Viernes, 22 de noviembre de 2013 | Hoy
El 21 de noviembre se cumplieron 14 años de la muerte de una de las mariquitas inglesas más afectadas y extravagantes que haya visto este mundo. Musa de Sting, de John Hurt y de un pueblo entero que miraba, se reía y gozaba sin entender mucho.
Por Kado Kostzer
¡Quentin Crisp! El nombre apareció ante mis ojos en 1980 mientras escudriñaba en una batea de Sam Goody, una bien surtida tienda de discos que era escala obligada en mis entonces frecuentes visitas a Nueva York. El doble ¡long-play! recién salido, titulado An Evening with Quentin Crisp, the naked civil servant, mostraba en su carátula de fondo amarillo vagamente art-nouveau una figura de inequívoca ambigüedad que me hizo recordar a una gran dama de la escena inglesa, Edith Evans. Se trataba de la grabación en vivo de un espectáculo teatral, pero no de una comedia musical, sino de una especie de evento-conferencia. Ya tenía muchos discos de ese tipo donde la palabra era protagonista y que había escuchado sólo dos veces: ¡la primera y la última! Lo deseché con indiferencia y pasé a otra cosa.
Ese mismo día el nombre y el disco aparecieron nuevamente en casa de un mexicano coleccionista de arte que por más de dos décadas fue elegante y mundano anfitrión, Nacho Rentería. En ciertos círculos Quentin Crisp era un personaje in –se decía así entonces– y Nacho no podía permanecer out. Allí me enteré del largo y tortuoso camino de este setentón iconoclasta, considerado digno heredero de Oscar Wilde (en muchos sentidos) y de Bernard Shaw (en otros bien diferentes).
Nacido Denis Charles Pratt en Surrey en 1908, Inglaterra, desde temprana edad mostró modales afeminados que, lejos de reprimir o disimular, exacerbaba. La aún fuertemente victoriana sociedad de la preguerra, pacata e inquisidora, no estaba preparada para excentricidades tales como su pelo flameante tratado con henna, sandalias que dejaban ver las uñas de los pies pintadas, maquillaje casi teatral, alhajas de fantasía, vaporosos foulards al viento y los sombreros ladeados que serían su sello personal. Tales “provocaciones” producían rechazo, aunque no faltaban adherentes que veían en él la materialización de sus propios deseos o un necesario cachetazo a los anquilosados estereotipos de masculinidad ¡y feminidad!
Su paso por la escuela de periodismo fue breve, lo mismo que los estudios de arte. La década del 30 lo encontró en la capital británica, lejos de su Surrey natal y de su familia (“mi madre me protegía del mundo y mi padre me amenazaba con él”, dijo después). Autorrebautizado Quentin Crisp, se convirtió en una figurita ineludible de los turbios antros del Soho londinense, particularmente del Black Cat, frecuentado por gigolós y mariquitas semitravestidas. La prostitución lo tentó como medio de ganarse la vida y quizá con la fantasía novelesca de encontrar el verdadero amor, pero su temperamento no estaba hecho para la profesión más antigua del mundo o quizás era su aspecto ostensiblemente afeminado lo que ahuyentaba a una clientela de closet que buscaba discreción. Fue entonces cuando incursionó como dibujante técnico en estudios de ingenieros, tarea que cambió por la de modelo en vivo en escuelas de arte.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial intentó alistarse en el ejército pero, como no podía ser de otra manera, fue rechazado. El motivo: “perversión sexual”, según dictaminó una junta de evaluación. Durante el bombardeo de 1941 su estrambótica figura se paseó provocando a soldados norteamericanos cuya amabilidad y ausencia de prejuicios lo hicieron “enamorarse” de los Estados Unidos. Al finalizar la contienda se mudó al que sería su hogar en los próximos 40 años, un primer piso en el 129 de la calle Beaufort. Crisp aseguró en uno de sus divertidos comentarios que jamás realizó allí una tarea doméstica, ya que “después de los primeros cuatro años la suciedad no aumenta”.
Sus inclinaciones literarias dieron como fruto tres libros cortos. Un astuto editor, que lo descubrió en un reportaje radial en 1964, lo estimuló para que terminara lo que sería The Naked Civil Servant (en España se tradujo como El funcionario desnudo. Para nosotros sería, más adecuadamente, El empleado público desnudo) aparecido en 1968. El título se refiere a su trabajo como modelo de academias de arte que era tan rutinario y monótono como un puesto estatal, ¡aunque sin ropa! Esta autobiografía, narra con crudeza, ironía y poca autocompasión el calvario de un homosexual afeminado que quiso ser él mismo frente a una sociedad condenatoria. El succès d’estime inicial del libro se había convertido en un acontecimiento casi masivo cuando en 1975 John Hurt (más tarde el hombre elefante cinematográfico) se puso en la piel, ¡y el maquillaje!, de Quentin Crisp. La notoriedad, por fin, le había llegado a los 67 años (“Si uno no triunfa de joven el fracaso puede ser tu estilo”, había afirmado con anterioridad). Este éxito y la reivindicación del personaje por ciertos circuitos gay –otros más radicalizados lo consideraban retrógrado– trajo como consecuencia una invitación a sus soñados Estados Unidos.
El cine no fue ajeno a su magnética personalidad. El mejor rol actoral se lo brindó la sensible Sally Potter en Orlando de 1992, donde interpretó, magistralmente, a la llamada Reina Virgen, Isabel de Inglaterra.
Su notoriedad no sólo atrajo la atención de grandes artistas plásticos y fotógrafos, ante los cuales posó displicentemente, sino que en 1987 Sting pidió conocerlo. De ese encuentro surgió Englishman in New York, uno de los grandes éxitos del cantante británico. Su letra refleja inequívocamente la personalidad que la inspiró: “Si los modales hacen a un hombre, según dicen/El es el héroe del momento/Hay que ser hombre para sufrir la ignorancia y la burla/Sé vos mismo, no importa lo que digan”.
Fascinado por la vida mundana neoyorquina, en 1981 fijó su residencia en un departamentito del Lower East Side de Manhattan. Fiel a la premisa de que si uno puede subsistir con maní y champagne aceptando todas las invitaciones posibles a cócteles, vernissages y estrenos, no es necesario tener empleo alguno. En una de mis visitas me hizo el regalo sorpresa. No fue una cena, sino un brunch en su terraza mirando al Central Park un cálido domingo de finales de junio de 1983. La primorosa mesa estaba preparada para cinco: el anfitrión, su amigo de turno (un tenista israelí), mi socio-amigo-cómplice Sergio, yo y... ¡Quentin Crisp! De naturaleza más bien nocturna, la luz del día delataba el artificio, evidenciaba el camuflaje, subrayaba el rictus. Me pareció un tanto extraño su saco de terciopelo granate para un día primaveral, pero rápidamente se despojó de él, quedando con una camisa de seda blanca. El sombrero de fieltro negro, por el que asomaban unos mechones ligeramente azulados, permaneció imperturbable en su noble cabeza y el foulard de seda en su flácido y elegante cuello. El impacto inicial de mohínes, ceja altanera y abanicantes manos enjoyadas se aplacó de inmediato. El maquillaje, por demás discreto para la hora, pareció más que adecuado, incluso ¡necesario!
Hacía unos pocos días Quentin había asistido al Broadway Theatre para la representación final del musical Evita y estaba intrigado por la personalidad de Eva Perón. Muchas de sus preguntas respecto al personaje tuvieron de mi parte respuesta, otras no. Se engolosinaba recordando que en la obra teatral, ante la invitación del rey de Inglaterra “a tomar el té en uno de sus castillos” Eva respondía: “¿Qué clase de invitación es ésa? ¿Quién diablos se cree el rey que es? ¡La Primera Dama argentina merece el Palacio de Buckingham!”. “¡Esa es una estrella!”, fue el comentario del estelar Crisp que, por una vez quizá, se sentía aliviado de no tener que “ganarse el brunch” hablando todo el tiempo de sí mismo. Cuando el uniformado portero del edificio anunció que la limousine, contratada para devolver al invitado downtown, esperaba veinte pisos abajo, Nacho se apresuró a deslizar, con discreción, en el bolsillo del saco de terciopelo granate unos billetes. Por unos instantes, una nubecita de tristeza me oscureció el memorable encuentro.
En 1995 en París, en una soirée thématique de la cadena Arte, por fin, pude ver el famoso telefilm, una notable aproximación al espíritu del libro original. John Hurt refleja con sensibilidad y garra el mundo de Quentin Crisp y su enfrentamiento con la homofóbica Inglaterra de los años ’30, ’40, ’50. Todos los sentimientos se conjugan en el retrato conmovedor de un hombre que, a través de su mariconería –un modelo del siglo pasado– subrayaba su elección sexual y, por encima de todo, luchaba por ser fiel a sí mismo.
Un año después, llegando a Nueva York, me esperaba la noticia que el ex empleado público desnudo ofrecía –vestido– sus famosas conferencias cerca de la Décima Avenida. Sergio y yo nos apresuramos a obtener telefónicamente nuestros tickets. Ante una audiencia de antemano enfervorizada apareció Quentin Crisp –más fiel que nunca a Quentin Crisp. La primera parte consistió en un monólogo bien urdido sobre sus aventuras, la segunda fueron las respuestas a preguntas del público, que en el entreacto había evacuado en un buzón. Quizá con la vaga fantasía de que se acordase de nuestro brunch en casa de Nacho Rentería –que había muerto hacía un par de meses– me atreví con Eva Perón. Crisp fue lacónico: “Prefiero obviar el aspecto político, pero la estrella que supo ser me inspira respeto y admiración”. A la salida, en el hall del teatro, en un escritorio se apilaban fotos artísticas del conferencista, que el eficaz Joshua vendía a u$s 10, y que el mito gustosamente autografiaba. Nos acercamos con Sergio para comprar una. Quentin estaba demasiado halagado, ocupado y ¡viejito! para que le recordáramos una de las tantas mesas que engalanó con su ingenio, malicia y sensatez. Le costó entender a Sergio cuando deletreó su nombre para la dedicatoria. En temblorosa y digna caligrafía escribió “Sengio”.
En 1999, días antes de cumplir 91 y preparándose para una de sus conferencias, la muerte lo sorprendió (por garrafal error, bien podría haberlo comentado él mismo) en el lugar menos glamoroso del mundo, y en la sádica Inglaterra natal, ¡Manchester! Su desaparición física significó no sólo su fin, sino el de un estilo de vida. (“Sales del útero de tu madre, te arrastras por el fuego y te dejas caer en tu tumba”, había dicho en uno de sus punzantes pero encantadores escritos.) La última entrega de su autobiografía –o necrológica, según su definición– la escribieron otros. Incluido yo.
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