Viernes, 28 de junio de 2013 | Hoy
Se conocieron en el último Encuentro Nacional de Mujeres, armaron una comunidad virtual y también organizan encuentros y grupos de reflexión. Las Bisexuales Feministas ya suman 40 integrantes entre mujeres y mujeres trans decididas a hacer valer la B en la sigla que da cuenta de las diversas identidades. En el horizonte de las certezas hétero y las certezas lesbianas, la bisexualidad, siempre motivo de sospecha, aparece pateando casilleros, mientras pone en evidencia los prejuicios y mandatos que nacen de la misma comunidad lgbttiq.
Por Bisexuales Feministas
Algunas reniegan de las etiquetas y otras las encuentran necesarias. Algunas tienen una identidad sexual hace muchos años, otras se sienten en constante proceso. Algunas abortamos en departamentos clandestinos y otras con misoprostol. Hay rubias, también peludas, hay burguesas, rastas, jóvenes y también grandecitas. Algunas prefieren el rosa, otras el violeta o el azul. Pero todas adscribimos a una ideología heterogénea: feminista. Y a una identidad sexual que nos convoca: bisexual. Nos encontramos allí, en la encrucijada de opresiones, de luchas y placeres.
Somos muchas, pero aún se cuestiona si tiene legitimidad política nuestra existencia. Tanto en el interior del colectivo LGTB como en el colectivo más familiar nos encontramos con ojos que reclaman justificación. ¿Por qué feministas? (Aunque esa pregunta ya es más vieja que la propia Olympe de Gouges.) Pero, además, los ojos se elevan y nos cuestionan. ¿Por qué? ¿Por qué también bisexuales? Pues ahora vamos a disparar sobre las connotaciones y supuestos que se ocultan detrás de esas insistentes preguntas y estruendosos comentarios.
Desde el momento en que nos nombramos, inevitablemente nos enfrentamos a cuestionamientos, prejuicios y ninguneos. Algunxs nos increpan, acusándonos de reproducir la lógica dicotómica y binaria, otrxs nos miran lascivos suponiendo que estamos siempre al borde del orgasmo. Pero, claro, esto sucede siempre y cuando quien mire o escuche nos otorgue estatuto de existencia. Si no, sencillamente, no existimos y fin de la historia. Como decía la muy sabia Audre Lorde, si no me definiese a mí misma, acabaría siendo despedazada por las fantasías de otras personas sobre mí y comida viva (como zombi). Pasemos revista.
Abrimos el diario: una renombrada universidad norteamericana está haciendo experimentos científicos para demostrar que la bisexualidad no existe. Ajá, bien. Aceptable para una adolescencia plagada de consejos ajenos y vivencias jugadas (arriesgadas y lúdicas, nunca mejor dicho). “Aunque te acostaste con alguna chica, te enamorás de varones, eso es propio de la experimentación adolescente; no te preocupes, sos hétero”, nos confirma, paciente, nuestra profe confidente. Tiene razón, pensamos. Aunque nos agarre una calentura bárbara con el chonguito del quiosco (¡nuestras hormonas están revueltas!) o tengamos un amor con nuestra mejor amiga (platónico, ¿eh?), aunque llenemos de besos a la drag del desfile de la fiesta de egresadxs (siempre podrá culparse al alcohol por nuestros actos), mantenemos la primera y tierna creencia de que el corazón está por siempre destinado a ser, ante todo, heterosexual. Esos pequeños placeres, entonces, no nos conflictúan porque no merecen la atención, porque son cosas que pasan y, fundamentalmente, porque la bisexualidad no existe... Hasta que un día... ¡zas!, nos enamoramos de ella, así de golpe, con el furor de la primera vez. Desorbitadas, nos miramos en el espejo del baño: ¿soy bisexual?, ¡pero si la bisexualidad no existe! (nos repetimos hasta cansarnos). Y, ¿entonces?, ¿entonces qué hago?, ¿qué digo?, ¿qué soy? Y es ahí cuando lo decidimos: cuando damos el paso que más tarde vamos a tener que desandar. Es ahí cuando en un instante, y mirándonos a los ojos, devenimos rápidamente en lesbianas.
Increíble, pero cierto: la B de LGTB no es florero. Es evidente que lo bisexual no tiene lugares propios, legítimos, ni siquiera –y esto es el colmo– en nuestros propios cumpleaños: “¡Llegaron tus amigas tortas!” es la presentación que, inevitable, nos espera cuando llegan las hordas bisexuales. Efectivamente parecemos más lesbianas que heterosexuales porque somos disidentes, porque algo diferente, rebelde, se percibe en nosotras. Pero lo cierto es que no hay un código reivindicativo que nos identifique como bi.
La bisexualidad se construyó histórica y culturalmente en espacios de activismo y/o diversión que son casi exclusivamente lesbianos, gays o heterosexuales. En criollo: no existe un bar de bisexuales, no vas a ver la bandera de la bisexualidad colgada en ningún lado, nadie mira a una persona en la plaza y la sospecha bisexual, no hay corte de pelo, ni moda bi. Efectivamente no existen prácticamente representaciones, ni simbolizaciones de lo bisexual (y las pocas que hay no suelen dejarnos muy bien paradas). Ni siquiera podemos esgrimir una injuria que en el ambiente sea resignificada (como torta o puto o trava). Sólo contamos con el tecniquísimo “bisexualidad” que no logra constituirse ni en amenaza. Ni prohibido ni resignificable, lo bisexual parecería más bien ser lo insostenible o, peor aún, un tibio cómplice de las estructuras de desigualdad social.
Efectivamente, muchas transitamos el amor entre mujeres gracias al impacto que tuvo el feminismo sobre nosotras, y también gracias a las tortas militantes aprendimos a sincerarnos y a pelearla. Pero estas palabras, este encuentro en una escritura colectiva, ya derriban el propio presupuesto de inexistencia. Aquí estamos encarnando un cuerpo erótico, político e ideológico propio.
Otra famosa frase que nos hace zumbar los oídos es: “Para vos es más fácil, porque a veces sos hétero y a veces sos lesbiana”. Sí, claro, y en el proceso nos volvimos esquizo. Como si en esta suerte de tierra de nadie tuviéramos acceso a un ropero según la ocasión, un lenguaje corporal distinto para encajar y pura voluntad incondicionada que se camufla, camaleónicamente, según su presa o su hábitat.
El diccionario de la Real Academia Española (ese libro gordo lleno de normativas) define lo bisexual en términos de alternancia entre prácticas homosexuales y heterosexuales. Así, al ser inscripto, parcialmente, en las dos grandes narrativas sobre la sexualidad, lo bisexual tiende a ser considerado como un espacio intermedio o de transición. Un villano del tipo Dos Caras, o pura espuma, que así como aparece, desaparece.
Contradiciendo la definición de la RAE, nosotras decimos que sí, que efectivamente alternamos. Pero no en nuestra definición de nosotras mismas sino en el tipo de personas con las que establecemos vínculos erótico-afectivos. Si circulamos entre dos mundos (esta afirmación la reconocemos simplista de por sí) es porque son los que nos pre-existen. Sin embargo, nuestros cuerpos, nuestros pensamientos y nuestros modos de desear son siempre bisexuales. No somos la mera articulación entre dos espacios legitimados y legibles. No somos la feta del sánguche. No somos, tampoco, según con quién estemos, ni un hipocampo. Somos bisexuales porque sentimos deseos sexuales y afectivos por personas de cualquier género o, mejor dicho, por los modos singulares de llevar y combinar los géneros y sexos que lleva cada quien. Aun cuando mantengamos relaciones monógamas con una lesbiana, aunque seamos poliamorosas u orgiásticas; por más que estemos casadas hace quince años, tengamos hijos o estemos recién divorciadas; aun si somos vírgenes o célibes: somos bi.
Recostadas boca arriba en el diván, la reconocida psicoanalista nos dice: “Pero, ¿vos entendés que las cosas que podrías tener con Juan no las podrías tener con Teresa? ¿Entendés que las cosas que te van a dar una familia, por ejemplo, no son las mismas? Te vas a tener que parar distinto en el mundo según con quién de los dos estés. ¿Podés entender eso?”. Además de tratarnos de estúpidas, o al menos de subestimar nuestra capacidad de entendimiento humano, estas afirmaciones contienen un sesgo heterosexista y monosexista violento. Lo (in)cierto es que tal vez quiera elegir entre Teresa y Juan. Pero tal vez no. Tal vez quiera a Teresa, a Juan y, por qué no, a ese Juan que cuando nació sus padres llamaron Teresa.
En esta sesión magistral de terapia aprendimos que la teoría psicoanalítica considera que en la base de la madurez sexual está la renuncia. Es decir, una sexualidad adulta es aquella que elige un único objeto de deseo y excluye todas las demás alternativas. Adherirse a un objeto parece ser la única manera de abandonar a la niñita confundidita que todxs llevamos dentro. Esta idea, todavía en boga, atenta contra la capacidad de pensar y pensarse en cambio a lo largo de la vida. Porque, como Freud dictaminó –no sin revisiones posteriores–, la madurez está asociada a llegar a metas finales (de las que, probablemente, no se vuelve). De ahí que la bisexualidad sería, entonces, ese incómodo estado de transición que debe definirse en algún momento. Si no lo hace, las confundidísimas bisexuales, sumidas en la indecisión y en sus incontrolables brotes histéricos, corren serios riesgos de quedarse eclipsadas en la doble puja de sus objetos de deseo.
“Yo ya no entiendo nada. ¿Ahora qué me vas a traer?”, nos cuestiona el domingo al mediodía nuestra querida madre, mientras que nuestro hermano nos zampa: “Sos como la gata Flora, que cuando se la ponen grita y cuando se la sacan llora”. Nos da urticaria tanto conservadurismo encubierto, y eso que lo dicen las personas que nos quieren. Porque también podemos encontrar algunos menos amorosos que nos conceptualizan como egocéntricas, egoístas, centradas únicamente en el placer propio, desalmadas que van de un cuerpo a otro sin importar el dolor que produzcan a los demás.
Punto para ustedes: si ser inconstantes es negarnos a hacer promesas románticas y cristianas hasta que la muerte nos separe, o blandir certezas tranquilizadoras sobre nuestros pasados y futuros, tipo “siempre me gustaron...” o “eso fue un error, te juro que no se va a repetir...”. Entonces sí: somos inconstantes. Pero, ¿quién, honestamente, puede hacer ese tipo de promesas? ¿Acaso nunca tuvieron fantasías que se contradecían con las normas impuestas a la homo/hétero sexualidad? E incluso, ¿cuántos se animaron y lanzaron la cañita al aire para luego, rápidamente, esconder el acto tras el humo de la explosión? Si hay algo que nos pone los pelos de punta es la moralina burguesa que nos lleva a sostener modelos sin fisuras.
Efectivamente, el deseo es fluido e inestable por definición; sin embargo, lo bisexual parece ponerlo en evidencia. Intuimos que sobre una persona bisexual resulta más difícil descansar el amor romántico que el concepto de pareja promete. Entonces, sí. Si les parecemos confundidas o inmaduras porque no elegimos a las personas por portación de género, sexo o altura de taco, entonces bienvenido el epíteto. Cuentas claras mantienen... lo que sea.
“Las mujeres bisexuales están siempre en llamas, no le hacen asco a nada”, nos muestran las películas porno. Y nos grita papá, entre lágrimas y un paro cardíaco: “Pero, ¿qué? ¡No entiendo! ¿A vos te gusta que te apoyen la pija y las tetas? ¿Todo junto?”. Sí, papi, puede ser. Aunque, a decir verdad, pensar la sexualidad y las identidades en términos de genitalidad es una táctica propia de los reduccionismos descalificadores.
No es novedad que, como mujeres, estamos insertas en una economía sexual pública que nos reduce a objetos a disposición del consumo masculino. Nos gritan en la calle, recordando que somos eso: mujeres, homónimo de sexo. Eterna sinécdoque. Operación que se redobla cuando nos afirmamos bisexuales. Mujeres: tetas, culo, concha. Bisexuales: partuceras, calentonas, insaciables que le dan a todo, ardientes, viciosas que siempre quieren más. En el vocabulario troglodita del patriarcado: minitas fáciles y fiesteras. De más está decir que, en esta línea, nunca falta el novio desubicado de la amiga que propone que para el cumpleaños le regalemos el trío. En fin, es cierto que nos pueden gustar personas radicalmente diferentes, pero la fantasía de calibre Tinelli no se la deseamos ni a nuestrx peor enemigx.
Obvio que a algunas nos gusta el sexo de a dos, de a tres, de a seis. Pero también es cierto que otras vivimos en pareja por muchos años y eso no necesariamente implica que salimos tras otros cuerpos cual sabuesos insaciables. El punto es que resulta imposible establecer reglas fijas sobre nosotras y nuestros deseos.
Somos conscientes de que el capitalismo y su ideología neoliberal nos atraviesa, así como también la heteronormatividad machista. Las grandes figuras hollywoodenses erotizan el imaginario social (que es bastante dicotómico, por si no se dieron cuenta) con sus preferencias por “la carne y el pescado” o “las ostras y los caracoles”. Y los medios, periódicamente, sacan notas sobre adolescentes borrachas que se dan besos entre ellas para seducir a los varones. No somos tan ingenuas como para creer que cualquier persona bisexual rompe con las estructuras anquilosadas de nuestro sistema de ordenamiento sexual. Sabemos que corremos el peligro de ser absorbidas y cooptadas por el discursito de la tolerancia Benetton. Sabemos que sobre gustos hay mucho escrito, infinitas reglas, normas y mandatos que el sistema capitaliza. Cuentos de hadas y películas guían y encorsetan nuestra potencia deseante. Pero somos herejes y traicionamos la expectativa que recae sobre las espaldas de nuestros cuerpos (por suerte, sin alas).
De ahí que la lucha identitaria no nos alcanza y nos sentimos impulsadas a posicionarnos desde un feminismo que considera el impulso erótico como fuente de conocimiento; un feminismo que resiste a las diferencias jerárquicas entre los géneros, que nos sensibiliza frente al sexismo de las aulas, de la tele, de la calle, de la justicia, del laburo y de las camas; un feminismo que nos exige repensar las formas más sutiles de la misoginia (propia y ajena), que nos ayuda a cuestionar los mandatos y reposicionarnos frente a la maternidad, el amor y la familia; que nos permite revisar la cantidad de exigencias y normas que recaen sobre nuestra subjetividad. Un feminismo que nos permite analizar los modos en que construimos nuestros cuerpos y los tipos de relaciones que establecemos con el resto. En definitiva, se trata de un feminismo que reivindica la posibilidad de nombrarnos con nuestras propias voces, que da lugar a amplios márgenes de reconocimiento para respetar la heterogeneidad que nos constituye.
“Vos lo que sos es una lesbiana cobarde, reprimida. Una lesbiana que no quiere renunciar a sus privilegios heterosexuales, una lesbiana con lesbofobia internalizada”, nos dice nuestra pareja. Y agrega otra: “Seguro que me terminás dejando por un tipo”. Fantasma arraigado: en cualquier momento, la bisexual podría abandonarte por un varón “para casarse y tener hijos”. ¿Pero qué sos, el genio de Aladino? Como si alguien, cualquiera, pudiese asegurar lo que va a pasar en el futuro.
La acusación está ahí, a la vuelta de la palabra. Parecería que nuestra fuerza deseante –que podría incluir a varones– metiera por la ventana al patriarcado que tanto esfuerzo nos lleva combatir. “Ustedes le hacen el juego al patriarcado”, nos cansamos de escuchar. Como si por acostarnos con tipos o varones trans fuéramos automáticamente cómplices de la estructura de desigualdad. Así resulta sencilla la ecuación: parece que no podemos evitar ser detractoras de la lucha emancipatoria. Ojo: traidoras frente a las expectativas del resto sí, pero desleales o patriarcales es otro cantar.
Pero también hay otra objeción que compañerxs de lucha cada dos por tres tiran con bronca: “¿Es que no se dan cuenta, tontitas, que dicen bi y eso significa dos, y dos es binario? ¿No se dan cuenta de que reproducen la dicotomía que tanto nos cuesta combatir?”. Pero no: no nos damos cuenta. Las bi le decimos no a la binorma. Ese mundo dividido en dos es el que pretendemos poner en cuestión, y la mejor manera que nosotras encontramos –sin arrogarnos que sea la única– es señalar los binarismos que nos preexisten, movernos a través de ellos, atravesar las tensiones, y no anclar en ninguno de los polos.
Habilitar este tipo de movimientos no nos parece binario. En otras palabras, no nos interesa elegir entre esto o eso, no nos interesa pensar ni sentir en términos dicotómicos. Por el contrario, nuestra apuesta es inclusiva: no ya en términos de “nunca/siempre”, “adentro/afuera” o “antes/después” sino en términos de “y”, “también” o “además”. Proponemos un modo diferente de transitar los espacios existentes. Y aquí las matemáticas pueden pifiar: uno más uno puede ser tres, dos o cero. Pero, sobre todo, es miles: porque efectivamente las bisexuales existimos. Y somos muchas.
La definición más sencilla de bisexualidad habla de la potencialidad de sentir deseos por personas de cualquier género o sexo. Si necesitan que firmemos con sangre los circuitos de nuestros deseos, lo lamentamos: no buscamos tener ese control y mucho menos en función de las inseguridades ajenas. Nosotras aspiramos a la rebeldía de los movimientos, a las infinitas potencialidades relacionales, a esas fantasías que no clausuran ni prescriben los modos en que habitamos el mundo.
Establecido esto, nosotras, bisexuales feministas, decimos: vos, confundidita, que no sabés lo que querés, histérica que no hay poronga que te venga bien, partucera que le das a todo, curiosa que no te gustan las etiquetas; vos, ególatra, que usás tipos y minas sólo para satisfacerte sexualmente; a Ud., señora esposa, que coge con pendejas y después vuelve a su hogar dulce hogar; a vos, lesbiana, que te enamoraste de un tipo trans, largá esas categorías que estás tan acostumbrada a usar y abrazanos.
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