien cómo hacer para que se respetara su intimidad. Jamás sus grandes amores, triviales infatuaciones y prosaicos coitos trascendieron en las páginas de Radiolandia o Antena.
Además de sensuales amantes la Voluptuosa también coleccionaba amistades notorias, más aún si se trataba de escritores, intelectuales y artistas plásticos. De eso también se quería diferenciar de sus colegas y su radiante presencia era más que grata en sofisticados círculos sociales.
La encontré en el Hamburgo en una de las tantas cenas tardías con Manuel y se la presenté. El, repitiendo su táctica de íntimas confidencias para crear un vínculo, le contó en la sobremesa compartida lo mucho que sufría por la indiferencia del mozo. Fue una confesión de mujer-a-mujer. Poco tenían que ver entre sí ambas “mujeres”. La cautiva en el cuerpo de Manuel Puig soportaba sobre sus hombros la cruz de ser ella la que perseguía a los hombres, en el caso de la Voluptuosa, se suponía, era todo lo contrario.
La nueva estratagema ideada por Manuel para hacer caer al moscardón en su telaraña me fue expuesta:
—Ya hace casi un año de este asunto con Juan Carlos y yo, gila, no me daba cuenta de que había que poner una concha como señuelo y nadie mejor que la Voluptuosa. La voy a invitar a cenar al Hamburgo, vamos a ir temprano cuando hay menos gente. No me va a quedar más remedio que pagar yo, pero vale la pena porque el plan es genial. Ella me dijo que es capaz de todo por un amigo y yo le voy a pedir que se acueste con Juan Carlos. Pero la condición será que luego él se acueste conmigo. ¡Por fin el tipo va a caer! ¿No es genial?
—Un poco complicado, pero si los tres están de acuerdo...
—Estoy segura que la Voluptuosa va a aceptar porque cuando yo se lo señalé, me dijo: “Está bien el tipo”. Si ella no quiere, tengo una segunda opción muy apetecible para cualquier macho. Esta noche se define todo. Juan Carlos tiene una oportunidad única. Te imaginás para un tipo decir “me acosté con la Voluptuosa”... Un recuerdo para guardar de por vida.
A la mañana siguiente llovieron en mis oídos torrentes de lamentos: A último momento la Voluptuosa canceló la invitación, según dijo, por una repentina indisposición de su madre (era muy buena hija). El precavido Manuel recurrió a la segunda opción, otra de sus admiradoras-amigas-vestales-comodines, Pilar. La pretendida bacana, no del todo mal y de apellido no del todo bien, era frecuente chica de tapa en revistas de actualidad, sexy protagonista de comerciales de TV, figurita de la noche porteña de cuerpo dadivoso por interés o por placer, según los casos... De vocación aventurera aceptó encantada la insólita propuesta, “de mujer-a-mujer”, sin conocer al hombre con el que tendría que acostarse. El que no aceptó fue Juan Carlos que de plano rechazó la idea de compartir el lecho con la chica del momento, la más invocada por tantos machos onanistas, menos aún condicionado por un trueque. Manuel estaba frenético.
—Me enamoré como una estúpida de un tarado, además de insolente. No estuvo demasiado vivo rechazando a Pilar. ¡Qué se habrá creído! ¡Permitirse un desprecio semejante! Yo estoy acostumbrada a ser la mujer-estropajo a la que todos arrastran, basurean, humillan... ¡pero con Pilar!... Cualquier hijo de vecino tiene que “ponerse” y él gratis ¡se la pierde! ¡Es indignante! Ya hacía rato que venía haciéndose el interesante, cuando yo lo llamaba al Hamburgo se hacía negar. Además, no es tan lindo y le percibí un costado turbio, siniestro diría, que más vale evitar para que luego no haya daños irreparables.
Tomé todas las apreciaciones de Manuel con humor. Estaban a la altura del rol que había asumido, el de una “mujer despechada”. Imaginé a Juan Carlos con su parca cortesía negándose, muy digno, a esa transacción. Ante sus ojos de buen tipo de barrio seguramente semejante oferta le había parecido descarada y en extremo decadente.
—Esta mujer tiene otras cosas más importantes de que ocuparse que de un simple mozo. De su carrera literaria y de su vida social, por ejemplo —sentenció Manuel e inmediatamente cambió el tono de enojo pasando a uno pícaro y cantarín, típico de su estilo autoparódico—: ¡Esta mujer se hizo lesbianaaaaa! Tal como lo estás oyendo, ¡tortilleraaaa! Ahora soy una escritora hija de Safo, como Virginia Woolf, como Gertrude Stein, como...
—¡¿Cómo?!
—¡Sí, me acosté con una mujer! Tortilla pura, mujer con mujer. ¿Y adiviná con quién?
Pensé, por el escaso tiempo transcurrido desde la noche anterior y por su intervención, que había sido con su nueva cómplice.
—Con Pilar.
—Frío, frío, frío... ¡Helado! Después del exabrupto de la basura de Juan Carlos, la boluda de la Pilaruca me largó sola y se fue a bailar a Mau-Mau con sus amigos bienudos. Apenas entré a casa la llamé a la Voluptuosa para contarle mi fracaso en el Hamburgo. Me notó tan mal que me invitó a tomar una copa en su departamento. Yo estaba furiosa y tenía que descargarme con alguien. Como todavía no me había desvestido y la noche estaba linda, fui. Consuelo va y consuelo viene y hablando de la porquería que son los hombres terminamos haciendo una regia tortilla. ¡Mirá si me empiezan a gustar las mujeres! —dijo exagerando su terror.
—La vieja fórmula de la Bella y el Genio. Con este “encuentro íntimo” la Voluptuosa se incorpora a la larga lista de hembras empeñadas en “curar” a homosexuales, pero vos ¡te hiciste lesbiana!
—No estoy para bromas. Mejor que la Voluptuosa no se haga la mimosa. Anoche me agarró en un mal momento. No la voy a frecuentar más, es un asunto terminado. Lo mismo que el Hamburgo, ¡terminado!: mala comida, pésimo servicio, higiene deficiente, precios salados y clientela de segunda. ¡Nunca más a ese infecto lugar! —decretó Manuel.
Y se cumplió. La mudanza fue al Edelweiss, aunque con mucha menor frecuencia. Segba volvió protagónico a escena con sus reconocidas descargas, de electricidad por supuesto, y Juan Carlos respiró tranquilo luego de una larga temporada en el infierno.
Cuando a fines de los ’80 se estrenó Atracción fatal (Fatal Attraction), una vez más el comportamiento de Manuel se asemejó al de una heroína del cine, pero esta vez fui yo y, en su ausencia, quien hizo la comparación (un tanto exagerada) como le hubiese gustado a él. No pude dejar de asociar al psicótico personaje de Glenn Close, y la pesadilla que le hace vivir a Michael Douglas, con el capricho por el mozo del Hamburgo. Casi veinte años después de la frustrada persecución a Juan Carlos, y contrariamente al patrón establecido, esta vez era una película la que lo imitaba a Manuel Puig.
Para leer más sobre Manuel Puig y sobre otros personajes hay que consultar el libro de Kado Kostzer Personajes (Por orden de aparición). Ediciones del jilguero, 2011
El lunes 10 de enero se estrena la primera obra de Puig pensada, desde su origen, para el teatro y escrita en el año 1981 durante su exilio en Brasil. Una comedia llena de referencias al cine de gangsters dirigida por Manuel Iedvabni y protagonizada por Adriana Aizenberg, Héctor Bidone, Pompeyo Audivert, Paloma Contreras y María José Gabin.
Jueves, viernes y sábados a las 21, y domingos a las 20. Teatro La Comedia Rodríguez Peña 1062.
Cuatro libros de este autor fueron reeditados este mes por editorial Planeta en formato booket —La traición de Rita Hayworth, Pubis angelical, Cae la noche tropical y Maldición eterna a quien lea estas páginas—, colección que se completará en febrero de 2013 con el lanzamiento del resto de su obra. Serán, en total, 40 mil ejemplares que evocan en las portadas la estética vintage de los afiches de la cultura norteamericana de los años ’50 y ’60, diseñadas e ilustradas por Juan Pablo Cambariere.
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