SALIO
Un liceo de señoritas, la imagen de un pubis al aire, el deseo entre mujeres sin eufemismos ni pincelada de vainilla: la editorial Astier reedita un clásico de los años ’70 y de su correspondiente destino de censura. Monte de Venus, de Reina Roffé, resiste y requiere una lectura a la luz y sombra del siglo XXI.
› Por Laura Arnes
Reina Roffé (1951, Buenos Aires) es una escritora que más que vivir acá, vivió allá (Estados Unidos, España). Fue colaboradora de casi todas las publicaciones importantes del país y a su primera novela, Llamado al puf, la escribió teniendo solamente 17 años. Desde el comienzo, su mirada buscó exponer los modos en que los proyectos nacionales (esa ilusoria unidad) se forjan sobre la traición hacia ciertos sujetos. La violencia del exilio, la dictadura y la recuperación de memoria; la opresión de las mujeres, la búsqueda de una identidad y la necesidad de encontrar nuevas formas de relatar la H/historia son temas que persisten a lo largo de su obra y encontraron su punto climático en La rompiente (1987). Su segunda novela, Monte de Venus, parecía obligada al olvido: retirada de los estantes de las librerías por la censura, escondida en bibliotecas personales. Los ejemplares que todavía no habían entrado en circulación desaparecieron de los depósitos sin dejar rastros, el título fue borrado de los catálogos. Ante esta situación, incluso los amigos callaron. Corría el año ’76. No era el año correcto para nacer. O tal vez sí. Ese mismo año, la editorial barcelonesa Seix Barral edita El beso de la mujer araña, de Manuel Puig. En Buenos Aires, la editorial Corregidor publica Monte de Venus, que como relata Luis Gusmán se convirtió en libro de exhibición prohibida. El cuerpo de esta novela fue declarado ilícito; su presencia, al igual que la de los personajes que circulan en sus páginas, improcedente. El golpe asestado a la autora fue tan fuerte que tardaría años en volver a escribir (eso sí: cuando lo hizo, lo hizo con venganza. Y no sólo eso: en 1996 volvió a la carga con protagonistas bisexuales y lesbianas en El cielo dividido).
Pero los tiempos cambiaron, el siglo XXI le da la bienvenida –ansioso– y es la editorial Astier la que se hace cargo de la reedición. Monte de Venus debe considerarse fundacional al momento de pensar en la literatura argentina una tradición lesbiana –esquiva y discontinua– o, incluso, una moral de lo minoritario. Es una novela que, al igual que la novela de Puig, separó un tiempo de otro, implicó un antes y un después en la representación de lo lesbiano y, al hacerlo, puso en riesgo narrativas hegemónicas sobre el género, la norma, la familia, el Estado e incluso la Historia.
Bestiario, catálogo de seres anómalos, abunda en la exhibición de cuerpos prohibidos: “Todo lo que el mundo desprecia, me gusta a mí”, explica Julia Grande, la protagonista. Y así, explorando y explotando las incoherencias de los términos que estabilizan tanto a la heterosexualidad como a la homosexualidad, y poniendo en evidencia la lógica sexista de nuestro imaginario socio-cultural, Monte de Venus construye otra manera de pensar lo sexual y un horizonte discursivo alternativo. “Se enfurecía conmigo y me denigraba tocándome los pechos o acariciándome las nalgas. Eso a mí me ponía muy mal: me trataba como si yo también fuese una mujer”, relata Julia, y más adelante agrega: “No te hagas el machito [dijo el que me tenía maniatada] (...) te vamos a enseñar a ser mujer (...). Me reventaron a patadas”.
Así, el texto exhibe sin pudor al cuerpo lesbiano en el momento en que pone en evidencia las limitaciones del lenguaje, cuando amenaza su coherencia y la de sus categorías. Cuerpo y texto no se superponen, más bien delatan su no correspondencia. Y es que al dar cuenta de distintas corporalidades y prácticas –y en este punto reside su absoluta actualidad–, Monte de Venus no permite cerrar sentidos alrededor de un modelo único de sexualidad. En la proliferación de términos que propone –la invertida, la niña masturbadora, la tipa machito, la prostituta, la tortillera, la liberada, el marica, la lesbiana, la bisexual, la travesti, los swinger, el homosexual, el mariposón–, parece anticiparse a la célebre afirmación de Puig que sostenía: “La homosexualidad no existe. Es una proyección de la mente reaccionaria”.
Pero además, el relato, en su misma forma, también evita la construcción de un mundo homogéneo: propone una coreografía de voces narrativas a partir de las cuales cobra cuerpo la nación en tanto matriz de alteridades. Mientras que siete capítulos numerados discuten –a partir de las vivencias de las alumnas de una escuela nocturna para señoritas a principios de la década del ’70– la incipiente construcción de identidades políticas colectivas y las problemáticas que atraviesan a las mujeres, los capítulos titulados “Grabación pasada en limpio” son parte del relato de vida que Julia Grande le dedica o le regala –casi como ofrenda, diría– a Victoria Sáenz Ballesteros, su profesora de Literatura.
Si Molina, protagonista de El beso de la mujer araña, construye su historia a partir de las imágenes (nichos de ideología) que le ofrecía el cine, Julia tampoco puede prescindir, al narrarse, de cierta ficción que la preexiste y que la hace visible, de esos valores sobre la sexualidad, vigentes en el contexto de producción, que le permiten asumir un cuerpo. Victoria le exige un muestrario de anécdotas, narradas con crudeza en un lenguaje telegráfico y le dice: “Si surge la mala palabra, mejor. Quiero que el personaje sea el que hable. Más que nunca debés ser vos misma”. Consigna difícil y en una primera instancia contradictoria. Para poder hablar, Julia necesita hacerse cargo de lo que se espera de ella. Lo que está en juego es la posibilidad de representación de la lesbiana, y lo que Victoria exige es una serie de poses y gestos que den cuenta de una identidad sustancial que se correspondan con esa ficción normativa que nombró e instituyó una clase de individuos cuya existencia definió como indeseable, volviéndolos candidatos a correcciones, curas o, directamente, eliminaciones (Giorgi). Ante la posibilidad de dejar de ver a Victoria, Julia cede: acepta el lugar que, falso o no, le es impuesto por la lógica imaginaria. Y si bien su relato se centra en sus devaneos antiheroicos y picarescos es, ante todo, un relato de cortejo, de deseo y exceso. Un deseo que no coagula en la relación entre los cuerpos sino que, frente a la economía de los placeres y la inmediatez, invita a crear y a fabular.
En una época en que la palabra “lesbiana” casi no podía ser pronunciada en voz alta, Monte de Venus tendió los lazos hacia un futuro que recién comenzaba a dibujarse. Tímidamente, y a partir de este momento, la voz y el cuerpo de la lesbiana comenzará a emerger en la literatura argentina como producto de una nueva economía inter(t)sex(t)ual y dará origen a una tradición en la que, como tal vez diría Perlongher, la sexualidad vale por su potencia intensiva. Con la magnífica y conmovedora violencia de lo que recién despunta, la novela de Roffé se arriesgó en 1976 a interpelar al lector contemporáneo. Pero el desafío no terminó allí. Este texto continúa insistiendo hoy, apremiante, después de treinta años: “Leeme. ¿Serás capaz?”.
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