ESCUELA
Adelanto del libro de interruqciones. Ensayos de poética activista. Escritura, política, pedagogía de valeria flores (La mondonga dark, 2013)
Una temporalidad anidada en los alvéolos de la memoria decapita la lógica adulta del servilismo. Asciende en una particular manera de mover las manos, de guiar los ojos hacia el cielo, en el brillo de la saliva que se descuelga del labio. La infancia es un atrevido juego del escondite, máscara sagaz de las correrías por el grito abierto de la calle. La niña atrapada en las entrelíneas de cronos, la que se divertía escalando los paredones vecinos, espiando el mundo a través de los portones del oscuro y helado galpón cercano a las vías del tren. Todo instante era un aprendizaje de las palabras adecuadas, de la dicción que no tropezara con el escándalo. Tallaba en sus cutículas una rabia informe, embriagante, con vastas dosis de cariño y crueldad. Abandonar la curiosidad como ceremonia de amnistía con el mundo se le exigía todavía con afecto mesurado, sin advertir los ramalazos de violencia que cicatrizaban en su lengua.
La infancia es un invento para envejecerla. Se le dice que pasa, la convencen de creer. Pero asoma, está, insiste con su fanatismo por el juego, con su erotismo teatral que demuele los callados preceptos. Ahora la escribe en sus propios términos. Con el pecho al aire, detenía el viento que se le incrustaba en la desvergüenza de un cuerpo que, pronto, sería manufacturado por los requisitos de un ser “mujer” que se le imponía, abrupta y dolorosa. Aprendió a amar la soledad que apestaba el reposo del barrio, que inadvertida fue grabando raspaduras en su garganta. Cada vez que habla, las palabras la laceran un poco más. Lesbiana fue un nombre confinado al álbum de las desapariciones, confiscado en la multitud impronunciable de la existencia. El sol abrasador, acechante de hormigas y cascarudos, se filtraba entre la higuera depredada por las bocas exhaustas de sus hermanos. Trepar y caer con la lengua escariada por el jugo del fruto ardiente, echando la cáscara a la tierra, parda y pegajosa, que teñía sus rotas zapatillas al ritmo de las tontas travesuras. ¿Cuántos silencios masticó en esa higuera seca y apacible pegada a su ventana? Su sombra apenas alcanzaba para guarecer un sueño pequeñito que le salía entre las piernas. Entonces, con cada pedazo de piel que le crecía, construyó su propia sombra de reptil.
En la casa vieja, con paredes de aliento revocado, ella podía percibir la respiración de las palabras acercando el oído al latido de los objetos. “Señorita” era un nombre extraño, siquiera la rozaba con el filo de la costumbre. Tuvo que inventarse un público para el pulular por las tierras del silencio. La confección de su ropa la ocupaba en largas tardes de televisión bucólica, ensayando el corte endiablado del género. Las noches de tormenta se le escurrían los miedos más íntimos. Sentía vibrar los vidrios apretujada contra la sábana, o iluminarse a dentelladas el cielo negro con sus rayos inspeccionándola a través de la intermitencia de las rendijas. En el presente, la pesquisa la dirigen ojos anónimos, obsesivos y fisgones que miden su inadecuación. ¿De quién era ese temor tan arcaico que la devoraba? Con cada sentencia que fabricaba su callada presencia fue cultivando el odio por una simpatía esclerotizada. Y en la escuela, sentada, con una prisión blanca asfixiando su cuerpo, dibujaba las palabras y sentía que había algo más allí que no se decía, que en el trazo del lápiz algo se quejaba y desacomodaba la prolija sensatez de la maestra.
Supo detectar sus rendijas para poder respirar. El virar hacia el despunte de la machona emancipada, la fuerza haciendo equilibrio en los ojos de esos niños sumidos en la disciplina del macho. Y los suyos, que comenzaron a hablar un lenguaje de animal herido. ¿Cómo heredó esas ganas de lanzar la jabalina como una fiera desbocada? Comenzó a reír, con escasa frecuencia, con gesto torpe y tímido, que se fue plegando en rápida malicia entre sus cejas... Siente que esa niña asciende por sus huesos hasta dejarla exhausta, entre la arcilla y el cardo que se le clavan en las encías del tiempo orgánico. La exudación del entrenamiento físico, forzar el músculo hasta volverlo aleación de acero, fue su escritura en hojas sueltas, rasgadas y deshechas.
La letra hacía colapsar su extranjería. No había temblor más gozoso e intempestivo que en la grieta profesada por la escritura. Succionada por una suspensión onírica que enmohecía los señuelos del hábito, ella era feliz. Insistía con revertir el sello que había marcado su carne como mujer. Con mínimas incisiones, drenaba el fluido que agitaba la parálisis. Citada a comparecer, no pudo ingresar más que a sus orillas resbaladizas, entre vulvas y clítoris encadenados en sus manos. Creo que advirtieron sus libaciones estacionales. Lamer un cuerpo lesbiano y besarlo hasta su combustión séptica. Para abolir el estado adulto que gobierna su cuerpo, sobrevino el error, lo inaprehensible que establece la lejanía con los vivos. Supo, después, que la inocencia es el verdugo del deseo.
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