Viernes, 1 de marzo de 2013 | Hoy
En los últimos días, a las lucubraciones sobre la verdadera causa de la renuncia del Papa se ha sumado la sospecha sobre “un lobby gay”. ¿Qué es exactamente esa fuerza demoníaca? ¿Hay curas gays malos y curas gays buenos? La prensa italiana tira la piedra y el cónclave se prepara para la depuración o para cerrar mejor las puertas de la sacristía.
Por Alejandro Modarelli
La tía Victoria C. solía decirme de niño que el Imperio Romano de Occidente había sucumbido víctima de la homosexualidad. No usaba ese término, que para mí se asemejaba todavía a un código indecible. Los subterfugios escogidos por Victoria eran “pecado”, “actos contrarios a Dios” (¿pero los romanos eran ya cristianos?). Si ella consideraba que la elipsis no era suficiente para mi entendimiento, se rebajaba entonces a hablar de “relaciones sexuales asquerosas”. En fin, las prácticas homosexuales –y yo mismo, que ya creía desearlas– quedábamos de esa manera asociados a la clausura de una civilización, a la devastación de ciudades, dioses y razas, a fuego y tormentas.
Cada tanto ese anacronismo apocalíptico regresa sobre la prensa del mundo, a modo de tráfico amarillo de la actualidad. Y en el caso de las supuestas inquinas vaticanas que el viejo Benedicto XVI no puede administrar y por eso dicen que renuncia –un “lobby gay”, según el diario italiano La Repubblica–, el mito de la tía reaparece no tanto para develar el comercio de ciertos altos prelados que, además de lavar dinero a través del Instituto para las Obras de Religión, pagarían por pecar hasta en las sábanas de San Pedro con seminaristas que se prostituyen como chicas de almanaque, sino para ilustrar un momento histórico: supongamos (aunque cuesta suponer) que se trata del ocaso definitivo de la influencia opresiva de la Iglesia Católica en Occidente, en tanto rectora de políticas de Estado, dogmas y prácticas del yo. Quizá la Gran Amenaza del Lobby Gay no sea otra cosa que la puesta en escena, bien cursi, de aquella primera hecatombe romana que evocaba Victoria. Y las guerras intestinas entre cardenales, entre órdenes y movimientos religiosos, más o menos conservadoras, más o menos fundamentalistas, entre detractores y apologistas de la alianza gestada desde la época de Reagan y Juan Pablo II entre Estados Unidos y la Santa Sede se cifre en esa metáfora mediática del “lobby gay”, que el portavoz local cardenal Federico Lombardi desmiente todos los días, sin que con eso pueda desmentir, en cambio, que la supervivencia de la Iglesia como poder temporal en un mundo donde los dioses se han ido (salvo el mercado) necesita de un papa mucho más astuto que Benedicto, el exquisito, el agustiniano.
Lo de la sorpresa de un “lobby gay” hace gracia, claro. Sobre todo a quienes conocimos a ex seminaristas que visitaban la quinta de un obispo de voz engolada, del sur del conurbano bonaerense, siempre rodeado de secretarios y discípulos de buenos cuerpos, o a testigos de unos desfiles divertidísimos en una diócesis norteña, meta revoleo de faldas y risas maracas. Digamos que si la Iglesia fue desde el Medioevo una opositora al viejo amor cortés, a todos esos inventos culturales que buscaron enaltecer a la mujer como único objeto de deseo y veneración sensual, fue en cambio guardia y guía de las amistades particulares entre caballeros, esos curiosos lazos de afecto que se forjan en el ejército y en los seminarios. ¿Qué mejor refugio, entonces, para muchas locas en el closet, administradoras de culpas propias y ajenas, que esos claustros de la monosexualidad, donde los placeres frustrados se viven con la misma intensidad y alegría que los consumados? ¿Qué mejor iniciación en el amor pasión que la de mi amigo brasileño, que en su paso por un monasterio caterinense se hizo pareja del abad, un hombre infiel a quien descubrió acostado tiempo después con otro seminarista, y esa traición determinó su fuga, incluso de la vocación sacerdotal?
En fin, que también hay muestreos sobre orientaciones sexuales en la Iglesia. Ahí está el libro del español Pepe Rodríguez, La vida sexual del clero, donde refiere un estudio propio sobre los curas españoles: “Un 20 por ciento realiza prácticas de carácter homosexual y un 12 por ciento es exclusivamente homosexual”, concluye. No sé si esta cifra sería una señal crepuscular suficiente para que mi tía acreditase otra caída de Roma, pero dudo de que alguna vez haya sido distinto. Por eso, cuando se habla de “lobby gay” como de una especie de hermandad secreta dentro de una institución donde las prácticas homosexuales son vox populi, nadie explica muy bien en qué consistiría realmente esa hermandad, en qué modifica o modificó el status quo del Vaticano y sus posiciones doctrinarias sobre, por ejemplo, los otros homosexuales o sobre el matrimonio igualitario. Eso sí, estimula el morbo popular que el gentiluomo papal Angelo Balducci, presidente del Consejo Nacional Italiano de Obras Públicas, contrate a un miembro nigeriano del Coro Sacrosanto los servicios sexuales de un ascendente seminarista, que “mide dos metros, pesa 97 kilos, tiene 33 años y es completamente activo”, según se oyó en una escucha telefónica (me apuro a confesar que comparto los gustos del gentiluomo Balducci).
El “lobby gay” que –dice la prensa italiana– acecha a Benedicto XVI no sería entonces sino una configuración paranoica, de muy antigua data, como la que sirvió a Hitler en su momento para sacarse de encima a Ernst Röhm, su viejo amigo devenido rival, líder de las S. A., esa facción partidaria que había radicalizado la crítica anticapitalista dentro del nazismo, además de reclamar la derogación de las leyes contra la sodomía. La paranoia, más que fantasmas, produce vivos. En el cónclave papal de marzo los debates culturales y políticos globales más modernos seguramente se salden a favor de la mayoría conservadora, una vez más. Según leo en su página web, los Cristianos Gays no son nada optimistas. De aquellos que buscan mantener su influencia ideológica, las santas alianzas y sus convicciones bancarias saldrá –temen– el falso brazo purificador que busque recuperar para la Iglesia la Eterna Orden del Secreto, herida por el chismerío de los Vatileaks. Entre esos cardenales –el lobby más eficiente, el conservador– afincados en el pensamiento antisexual, aunque no en las prácticas, habrá seguro varias locas, como siempre. Las cardenalas Guardianas del Dogma saben mejor que nadie que, a pesar de ser sujetos de compasión cristiana, a las locas mejor tenernos a raya. A fin de cuentas, ellas llegaron a la institución a vivir su juventud sin las sospechas que encienden las solterías mundanas. Compensando la culpa de su deseo con las confesiones de rutina, el celibato heterosexual con las facilidades homosexuales, el negocio a menudo les salió redondo. Si llegaban lejos en la carrera divina, había que ser inteligente a la hora de elegir el bando ideológico. Cuando el ex obispo de Santiago del Estero, Juan Carlos Maccarone, cayó en la trampa de un chonguito que divulgó un video donde los dos eran protagonistas, se dijo que el poder político mafioso le estaba cobrando su irritante progresismo.
Leonardo Boff, el teólogo de la liberación brasileño que Joseph Ratzinger persiguió desde la Congregación para la Doctrina de la Fe, anhela un nuevo papa que represente al Jesús que dijo: “Si alguien viene a mí, no lo echaré afuera”. Pero a los electores del Cónclave, el 10 por ciento son cardenales yanquis, esa cita les suena a chantaje sentimental. Ya en la Iglesia les dimos suficiente cobijo a las locas, dirán los píos monseñores a la prensa, y miren qué lobby nos han armado.
Parece que no todo
lo que brilla es oro
y que semejantes tronos
no siempre garantizan eternidad
y aunque se sea
del mismo Dios emisario
nada impide que las papas quemadas
no se pudrirán.
Parece que no todo
lo que se dice se siente
y que también se puede
bajo las pulcras sotanas pecar
y aunque de Sodoma y Gomorra
se reniegue
en brazos de Sodoma y Gomorra
se jubilarán.
Parece que no todo
lo que se quiere se puede
aunque se tenga al Santo Cielo de su lado
y aunque se arda en Divinidad
siempre el guiño galante
de algún curita secretario
les hará las pontificias bombachas revolear.
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