Vie 21.03.2008
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ENTREVISTA > ALEJANDRO TANTANIAN

El fin de la esquizofrenia

Autor, director, régisseur y cantante, Alejandro Tantanian tiene pelos en muchos lugares, salvo en la lengua. Confeso “aburguesado” a sus 40, se jacta de que la vida le haya dado eso que tantas veces quiso y tan poco le había durado hasta ahora. El sabrá. Aquí, adolescencia y pasión de un hombre capaz de reescribir a Shakespeare, Dostoievski o Brecht como cantar boleros cual diva trágica.

› Por Marta Dillon

¿Cuánto creés que influye la biografía de un autor en el modo en que se leen o ven sus obras?

—A mí me parece que la cuestión de la identidad es importante, pero también depende del contexto cultural general. Por darte un ejemplo, hace poco estuve en Berlín justo para la marcha del orgullo gay y es algo extraordinario, no sólo por la cantidad de gente que va sino por la cantidad de cosas que suceden a nivel de producción. Acá también se hace pero, inmersos en esta cultura, lo que se sigue reflejando en los medios es la nota de color de la señoragritando “puto” a uno que está subido a tacos de dos metros.

Acá prevalece la estigmatización.

—Y sí, pero a la vez si pienso en mi adolescencia en esta ciudad y veo a los adolescentes ahora... está buenísimo. Yo entré a la secundaria en el ’79. Y fui al Nacional Buenos Aires, que ya era como una sucursal del Ejército. Viví todo el descubrimiento de mi sexualidad durante la dictadura... Aunque, en realidad, no puedo hablar de descubrimiento.

¿Por qué?

—Porque para mí siempre fue así, no descubrí que me gustaban los hombres, siempre me pasó. Lo que se dio fue un encadenamiento lógico desde los tipos de héroes que me gustaban cuando era chico hasta los juegos que me gustaba entablar, me parecía que caía de maduro.

¿Superman, tal vez?

—Más cerca de El Increíble Hulk.

Más tipo oso...

—Sólo musculosos, para oso estoy yo.

Volviendo a la última dictadura, ser gay no sería la única clandestinidad.

—Obvio. A principios de los ’80 yo también militaba dentro del colegio en la izquierda más radical y tenía mucha conciencia de la clandestinidad. También es cierto que tuve una válvula de escape muy importante en el teatro, porque empecé a estudiar a los 14. Y a los 15 empecé a militar. Todo conformaba una suerte como de paisaje clandestino que estaba bien.

¿Bien o del lado de los buenos?

—Algo así. Era horrible, pero era tan normal... Sólo el teatro me permitía expresiones menos clandestinas. Y también me permitía el chiste de hacer con mis compañeras de teatro, que estaban buenísimas, una máscara de parejas que mostraba frente a la presión externa. Así podía competir, como hacían otros adolescentes, a ver quién la tiene más larga.

¿En el ámbito de la militancia también mostrabas novias falsas?

—Ahí no ocultaba, ya lo de “no somos putos, no somos faloperos” se había dejado de cantar... yo lo ocultaba sólo en dos lugares, en mi casa (yo soy hijo único y eso también traía una cantidad de “deber ser” que no iban a ser, como tener hijos) y en el colegio. Y con mis amigos también.

¿Ni un cómplice en la secundaria?

—A los 16 tenía un grupito con quienes éramos muy, muy amigos. Un día los senté a los tres y les conté.

¿Por qué contaste, te habías enamorado o algo así?

—Sentía que ya no podía seguir... era raro porque a veces me pasaban cosas con ellos y quería correrme de esa situación (pausa dramática)... Y fue tremendo lo que pasó... Era una mañana, antes de ir al colegio y dijeron “bueno, está bien”, y se fueron los tres. Cuando llegué al colegio me di cuenta de que no me hablaban y de hecho me dejaron de hablar completamente.

¿Nunca se restauró la amistad?

–Nunca. Me acuerdo de frases que me decían después, del tipo “si nuestra amistad era una a, ahora no será una z, pero sí una w”. O “si nuestra amistad era un árbol frondoso ahora será simplemente una rama de ese árbol”.

Qué poético.

—Así eran, por eso eran amigos míos... Y la verdad es que no pude ni enojarme, eso fue lo interesante. Era tal el dolor...

Estabas dispuesto a perder.

—Lo que pasa es que esa época era muy distinta a ésta, lo veo en mi trabajo en gente muy joven, ahora hay otro vínculo, más libre, más ambiguo, con una despreocupación, al menos exteriormente, por las definiciones. Ahora el deseo está ahí y uno lo pone en juego, ¿no? Me parece más libre vincularse de ese modo con lo que va pasando, hoy será así, mañana será de otra forma... o no. En mi educación había algo inexorable en el camino que se tomaba, que no tenía posibilidad siquiera de bifurcaciones.

Pero también habría una mística que fraguaba entre la clandestinidad y lo inexorable.

—Qué sé yo... uno también tiene que tratar de ver lo bueno que le pasó (risas), pero era pesado. Esa estúpida frase que decíamos, que “para ser puto hay que tener huevos”, bueno, hay algo de esa decisión que es o que era muy valiente.

El problema sería tener dudas.

—O confrontar con el afuera. Yo nunca tuve dudas, ni tampoco sentía que estaba haciendo algo prohibido o extraño. Obviamente, por lo que pasaba en el exterior, a veces la pregunta era por qué a mí... sobre todo cuando te preguntás por qué lo que te pasa a vos no le pasa al que te gusta.

Evidentemente ya no te preocupa confontar.

—Es que hoy es distinto decir cómo es uno, cuáles son tus preferencias, tus placeres y tus gustos. Diez, quince años atrás era distinto y habría sido un titular que alguien declare su identidad sexual. Entiendo que hablo desde un circuito que no es lo mismo que el pop latino; Luis Miguel no puede salir a decir “soy gay” porque se le cae el negocio.

Pero, fuera de la militancia específica, tampoco es tanta la gente que no tiene drama en salir del closet.

—La gente, en general, no quiere ser sectorizada... Además, si me venís a hacer una nota sobre Los sensuales, seguro que no te cuento toda esta historia.

Pero en Los sensuales (adaptación de Los hermanos Karamazov que Tantanian presentará en mayo) se colará tu manera de ver la sensualidad.

—Claro, uno produce desde lo que es... igual que lo que estoy haciendo con canciones (De noche, en Clásica y Moderna, los sábados a la 0.30). Yo juego todo el tiempo, canto canciones en femenino y a nadie le molesta. Es algo que hago desde chico, no es una impostura porque soy gay o me hago la diva. Yo creo que la expresión artística, en mi camino, fue el modo de resistencia y de militar para poder decir las cosas que yo quiero decir.

Y en ese camino, ¿recordás otras producciones culturales con las que te identificaste?

—El encuentro con (Derek) Jarman. El fue mi icono. Y no sé cuántos años tenía cuando vi La ley del deseo, pero fue muy fuerte. Yo me acuerdo de cosas tales como Otra historia de amor, que era lo máximo a lo que se llegaba acá, una película con Arturo Bonín en la que había un solo beso... ¡y sucedía detrás de una botella de champán! Imaginate que ver en La ley del deseo dos tipos en bolas cogiendo como perros, no lo podía creer. Aunque fuera algo que uno hacía cotidianamente. Pero esa suerte de veladura en la producción artística era conformativa de la personalidad. Hay algo de eso que como sujeto me construyó. Pero, claro, cuando vi Querelle (Rainer Fassbinder), casi me descompongo.

¿Te dio impresión?

—¡Casi me descompongo de felicidad!, me acuerdo de la saliva del negro cayendo y se te partía la cabeza. Igual cuando vi Eduardo II o Sebastián (Derek Jarman), que circulaba una copia en Liberarte con subtítulos en griego, como en un circuito de dealers. Y ni siquiera era pornografía, porque yo era un consumidor alto de pornografía, lo cual era lógico porque era el único lugar donde podía ver. Pero, bueno, se abrían ventanas que después te marcan.

¿Algo de eso se cuela en Los sensuales?

—Bueno, la música me permitió mezclar dos cosas, algo de ese cóctel que tenía dividido y que yo ligo mucho con la identidad sexual: algo como oculto, frívolo, divertido... gay, y una formación germanófila, culta, de dedo en la sien. Recién ahora me doy cuenta y verbalizo y lo pongo en acción. Los sensuales es una adaptación de Los hermanos Karamazov, pero como un melodrama en el sentido más literal del término. Pasiones descontroladas, en general siempre incestuosas, una especie de folletín en el que, cuando las palabras ya no permiten la expresión, aparecen la música y el canto. Ese cóctel, en mí, es unir lo que yo creía dividido y no lo está. Hay algo de la celebración para lo que ha llegado el momento, al menos para mí.

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